Las mujeres biodegradables y la política



“¡Qué lindo, qué lindo, qué lindo que va a ser, una clínica de plástica en el Sheraton hotel!"

Como luego de cada reunión de la Comisión de política internacional y turismo de Carta Abierta (alguna vez conté que en la Asamblea de Pensamiento Marxista resolvimos que era ése un espacio estratégico para dar las discusiones de fondo) los muchachos vinieron a picar algo a casa. La conversa discurrió por los canales más o menos habituales (esta vez, la cuestión del 82% móvil —¡Puro teatro para la gilada! ¡Si todo el mundo sabe que se lo vamo’ a vetar!— estuvo en el centro de una periferia de tópicos recurrentes). Ya apurando los últimos sorbos de café y mientras, a ciegas, tanteaba su campera, Ricardo, con mezcla de indignación y de asombro, insistía en que, a pesar del evidente proceso de transformación que estamos viviendo, notaba cierta baja social (y, de modo mucho más nítido, entre los compañeros) de las expectativas políticas. Cierto conformismo, decía él, impensable hace unos años atrás; cierta predisposición a asimilar los temas que van surgiendo, a tratar de acomodarse a ellos en su momento de tensión y a festejar o a putear cuando se  resuelven. Además, agregaba, esa progresiva baja de las expectativas políticas tiene como correlato el alza de la tasa de desigualdad socialmente aceptada (¡A veces nos hacemos los boludos, Horacio, no me jodas! ¡Vamos a terminar diciendo que pobres siempre hubo o que son pobres porque son vagos y no quieren trabajar!).


Cuando la indignación in crescendo le impedía encontrar su abrigo (dos veces creyó que Kautsky, el gato, era su bufanda) y acabar con el café ya helado, un grito del Gordo (que hacía ya más de quince minutos que tenía los ojos clavados en una pantalla que había pasado de 6,7,8 a Bailando por un sueño en una imperceptible maniobra de la que nadie, más tarde, se haría cargo) cortó el soliloquio: “a mí estas chicas todas iguales, con los pezones que parecen hechos de plastilina, ya me tienen las bolas llenas. Son todas de plástico. Las ves de cerca y ves que están todas operadas, los ojos, la boca, la nariz. A mí me gustan las mujeres biodegradables”. Las risas sonoras (algo espoleadas, seguramente, por los Santa Julia y la hora) y las adhesiones masivas velaron la remisión materialista de Lanzetta a las chicas de Carta como testimonio irrefutable de que la biodegradabilidad también tiene sus bemoles. Y las risas velaron, también, aquello que minutos después, cuando ya el silencio se había apoderado de la casa, se mostraba evidente: la conexión entre los dos enunciados.

Porque lo que decía el gordo no es más que lo que es (o fue) el sentido común de todos nosotros: las cirugías estéticas, las siliconas, los liftings (o estiramientos de cara hasta límites absurdos para disuadir arrugas) o los más modernos botox fueron, por definición, terreno enemigo, el otro absoluto. Cosas de vedettes más o menos infradotadas. O de mujeres desangeladas de maridos adinerados que negocian infidelidades a cambio de recauchutaje de tetas, culos, orejas o pómulos. Pero esa guerra de baja intensidad entre el cuerpo y el espejo no era propia, no era nuestra guerra. ¿Qué hubiéramos dicho de una compañera que aparecía en una reunión de núcleo con las tetas hechas a nuevo? ¿O que se preocupaba por el excesiva dimensión de sus tobillos? ¡Si hasta el maquillaje nos parecía una desviación burguesa!

Más bien, atesorábamos una batería de argumentos para refutar la obsesión por el cuerpo perfecto, argumentos que hoy, quizás, suenan algo torpes o algo rígidos (argumentos que iban desde priorizar problemas colectivos a problemas individuales hasta destacar el desarrollo intelectual por sobre el físico, o desde el intento de poner en cuestión modas y normas sobre cómo uno debía ser hasta que la salud se ocupara de quienes morían por enfermedades curables y no de quienes morían de ganas de tener una papada perfecta …). Sin embargo, no dejo de sentir cierta resignación (cierto desánimo, incluso), cada vez que esquivo estas razones para conjurar el riesgo de sonar anacrónico. No hace tanto, incluso, estas faenas estaban, aún, de la vereda de enfrente, eran parte de la fiesta menemista –fiesta  que incluyó, en su ocaso, a glorias de Frente Grande–Alianza, de Fernández Meijide a De la Rúa, ¿Y Chacho Álvarez? Ni me lo digas. (De sólo imaginar al tano De Gennaro sacándose grasita del cuello o retocándose los párpados me dan ganas de pedir a gritos que vuelvan los Ottalagano o los Margaride a la política de primera división).

Cierta resignación, decía, cierto desánimo que el proceso de transformación no logra conjurar del todo. La idea, sin embargo, es que no se note –la melancolía y el anacronismo son pasiones difíciles de digerir en nuestro crispado presente. No obstante, no logro encariñarme con el Shopping y sus marcas (el complemento, pienso ahora, ideal del cuerpo transformado: ¿cómo queda esta nariz redondeada con esta cartera Armani? ¿Esta rodilla re-esferizada con este par de botas tubulares Fendi?), no logro naturalizar el consumo como modo privilegiado de vincularse (con el otro, pero sobre todo con uno mismo, con la propia vida) ni como verificador de éxito político.

¿Restos de un ideologismo ramplón? ¿Endeble estela de un idealismo caprichoso? ¿Evidencia irrefutable de que después de los 50 mejor no apostar a nada más complejo que a un partido de Burako? ¿O, por el contrario, elemental inquietud ante un mundo que se inclina hacia su costado menos interesante, más jodido?

Pezones de plastilina, ¡qué gordo hijo de puta! Podría ser una canción de Serrat.

Horacio Tintorelli