Una filosofía de la celebración
por Verónica Gago
Cuando parí a Iván, Joaquín –de siete años entonces– le dijo a su
propia mamá: lo primero que pisó Iván no fue la tierra, sino el cuerpo de su
mamá. Pensé entonces en León. En que su filosofía era a la vez la más sutil y
por eso la más infantil. Joaquín intuía, ante un nacimiento, lo mismo que León
filosofaba: que el origen de la tierra es el cuerpo de la madre, que es otro
modo de llamar a la tierra donde se despliega, nutricia, la vida. León-niño era
ese que no se había diluido para dejar lugar a la palabra docta. León-niño, con
su pasión amorosa y sin pudor por su madre (que siempre pareció excesiva a
muchxs, como un nombre demasiado carnal para la filosofía), era el que estaba
vivo y entregaba ese amor primero como fuente del pensar a ese hombre ya más
que adulto.
No puedo negar que si hasta
entonces había leído y admirado a León fue recién con la experiencia de ser
madre que sentí en la carne más propia, en esa carne conmovida por el griterío
del alumbramiento y el desgarro del trance, la fuerza secreta de su filosofía,
como una explosiva obsesión primigenia, capaz de intimidar con su desafiante
niñez a la gran filosofía y dejarla muda con la potencia afectiva que irradian sus
palabras. Entonces también escuché de otra manera su relación con lo femenino,
una suerte de nietzscheísmo extremo. Si a primera vista puede sospecharse de
antifeminista semejante festejo de la maternidad, la maternidad se vuelve otra
cosa cuando deviene razón sintiente: esa relación amorosa madre-hijo es
simultáneamente sustrato de la racionalidad y del lenguaje, espacio para anclar
todo sentido. Contra el espiritualismo de hombres que se creen emancipados por
la vaporosa abstracción de los conceptos, León sostenía la filosofía como un
sistema de conceptos sumergidos en afectos (como su admirado Lévi-Strauss, que
admiraba el pensamiento salvaje en tanto sistema de conceptos sumergidos en
imágenes).
¿Es la madre la noción primera de
cualquier materialismo? De ella –de la foto de ella– León destilaba toda una
teoría del cuerpo y las pasiones y, por tanto, del conocimiento. La maternidad,
entonces, no como mandato ni rol sino como conexión con la potencia del cuerpo
propio, que es capaz de ir más allá de sí y en ese exceso dar cuerpo a una
nueva vida. Un vitalismo de la carne capaz de empapar con sus fluidos el
lenguaje. En su relación, íntima y persistente, secreta algo de esa voz tan
capaz de decir aterciopeladamente cuestiones de gran alcance, que se remontan
al origen de las cosas, del mundo, de los hombres y mujeres, de las religiones
y de las palabras. Sin separarlas. Como si la abstracción del pensamiento sólo
fuese posible en medio de la carne para que no sea, como solía decir, puro
placer por humillar a los otros.
Encontré a muchas feministas que
llegan a puntos similares a los de León. Constaté con entusiasmo esta suerte de
convergencia no sé si voluntaria. Como Adrienne Rich, lectora del Marx joven,
como León, que sostiene que para conectar nuestro pensamiento y nuestro
lenguaje con el cuerpo hay que empezar “por lo material, por la materia, mama,
madre, mutter, moeder, modder, etc. etc. (...) Quizás sea éste el núcleo del
proceso revolucionario”. El desdoblamiento y tartamudeo en diversas lenguas conectan
materia y madre, como una palabra-talismán que se repite, como un mantra
inmemorial que conserva su capacidad de evocación sensual más allá de la
variación de los idiomas.
Rosi Braidotti habla de
“materialismo encantado” y León había ya acuñado la idea de un “materialismo
ensoñado”. Un mismo énfasis sobre lo indisociable del afecto y su “carnosa
existencia”. Silvia Rivera traza relaciones entre la lengua materna indígena
con la que se acunan y crían niñxs mestizxs y su negación posterior como fuente
de la colonización de la propia subjetividad (“el complejo del aguayo”, lo ha
llamado ella en una entrevista en este diario). Recuerdo cuando le comenté este
parentesco de ideas por teléfono a León. Y, refiriéndose a Rivera, me dijo:
“Hay que ser mina para decirlo tan bien”.
En el fondo, hay algo que podría
llamarse femenino en su lengua. En su forma de hacer justicia con las
fantasías, de convocar adjetivos como turgente o ensoñado, de volver imagen
tibia el verbo cobijar o animar, y de afirmar que la palabra poética prolonga
la lengua materna como siempreviva.
Porque es el cuerpo el que recibe
la respiración de esa voz, de esa palabra-poesía. Y la celebra. Propone León:
“Hagamos una prueba. Pronunciemos en voz baja su nombre, evoquémosla adultos
ahora como cuando niños lo hacíamos repitiendo los sonidos de su boca que la
nuestra modula (ma-má) y nos daremos cuenta de cómo ese soplo cálido nos invade
el cuerpo y somos nosotros su caja de resonancia afectiva e imaginaria, nunca
vacía, que sigue siendo el ‘elemento’, el éter ensoñado por el cual circula
todo lo que aún decimos: el cuerpo de profundis la celebra todavía”.
La disputa de las figuras
femeninas que el cristianismo llevó adelante iba, como decía León, al centro
del asunto: reemplazar la madre “caliente y gozosa” que está en lo más profundo
de nosotros, en ese origen que es siempre renovado y abierto al mundo, por una
madre virgen, estatuilla endurecida, de vestido inexorablemente largo.
De esa generosidad materna,
insistía, surge una hospitalidad incondicionada. Pero no porque no tenga
condiciones sino porque su desborde es la ocasión iniciática de la celebración.
También la experiencia concreta capaz de fundar una economía de don sin medida,
de reciprocidad amatoria. La infancia de los pueblos no es, como suele decir la
filosofía política despectivamente, el reino del todos contra todos. León creía
lo contrario y asociaba la forma social de la emancipación de Marx con la
infancia, como momento intolerable para el capital: “En la infancia del niño
todo hijo vive con la madre mientras ella lo amamanta y lo arrulla, donde le da
todo al hijo sin pedir nada a cambio, sin equivalente, por amor al arte, sólo
por el gusto amoroso de colmarlo en el acto en que al darse ella misma se
colma, potlatch donde se usufructúa toda la riqueza y se la gasta en el placer
compartido sin calcular nada –-incluida la “parte maldita, ese excedente
suntuoso que el Capital no tolera”–. La filosofía de León es una filosofía de
lo nuevo, que está siempre naciendo. Es una filosofía de la celebración.