Discutir el estudiante (II)
El Estudiante y la real-politik
No
encuentro una manera posible de iniciar una lectura de la película El
Estudiante que no empiece –paradójicamente- por su final: ese No estentóreo
que enuncia Roque, el protagonista principal de esta historia, ante la
propuesta de su ex jefe político de reinsertarse, a través de una tarea
urgente, en la rosca institucional universitaria; pero si ese No que
afirma con tanta contundencia Roque tiene un peso sobresaliente es porque -por
lo menos en Rosario y así parece en Buenos Aires- fue acompañado por un
inmediato y cerrado aplauso del público que estaba presente en la sala.
Me
quedé en la butaca tratando de asimilar esa masiva aprobación de un final que
me había resultado tan explícitamente moral como pedagógico. Ya en mi casa, leí
en Internet una crítica en un diario nacional en la que se destacaba la
creación, por parte del director (Santiago Mitre), de una
“ética y estética a las que podría definirse como “realismo idealista””. Tal
como suele ocurrir con los autores en ciertas oportunidades, Mitre afirma en
una entrevista en el mismo diario algo que la película nunca muestra ni parece
interesada en mostrar: “(…) hay mucho prejuicio en torno de la militancia
estudiantil, que a muchos les parece que es pura agitación, mientras que hay un
nivel de discusión política muy interesante, más que en otros ámbitos; es un
plano donde se habla de política en estado puro, el 90 por ciento no está en busca
de los cargos, y todavía se puede discutir de política por el placer de
hacerlo”.
El testimonio de Mitre nos otorga claves de lectura de ese
oxímoron que surge del supuesto “realismo idealista” que encarnaría la
película: por un lado, un idealismo romántico del director en la
caracterización del nivel de la discusión política universitaria, que, salvo en
secuencias muy mínimas, no aparece en la película. Situación, por cierto, que
no hubiera sido deseable que se planteara bajo este tinte mítico que, según
parece indicar, si no es por cargos, la discusión política es por mero
placer. Cualquier malestar que pueda provocar el enfoque de El Estudiante
no implica de ninguna manera una defensa ni exaltación del mundo político que
transcurre en los recintos universitarios, sea en la facultad de Sociales de la UBA o en una sede de la Universidad Nacional
de Rosario, aunque tampoco su esquematismo ni reduccionismo. Por el otro, como
relato único que aparece en pantalla, un realismo bien coyuntural que se
desprende (más allá de las intenciones del director) de ese No final
acompañado de aplausos que cierra la película. Un No que es menos
la negación de la política –o la afirmación de la antipolítica- que la admisión
de que no habría, en definitiva, otra alternativa posible (a las de las roscas
en –y para- las altas esferas del poder, las aceptaciones pasivas de la
verticalidad, las pujas institucionales, los consensos y alianzas amargas
pero imprescindibles, etc.) si lo que se intenta es la construcción de una
política real, concreta, en mayúsculas, que no es más que aquella que se
dispone a asumir la gestión y el control de las instituciones estatales. Este
enfoque realista asume y se emparienta con cierto sentido común
hegemónico (incluidos el de determinados sectores juveniles) que determina y
cierra en muchos casos el panorama y las apuestas políticas en la actualidad.
Las otras imágenes posibles de la política se resumen, desde la exigua
perspectiva de la película, en las bravuconadas troskistas que pueden tener
cierto protagonismo estudiantil pero que no van a lograr mayores adhesiones que
las obtenidas en los pasillos universitarios, el fin de la militancia para
sumergirse en la vida profesional/familiar (opción que parecería asumir hacia
el final una Paula decepcionada y enojada), o en un purismo ingenuo, abstracto,
asambleísta, que no roza –ni a va a rozar- el poder real.