La transición coronada
por Juan Pablo Maccia
Un colega cada día más barbado formula la siguiente
hipótesis: la gente, durante el 2001, pedía Estado. Era, a su modo, duhaldista.
El kirchnerismo surge, en ese marco, menos como acontecimiento y ruptura y más
como un sistema de continuidades. Se trata de un brote progresista del
perdurable árbol del peronismo. ¿Quién dijo que no hay lucidez en la tradición?
Lo que me gusta de esta tesis es que coloca en el
centro de la interpretación del 2001 la cuestión del gobierno. ¿No es cierto,
acaso, que el paso del tiempo nos hace revisar el pasado una y otra vez? ¿Y si
llegamos a la conclusión de que el años 2001 es el año en que nos hemos
preguntado por los modos en que queremos que se gobierne el país? Como punto de
partida me gusta: nos afirma en que aquellos años ni fueron –ni de lejos– los
de la “anti-política”.
Estiremos más la idea: el 2001 es el tiempo de la
pregunta: ¿cómo se gobierna una sociedad plagada de movimientos sociales
dotados de una inédita capacidad destituyente? El duhaldismo desesperó ante el
desafío. De allí la elegante impotencia de su enunciación: “No se puede
gobernar con asambleas”.
La principal novedad del kirchnerismo fue la calidad
de su astucia política: en lugar de lamentarse, aceptó lidiar con el obstáculo.
Hacer del problema una condición de posibilidad. Y se dedicó a invitar a los diversos
movimientos a sumarse de modo constructivo al esquema de gobierno naciente.
En el corazón de ese momento gestacional del
kirchnerismo hay una lectura perspicaz de las limitaciones experimentada por
los movimientos: su potencia destituyente no contaba con una tecnología eficaz
de gestión política nacional. La afirmación de nuevas realidades objetivas y
subjetivas no pudo inscribirse sino como pura negatividad.
El kirchnerismo comprendió que con muy poco podría
lograr mucho. Ese poco, que contenía
lo mucho, se resolvió con la magistral dinámica del reconocimiento desde el más alto nivel institucional del estado.
De este modo, muchos movimientos aceptaron trocar su
frustración constitucional directa (revolucionaria), por una participación
subordinada en un experimento naciente. Hablamos de subordinación para nombrar la mutación del tiempo del tiempo de la
ruptura al de la institución. Del dinamismo de movimientos al del frente
político. De las aspiraciones a gobernar por asambleas, a la aceptación de un
nuevo régimen estatal. De la experiencia de organización y mando propios, a la
aceptación de la primacía de una capa de cuadros jóvenes provenientes de la
emergente clase media urbana.
Los movimientos sociales que aceptaron la invitación
se integraron con éxito al nuevo proyecto postergando aquella conversión del
poder destituyente en partido constituyente de los movimientos. Del “que se
vayan todos” al más reciente “unidos y organizados” se despliega un movimiento
de renovación de la entera y desgastada maquinaria de gobierno.
Las incertezas que acompañan cada paso de este camino
no son, sino, una prolongación del mismo problema que se planteaba con toda
radicalidad ya en el 2001: ¿cómo “profundizar el cambio” si se continua
aferrado a la forma y el tempo de continuidad? Y si la decisión fuera
profundizar los cambios, ¿cómo administrar la tendencia a la concreción de esa
virtualidad política que es el partido de
los movimientos?
Estas dos cuestiones, entre las que navega quizá desde
siempre el kirchnerismo, vuelven a plantearse con más fuerza que nunca de cara
al año 2015.
Fue mi amiga Rosa Lugano quien mejor vio al
kirchnerismo como posposición continua de este virtual (la hipótesis de
gobierno de los movimientos) en torno a una cláusula contractual inapelable: el
uso del lenguaje de los derechos debe
okupar el sitio preciso en que podría activarse la potencia (“destituyente”) de
las organizaciones.
Ahora bien: esta virtualidad política de los
movimientos está bloqueada por la imposibilidad de resolver un problema interno
de la potencia: el de la decisión. La
imposibilidad de responder de modo directo a esta exigencia práctica de los
muchos es la que hace que los cuerpos se orienten a la mediación, al lenguaje
de los derechos, a unas instituciones que adoptan la potencia de los
movimientos como materia subordinada, siempre “pre” política.
Como sabemos, la democracia,
cuanto más democrática es, más compleja de gobernar resulta. Se suele creer
equivocadamente que la agenda de los movimientos es anacrónica y válida sólo para
los estudiantes chilenos, los movimientos egipcios o los indignados españoles (que
aun viven en la prehistoria neoliberal), pero no para nuestra avanzada realidad
política.
Esto no es cierto. Hay una contemporaneidad
fundamental de todos aquellos movimientos que, en contextos diferentes,
experimentan modos de decisión colectivas. ¡No hay chances de participar de
esta búsqueda si vamos a aferrarnos a un evolucionismo tan abstracto!
Más bien, es cierto lo contrario: solo quienes estén
dispuestos a emprender un movimiento involutivo,
desde la efectividad actual hacia aquella virtualidad presente pero bloqueada,
podrá traspasar el límites de las mitologías que pueblan la comprensión actual
del presente.
Evolución o involución constituyen los términos del
dilema de hierro en que entra esta democracia abismal. O, en otro términos: si del
2001 a la fecha el problema del gobierno –y de la decisión– se resolvió partir de la subordinación a un liderazgo ajeno
al lenguaje y la agenda de los movimientos, ¿cómo se plantea el problema de la
comunicación entre gobierno y movimientos en la fase que viene?
Proyectemos. Dada la incapacidad actual para gobernar
a partir de la potencia directa de los movimientos, la fase que viene puede ser
democrático-liberal (fin del
kirchnerismo) o bien monárquica
(golpe institucional kirchnerista).
Es claro que para mantener viva la novedad política
del proceso en curso hay que bregar, sin vacilaciones, por esta segunda opción:
la monárquica. Un golpe tal revivificaría incluso físicamente a los movimientos
y acabaría por desbaratar la última tentativa de quienes tienen por enemigos
políticos a los movimientos (o incluso a los fantasmas de los movimiento).
La posibilidad de un gobierno monárquico tiene entre
nosotros un gran respaldo (a) histórico:
se sabe que el General Manuel Belgrano era partidario de una monarquía inca; (b) político-institucional: el monarca no
“decide” nunca por sí mismo sino que tiene por función disponer de su poder como
condición de posibilidad y rostro emblemático de un proceso decisorio
distribuido, sin que las corporaciones puedan bloquearlo a partir de disposiciones
constitucionales y (c) subjetivo: el tipo de legitimidad que hoy encarna la
figura de Cristina, es intransferible, y su relación con los movimientos tensa
el sistema jurídico liberal.
Lo que propongo no es una irracional vuelta a un
principio cristiano del mando divino, sino todo lo contrario: un maquiavelismo de la autonomía a cargo
de los propios movimientos. El paso por
la monarquía es el último paso de la transición –y de aprendizaje no mediado–
hacia la decisión desde abajo y el gobierno de los movimientos. La tarea es
clara: completar la transición que se inició en 2001: ¡De la monarquía anárquica a la anarquía coronada!
Nuestro
principal inconveniente no es sólo que contingentes enteros de los movimientos no
kirchneristas están desanimados y ya no confían seriamente en su propia
vigencia política, sino que los propios movimientos del kirchnerismo se han
vuelto ellos mismos liberales creyentes (y por lo tanto buenos cristianos).
Nada es más urgente, por lo tanto, que convertir la actual presión política a
favor de la re-relección (que la constitución actual bloquea) en una resolución
constitucional a favor de la monarquía.
No estoy preparado para discutir el detalle del diseño
institucional. Pero es seguro que Eugenio Zafaroni se apura al proponer una
orientación parlamentarista para la constitución. Piensa el modelo ideal y no
cómo transitar subjetivamente a una democracia efectiva.
Si, en cambio, puedo anticipar dos tipos de
objeciones. La de los kirchneristas liberales, preocupados por el orden
jurídico, a los que los invitamos a que aprendan de Paraguay. Y la de quienes
se tomen al pie de la letra el carácter incaico de la monarquía que Belgrano
propusiera en su momento: a ellos les decimos que hay que partir de lo que hay.
Si el golpe se pusiera en marcha efectivamente, pues,
no dudaríamos en proponer que la última fase de la monarquía, aquella en la que
la democracia absoluta se hiciera posible, estuviese gobernada por un compañero
o compañera surgido de las luchas del Bajo Flores o de Liniers: después de
todo, la democracia absoluta, como la monarquía india, no sabe nada de clases
sociales ni de confines nacionales.