¡Setentistas somos nosotros!

Por Juan Pablo Maccia


Nacidos en los setentas, años de la guerra y de terror, enfrentamos una situación que tiende a presentarse como post-represiva: ¿han quedado tan atrás los años de plomo?, ¿vivimos tiempos pacíficos en lo individual y en lo colectivo? Se verá que no pregunto por preguntar, sino como modo de entrarle a un quilombito que se las trae.

Digo, sería un alivio para nosotros –como generación- poder abandonar nuestro estilo ético-cognitivo constituido íntegramente al calor de la postdictadura (contra la impunidad, el autoritarismo, el neoliberalismo) y dedicarnos a disfrutar de este tiempo al que respetados espíritus de la región llaman –óigase bien- “post-neoliberalismo”, palabra que en el desgastado lenguaje de las ciencias sociales refiere a algo así como una transición (de ahí el “post”) hacia un nuevo tipo de democracia social más plena que según quien la bautice puede sonar a “socialismo del siglo XXI”, “Revolución Ciudadana” y, más acá, “Crecimiento con inclusión”.


Quilombito post-represivo

Preocupa, creo que en esto hablo por todos, cierto tufo que se viene armando por lo bajo – en nuestro país, por lo pronto- y que de ningún modo puede asociarse a dificultades tan menores como lo es la existencia de una cierta objeción social a la figura de la presidenta; o a eso que sensibilidad progre llama lamentosamente la “fragilidad” de las conquistas. Intento hablar en serio. Me refiero a un mar de fondo que concierne al “modelo” de acumulación (soja, mega-minería, extractivismo, etc), así como a la matriz o régimen de consumo (imaginaria y tecnológicamente dependiente de lo peorcito de nuestro “occidente”), hablando mal y pronto, a la pervivencia y renovación de un cierto tipo de neoliberalismo –bien aceitado con mecanismos financieros- que se despliega con vitalidad envidiable en el nivel de los hábitos y las estructuras, y que tiende a la corta a competir con los valores que predominan en el nivel del activismo social y político.

Tengo la impresión de que nuestra generación debe aún aclararse un poco los tantos. Quizás por ser la única “otoñal” entre dos generaciones “primaverales” (la juventud del 73, y la que entró en la política con la muerte de Néstor), hemos sido demasiado tímidos a la hora de contar nuestra historia, de inspeccionar la calidad de nuestros recursos. Asunto que en sí mismo sería de poco interés si no fuese porque –he aquí el punto- nos toca a nosotros asumir en este momento exacto de la historia (digamos, desde hace algo más de una década) un rol protagónico en la gestión de esto que a falta de “categorías” adecuadas llamaré por ahora “quilombito pos-trepresivo”.

Las cosas por su nombre

No voy a gastar pólvora en chimangos; no me interesan las disputas de identidad. Sólo intento despejar lo esencial de un largo malentendido. La generación que tuvo en el ´73 su glorioso ingreso en la política y después terminó como terminó, esa de la que no dudamos en cuanto a su capacidad de entrega (aunque es evidente que se pasaron un poco de rosca), esa generación que haciendo de sí misma una leyenda pesó sobre nosotros como un mito difícil de llevar, esa generación digo, no hay vuelta que darle, se adentró en la década de los setentas ya “hecha” (con familia y todo); esa generación, señores, no merece ostentar el  nombre de “setentista”, porque llegaron a esa edad toditos adultos, jóvenes, de acuerdo, pero jóvenes “adultos” o, para buscar una fórmula que nos cierre a todos, llegaron como jóvenes-con-conciencia-política.

El problema, insisto, no es de identidad, sino que concierne a cómo se cuentan estos últimos treinta años de política argentina. Si se trata, como la cuentan ellos, de una política que confiaba en el sujeto como conciencia y en la guerra como estrategia o si, como creo evidente, nos hace falta otra narración.  Como verán el asunto se las trae. Nos toca a nosotros, quienes nos alimentamos de todo lo que había sobre la escena (y no de la parte que cada quien quiere recordar ahora), los auténticos “imberbes” (biológica y culturalmente), tomar la palabra.

Años de formación

De a poco me hago entender, espero. Interesa remarcar, sobre todo, que la generación de los setentas (que es la nuestra) no nació a la política apasionada con los fierros, Cuba, la patria o socialismo, sino agobiada bajo el peso de la palabra “desaparecido”.

Sentí ese estupor por primera vez en el invierno del '81, bastante antes de Malvinas. Sabíamos -primos, hermanos- que Videla era un “dictador” y que la fiesta del 78 -que festejamos a full- había sido oscura. Eran los saberes que nos transmitían los adultos más próximos, no eran experiencia.

Nuestro encuentro con la historia no tuvo épica (dadas las circunstancias, fue lo mejor que pudo pasarnos). Tampoco cobardía, que se entienda. No es tanto el miedo lo que nos caracterizó desde un principio, como el exceso de conciencia. Nuestro tema no fue la guerra sino los efectos de realidad del terror. No es  la nuestra una generación cínica –como algunos dicen- sino pegada al cálculo de la catástrofe. Si cabe hablar de una temprana politización, no hay que representarse nada parecido a una formación ideológica, sino más bien un colonización forzosa de nuestros inconscientes.

¡Qué historia!

La derrota del peronismo del 83 incluyó a parte de la izquierda (por lo menos al PC). Para muchos hijos de aquellos militantes la alegría fue módica: festejar la democracia sin creer en el nuevo gobierno que luego del 85, y a pesar de los juicios a las juntas, comenzó a derrapar, en el 87 –cuando empezábamos a militar- nos vino con el cuento de la obediencia debida.  

El 89 fue un desastre. Crisis del sandinismo, carapintadas, declive de la URSS, toma del cuartel de la Tablada, hiperinflación y saqueos. Los adultos más próximos votaron por Angeloz. Nosotros festejamos el retorno del peronismo (“los desaparecidos habían sido peronistas”, asique ahora…). Aunque la cosa duró menos que un suspiro: indulto más privatizaciones igual consentimiento del pueblo peronista al programa de la dictadura. Si quedaban mitos, resquicios esperanzadores en los pliegues de la historia, pues, a despedirse de ellos lo más rapidito que se pudiera.

Nuestro aprendizaje elemental fue de lo más sintético: la economía era el hueso duro de roer, el corazón mismo de un poder político que, si la cosa se pone espesa te hace “desaparecer”, y luego andá a cantarle a Gardel, o a dar vueltitas toda tu vida los jueves 15:30hs a la plaza de mayo. Sin espacio moral para la transacción, nos hartamos bastante rápido del sonido de esa voz -“democracia”- en boca de tanto hipócrita. 

La impotencia contenida estalló durante el año 2001 y por fin pudimos mandar a todos, y a toditos, bien a la mierda. La disfrutamos como nunca. Si los veíamos venir los reventábamos, a progres y a no progres. Ni miedo ni impotencia: ¡a ver quién se nos anima! En esos días sólo creíamos en nosotros. Y nos arrodillábamos, a lo sumo, ante las viejas de la Plaza de mayo. (¿Se acuerdan cuando el entonces Presidente Adolfo Rodriguez Saá recibió a Hebe en la rosada, chocha ella?).

Somos gobierno

En el 2003 llegamos al gobierno. No digo nosotros, que ni queríamos enterarnos, sino nuestro lenguaje, nuestras percepciones, nuestro estado de ánimo. Se oficializó nuestro protagonismo, sin que nos avisen en qué ventanilla cobrar.

El kirchnerismo se hizo fuerte en nuestra historia agregándole algo que nosotros habíamos aprendido a repudiar (y por eso los que llegaron fueron ellos): el amor al poder (de la guita, del estado, de la bajada de línea). Y fue así, desde nuestros afectos, nuestras añoranzas y nuestras frustraciones que armaron lo que armaron desde la (casi) nada. Recuerden sino el acto de la Esma. Ahí estuvo Kirchner el político, ganando con casi nada al pedir perdón desde el estado, no a sus compañeros de militancia (¿qué compañeros?) sino a nosotros, a la-generación, por el hecho de habérsenos hecho entrar a la historia por el lado trágico.

Kirchnerismo de cuarentaypico

El kirchnerismo es básicamente eso, no vale la pena buscar mucho más. Nos dispuso bien, digamos, pero aflojó nuestro sistema de alertas y adormeció nuestra matriz cognitiva, esa desconfianza natural al modo en que el poder presenta las cosas, ese instinto que a pesar de todo se manifiesta en nosotros cada vez que nos cuesta entregarnos de cuerpo entero a las simplificaciones que parecen alimentar, tan pavotas ellas, el espíritu de nuestros mayores y (hay sorpresa) también la de nuestros menores.  (Y ojo que no critico, hace bien la presi dale que dale, meloneándose a pibas y pibes; más de un acierto la asiste, y nula competencia en el horizonte).

Vuelvo a la cuestión de los reflejos generacionales, a la que no le cabe festejar tan a fondo como podría los triunfos, que padece del mal incurable de la suspicacia, y que no ha tenido otro momento de furor violento–no sé si Abal Medina, Bossio y Massa compartan esto- en el 2001; a ella le pregunto qué camino ha de tomar, si aquel que sería más fiel a su carácter habituado a encontrar en toda situación gato encerrado, y dramas profundos, o aquel  otro sendero balizado por educación política a la que ha sido sometida estos últimos años por la retórica de la época.

El corazón del enigma refiere a la dictadura. ¿Conjugamos su existencia en tiempo presente y nos dedicamos a perseguir su pervivencia hasta el último rincón de sus metástasis (en los medios, en la semilla transgénica, en las bandas narco-policiales que asolan los barrios, en la pobreza estructural, en la tendencia de la tierra, en la matriz de las tecnologías y en los hábitos de consumo) o empezamos a vivirla como parte de un pasado ominoso que comienza a quedar atrás, como obstáculo y restricción a desmalezar en un camino cuyas contradicciones precisan ser tratadas a partir nuevas sensibilidades e ideas? 

Última vuelta

No sé si llegué a hacerme entender. La cosa no pasa por elegir (ojalá la cosa fuera tan sencilla) entre permanecer fiel a nuestro designio generacional (ser ante todo “anti”), o bien abjurar de nuestras marcas para asumir, dóciles, la potencia retórica de un presente enteramente optimista, sino encontrar posibilidades más dignas a nuestro destino.

En el momento en que logra conjugar bajo el sello de la militancia setentista las ilusiones políticas de al menos tres generaciones (nuestros mayores y su gusto por las batallas; nuestra propia pulsión por identificar y eludir los efectos del terror; y los mas pibes que buscan recoger banderas protagonizar este presente), el kirchnerismo enfrenta un desafío que proviene del exterior de la subjetividad política misma. La revivificación del corazón creyente de la historia, y la codificación entera de lo social por las exigencias de la politización alimenta por lo bajo a su contrario, una vitalismo de la mercancía, un neoliberalismo-popular, territorial y gozoso que subsiste y se desarrolla beneficiado por el “modelo” actual, pero sin conexión alguna con los códigos de las militancias.

Toda pregunta es esencialmente una trampa, y responderla es aprender a sortearla: ni el terror fue superado, ni se puede decir que persista sin más. ¿Cómo enfrentar este desemboque inesperado de lo político en lo “runfla”? Congelar, necios, nuestras marcas así como abjurar, inocentes, de ellas supone una misma impotencia ante nuestro destino. ¿Cómo negar que los saberes militantes sólo se revalidan en la cancha más amplia de a regulación de nuestras vidas? Llegados a la cima del tobogán de la lengua de la política tal y como la hemos heredado sólo podemos aspirar al vértigo de la caída. Pero destino no es fatalismo. La diferencia es profunda: el destino es un juego de desplazamientos.