Sexo y política en Lugano
Por Marcelo Laponia
A partir de una involuntaria recomendación
de mi viejo camarada Diego Valeriano he seguido con el mayor interés las tesis
presentadas por Rosa Lugano en estas mismas páginas, así como las polémicas que
éstas han generado entre sus sagaces lectores. A contracorriente de la
tendencia politicista dominante en este tipo de intercambios,
voy a enfatizar una perspectiva otra desde la que interpelar lo que se juega en
estas escrituras vinculadas al peculiar momento político que estamos
transitando.
Y lo hago a partir de la preocupación que
me causa la “desatención” con las que son tratadas las cuestiones vinculadas al
deseo y a la sexualidad en los debates que se vienen auspiciando. Como parte de
una generación que vivió en carne propia la represión cultural y política (que
son, obviamente, casi la misma cosa) no puedo sino llamar la atención sobre el
riesgo –muy real a mi juicio– de insistir con un lenguaje irónico y un tono
cínico que no hacen más que reproducir una cultura de muerte y de desapego
afectivo que ya de por sí domina en la gramática de los grandes fenómenos de
comunicación. Pero, ¿cuál es la tonalidad específica de nuestra generación?
¿Sobre qué signos –o sobre qué sentidos– se afianza?
El recordado Juan Pablo Maccia –a quien
lamentablemente no he llegado a conocer más que por sus luminosos textos–
escribió hacia el final de su vida sobre la fundamental cuestión de la represión en relación con las distintas
generaciones. En ese sentido, los más jóvenes parecen vivir el fin de la
violencia política ejercida por el Estado como una liberación absoluta. Sin embargo, no parece indagarse
lo suficiente sobre el tipo de terror que produce el poderoso régimen
neoliberal de circulación de las mercancías.
La circulación mercantil es, ante todo, un
régimen de enunciados (Lacan lo llamaba el “discurso del Amo” o del
“Capitalista”). Un régimen de enunciados y una disposición de los cuerpos y de
las almas. Una reorganización de las voluntades y de las energías sociales e
individuales. Es así como un nuevo tipo de servidumbre voluntaria comenzó a
difundirse, sobre todo, entre los más jóvenes como resultado del proceso
mediante el cual el capitalismo neoliberal aprende a ligar las búsquedas de un
plus de goce con la máquina de la producción/circulación de mercancías. Y todo
en nombre de valores tales como la libertad, la autenticidad y la creatividad.
Este es el sesgo del Nuevo Amo.
¿Qué nos muestra la maquinal escritura de
la bella Rosa sino, justamente, la impotencia del sujeto crítico –de la
subjetividad política– ante la imposibilidad de “tomar el poder” de un destino
colectivo orientado al goce de las multitudes? Melancolía pura. El objeto
perdido no es sólo el de la política revolucionaria, sino el mismo discurso del saber –decía Lacan– universitario.
Los lectores de Lugano malentienden lo que
está en juego cuando le piden, no sin cierta candidez, “ejemplos y
demostraciones” a fin de hacer más consistente y persuasivo su discurso del
saber. La malinterpretan cuando la creen decepcionada de un ideal estatal-desarrollista
o cuando le espetan un izquierdismo abstracto que bordea lo reaccionario.
Malheridos por una espina de su pétalo, equivocan el camino (porque lo
sobre-politizan). Pues lo que se afirma en los textos de Rosa Lugano es la
lógica femenina del No-Todo (que de Lacan a Adorno constituye
un modelo potente de racionalidad contra la consistencia de lo
fal(s)o-universal).
La escritura de Lugano (como ya
evidenciaba hace mucho tiempo en sus maravillosas polémicas con Maccia) hace
del discurso político una ocasión para desmontar esa totalidad ilusoria que
sostiene la coherencia discursiva de lo político, junto a un irrefrenable deseo
de huida. Es notable que los lectores que intervienen en la polémica no hayan
destacado lo que a mi juicio es la gran enseñanza de esta aguda pensadora: el vínculo entre poder pastoral y sexualidad en la Tesis 11 (al margen, es demasiado obvio,
Rosa, incluso infantil, el juego con aquella tesis 11 sobre Feuerbach en la que
Marx llama a la praxis transformadora).
No pueden clausurarse estas reflexiones
sin atender –aunque sea de modo sucinto– a los artículos de mi compadre Diego
Valeriano. Con los matices del caso, creo que no se llega a apreciar tampoco
aquí el papel jugado por el elemento sexual en lo que creo es, esencialmente,
un discurso del deseo. Valeriano, lo conozco bien, es un perfecto perverso, en
la medida en que su tentativa es la de destruir toda nostalgia crítica: esa a
la que Lugano se apega para agujerear el Todo, para re-investir una
realidad-Todo, afirmándola por entero y, a la vez, apaciguando lo que en ella
hay de siniestro para revestirla de “vitalidad”. La fórmula principal, la
insigne Vida Runfla, positiviza (masculiniza) y arma plenitud donde
Rosa Lugano ubicaría la inconsistencias.
Los textos de Valeriano hablan de otro
modo hasta constituirse en un intento de “fuga hacia adelante” (y no de
repliegue o de huida hacia otra lógica): renuevan la realidad como fuente de
goce. Su fuerza proviene del gesto viril de poner el pecho
a la frustración narcisista (un intento de enmascarar la herida subjetiva,
en medio la melancolía generalizada). Valeriano es una máquina libidinal
de re-investimento sobre “todo lo que existe” (una versión
potente de aquel viejo y deprimente “es lo que hay”) sobre fondo de un mundo
des-erotizado, en el que escasea el vigor como
rasgo estratégico de constitución subjetiva.
La astucia de Valeriano –su singular
“perversión” – consiste, pues, en violentar los puntos de apoyo de la
subjetivación crítica, acudiendo para ello a una –demasiado
voluntarista, a mi juicio– hipostación de la “vida”. El famoso vitalismo del mundo
runfla: el consumo “libera” en la que se pierde lo rico –el
No-Todo– de la operación de subjetivación: el
corte que distancia y reorganiza las fronteras entre vida y
lenguaje. No es sino la fragilidad en la que se mueve quien palpa y hace mundo
en la inconsistencia de las cosas del mundo.
Esta subordinación sutil de lo simbólico a
lo real tiene por meta eliminar el momento propiamente vaginal de la política. Borrar toda hendidura
en lo real, todo no saber del lenguaje. Tal forzamiento (sin duda una vil violación) es
lo que hay que desmontar. Su tarea apunta a dar por ya-hecho lo que la operación subjetiva
debiera justamente poner en juego. Es la coartada última del
perverso: la geni(t)al operación de Narciso-herido que hace del
ultravitalismo el borramiento final de toda política femenina (de un goce
no conocido).
Como se aprecia, lo que importa tras la
apariencia del discurso político es la diferencia sexual. No quisiera excederme
con el análisis emprendido. Continúo fiel al principio según el cual toda
interpretación fuera de situación –terapéutica– equivale a una agresión. Sólo
quiero indicar que los textos de Rosa Lugano (en contraposición con los de
Valeriano), leídos como una política del deseo,
dan en la tecla al permitirnos comprender nuestro presente en torno a
la reanimación del “nombre del Papa”; así como nos permiten acceder a
lo que se juega en la escena política fundamental de
nuestro país en la cual una sensual-mujer-presidenta debe resistir los
embates de un Padre cuya debilidad fálica lo conduce a sobreactuar un
amor puramente espiritual.
Y, ya lo dijo Rozitchner, no es joda la
figura del Padre que oculta su impotencia castrando a sus hijos: no
es otra cosa que lo social afectando de castidad a las diferentes
figuras del mundo político y penetrando con su mortífera vocación
patriarcal a los pobres, esos sujetos que se han dedicado a gozar de
estos años consumo y que hoy se intenta convertir –vía castración del
espíritu– al amor-asexuado.
Creo que no debiéramos dejar pasar la
ocasión para repolitizar la dimensión sexual del deseo que las militancias
políticas –ellas mismas eunucas– debieran promover.