Los límites de la justicia: la muerte
Por Sebastián Stavisky
En varios de sus escritos sobre la
biopolítica, Foucault sostiene que el límite más allá del cual el poder sobre
la vida se muestra impotente es la muerte. Aunque nos quede el consuelo de
haberse podrido estando en naca, algo de ello nos dice la muerte de Videla. ¿O
acaso más de uno, deseándole el infierno, no hubiera querido que el castigo
fuera eterno?
Como
muchos, me enteré de la muerte del genocida por facebook. Lo primero que leí
entonces del hecho fueron comentarios tales como “se murió un hijo de puta”,
“que se pudra en el averno”, “que en paz no descanse”, “que responda su
cadáver”… además de incontables expresiones de alegría –no exentas, en algunos
casos, de cierto ridículo gesto de culpa- e invitaciones al descorche.
La lucha de
las Madres, Abuelas, HIJOS y demás organismos de derechos humanos por castigar
a los milicos del modo en que se castiga a cualquier persona que haya cometido
un delito –cárcel común-, sin hacer aquello que vaya a saber qué impertérrito
súper-yo impide –justicia popular-, es y seguirá siendo fuente de sobrado
orgullo. Y no porque crea la ejecución de un acto vindicatorio, al que varios
nos hemos sentido tentados más de una vez –y, mal que nos pese, ya no podremos
cometer-, nos iguale con los responsables de un genocidio (de lo cual no puede
jactarse el mal hijo de vecino que por robar una gallina fue condenado a
despertarse con el hedor que emanaba el cuerpo del viejo pudriéndose cerca
suyo).
La muerte
de Videla, como antes las de Massera, el Malevo Ferreyra –de quien se podría
decir hizo justicia por mano propia-, Martínez de Hoz y tantos otros que ahora
no recuerdo, nos invita a pensar sobre el pronto fin –¿punto final?- de los
juicios. La generación de genocidas se nos va al tarro. El ciclo de la vida
pronto nos regalará el día en que ya no tengamos milicos a quién juzgar.
¿Podremos decir entonces que se ha hecho justicia? ¿Podremos celebrar que
nuestros hijos crezcan en un mundo sin genocidas?