“Anotá ahí: yo no soy nadie"
por Peter Pal Pelbart
Slavoj Zizek reconoció en “Roda Viva”
[programa de entrevistas de la TV pública de São Paulo] que es más fácil saber
lo que quiere una mujer, jugando con la “boutade” freudiana, que entender a Occupy Wall Street.
No es diferente con nosotros. En vez
de preguntar lo que “ellos”, los manifestantes brasileros, quieren, tal vez sea
el caso de preguntar lo que la nueva escena política puede desencadenar. Pues
no se trata nada más que un cambio de escenario –del palacio a la calle–, sino
de afecto, de contaminación, de potencia colectiva. La imaginación política se
destrabó y produjo un corte en el tiempo político.
La mejor manera de matar un
acontecimiento que provocó una inflexión en la sensibilidad colectiva es
reinsertarlo en el cálculo de las causas y efectos. Todo será tachado de
ingenuidad o espontaneísmo, a menos que dé “resultados concretos”.
Como si la vivencia de millones de
personas ocupando las calles, afectadas en el cuerpo a cuerpo por otros
millones, atravesados todos por la energía multitudinaria, enfrentando embates
concretos con la truculencia policial y militar, inventando una nueva
coreografía, rechazando los autos con parlantes [típicos de las movilizaciones
de “aparato”], los líderes, pero al mismo tiempo arrinconando al Congreso,
poniendo de rodillas las alcaldías, mezclando el guion de los partidos – ¡como
si todo eso no fuera “concreto” y no pudiera incitar procesos inauditos,
instituyentes!
¿Cómo suponer que tal movimiento no reata
la multitud con su capacidad de sondar posibilidades? Es un fenómeno de
videncia colectiva –se ve lo que antes parecía opaco o imposible.
Y vuelve la pregunta: al final, ¿qué
quiere la multitud? ¿Más salud y educación? ¿O eso y algo todavía más radical:
otro modo de pensar la propia relación entre la libido social y el poder, en
una clave de horizontalidad, en consonancia con la forma misma de las
protestas?
El Movimiento Passe Livre con su pauta restricta, tuvo una sabiduría
política inigualable. Supo hasta cómo gambetear las trampas policiales de
periodistas que querían revolver en la identidad personal de sus miembros
(“Anotá ahí, yo no soy nadie”, decía una militante, con la malicia de Odiseo,
mostrando como cierta desubjetivación es condición para la política hoy.
Agamben ya lo decía, los poderes no saben qué hacer con la “singularidad
cualquier”).
Pero cuando derribaron el portón de
la calle, muchos otros deseos se manifestaron. Hablamos de deseos y no de
reivindicaciones, porque estas pueden ser satisfechas. El deseo colectivo
implica inmenso placer de bajar a la calle, sentir la pulsación multitudinaria,
cruzar la diversidad de voces y cuerpos, sexos y tipos y aprender un “común”
que tiene que ver con las redes, con las redes sociales, con la inteligencia
colectiva.
Tiene que ver con la
certeza de que el transporte debería ser un bien común, así como el verde de la
plaza Taksim, así como el agua, la tierra, Internet, los códigos, los saberes,
la ciudad, y de que toda especie de “enclosure”
es un atentado a las condiciones de producción contemporánea, que requiere cada
vez más el compartir libremente lo común.
Volver cada vez más común
lo que es común –otrora llamaron eso de comunismo. Un comunismo del deseo. La
expresión suena hoy como un atentado al pudor. Pero es la expropiación de lo
común por los mecanismo de poder que ataca y empobrece capilarmente eso que es
la fuente de la materia misma de lo contemporáneo – la vida (en) común.
Tal vez otra subjetividad
política y colectiva esté (re)naciendo, aquí y en otros puntos del planeta,
para la cual carecemos de categorías. Más insurrecta, de movimiento más que de
partido, de flujo más que de disciplina, de impulso más que de finalidades, con
un poder de convocatoria nada común, sin que eso garantice nada, menos que
menos que ella se vuelva el nuevo sujeto de la historia.
Pero no debe subestimarse
la potencia psicopolítica de la multitud, que se da el derecho de no saber de
antemano todo lo que quiere, incluso cuando vuelve enjambre al país y ocupa los
jardines del palacio, porque sospecha que no tenemos fórmulas para saciar
nuestro deseo o apaciguar nuestra aflicción.
Como dice Deleuze, hablan
siempre del futuro de la revolución, pero ignoran el devenir revolucionario de
las personas.