La caída de los dioses: un ex candidato, una película

por  Pablo E. Chacón


La noticia de la dimisión a la carrera presidencial en Chile de Pablo Longueira, líder de la derechista Unión Demócrata Independiente (UDI), a causa de una depresión clínica, acaso no sorprenda tanto si quienes manejan algunos medios de comunicación trasandinos conjeturan (como han hecho) que en el próximo enfrentamiento con la ex presidenta Michelle Bachelet, nadie cuenta con la posibilidad de superar a la socialista, que podría ganar sin necesidad de llegar a un ballotage, aunque su rival sea, como es ahora, otra mujer, la actual ministra de Trabajo, Evelin Matthei.

Pero también podrían pensarse otras cosas. Al parecer, Longueira sufrió, años atrás, dos crisis depresivas que lo sacaron de cuadro. El hombre, recuperado, volvió por sus fueros, tomó el control de su partido y ganó la candidatura. Pero perdió pie otra vez y al frente de la presidencia de un país, en el supuesto de ganar, correr el riesgo de una recaída no se resuelve con una carpeta psiquiátrica. Por lo demás, Chile es un país más vinculado a la tradición anglosajona que francesa en el campo psi, y sus políticas no sólo han fomentado una competencia muchas veces disparatada en todas las áreas sino que los supuestos déficits de rendimiento o de conducta suelen arreglarse antes que con curas por la palabra -cualquiera sea- con medicación o diversas variantes de la autoayuda (y medicación). Siempre al alcance de la elite dedicada a los negocios, la política o las artes. Los socialistas tampoco consiguieron formar una clase media consistente.

Si en la mayor parte de los países de Occidente, el fascismo social es moneda corriente, la sobreexigencia, en un contexto de crisis global, puede explotar bajo la forma de una depresión. Sin embargo, la práctica política exige nervios de acero incluso desde mucho antes que un tiempo de ansiolíticos y antidepresivos fuera el precio a pagar por una cuenta en Suiza y un montón de jovencitas ambiciosas. Winston Churchill era un depresivo crónico pero jamás cedió durante la segunda guerra mundial. La pregunta que hago es qué está pasando hoy día para que episodios de esta naturaleza sean cada vez más habituales, y no creo que la presión de los laboratorios farmacéuticos y la mímesis humanista que empuja a alguien a dedicarse a la política profesional sean la respuesta. El animal humano está reblandecido porque el caparazón que lo protegía se quebró junto con las ideologías y proliferó la demagogia, la falta de curiosidad y la servidumbre voluntaria. Supongo se entienda esto como una hipótesis.

Nani Moretti, convertido en psicoanalista, entra al Vaticano de urgencia porque el recién electo Sumo Pontífice no puede ni asomarse a la ventana, atravesado por una angustia incontrolable que los seguidores de las terapias cognitivas bautizaron ataque de pánico. La película se llama Habemus Papa, y el flamante titular de la Iglesia de Pedro es Michel Piccoli, que no sabe qué le pasa, aterrorizado como está, tanto que no se anima a cumplir la parte más banal del protocolo. Es un hombre en falta, como todos los hombres. Pero sobre él pesa la infalibilidad y otros dogmas que han hecho del catolicismo una religión del Padre, mesiánica a su manera pero que para esta época, para continuar dominando la escena, pide a los gritos un regreso al populismo, como para no caer presa del evangelismo o del ecumenismo de los buenos padres que transgresores, permitirán a sus hijos aplastar la autoridad y participar de la industria del reviente. El Papa de Moretti no tiene respuestas a la caída de la figura paterna y no sería capaz de condenar a la homosexualidad, la eutanasia, la toxicomanía o la idiotez de los falsos ídolos. Piccoli no es el Papa de Hitler, tampoco el de Godard. Es un tipo que padece una soledad enorme, capaz de reprimir su deseo de convertirse en actor y no decirlo ni hacerlo hasta que una crisis espiritual arrasa con sus trincheras.

Si eso tiene algo que ver con la felicidad, quedará para otro día.