Los que desertan y los que lloran

por Juan Pablo Maccia



El PASO del tiempo

Durante la noche del 11 de agosto, mientras nos enterábamos de los resultados electorales, tuve un inesperado intercambio de mensajes de texto con mi prima Laura. Amargado, le escribí: “Vamos a volver a tirar piedras en las calles”.  Ella, particular combinación de militancia kirchnerista y dialéctica negativa a la Adorno, respondió: “Ni eso. Las cosas van a ponerse tan mal, que vamos a tener que retirarnos en los jardines epicúreos de la filosofía”.

Dicho y hecho. Tras las PASO, no tardo más de quince minutos en leer los principales diarios nacionales. Se ha reducido de igual modo mi conversación política con amigoxs y compañerxs. Nos son los “destituyentes” los que avanzan, sino el efecto “disolución”.

No me refiero al agotamiento del Frente para la Victoria, sino al fin de una ilusión, del sueño revolucionario, a esta altura inconfesable, que se ha evaporado al contacto con el más elemental dato de la realidad: la simple vigencia de la letra que reglamenta la reelección presidencial.

El contenido político real de esta última década, a la luz de las PASO, es el restablecimiento del horizonte liberal de la política argentina.

Esta simple verdad, espontáneamente descubierta por una parte importante de las militancias, desencadena el mismo efecto de terremoto que en su día tuvieron los más sorprendentes gestos del kirchnerismo.

Lo que entonces fascinaba, hoy nos debilita. Faltó entonces la construcción propia, la llegada meritoria. Esa misma carencia de épica en el inicio se acentúa en la retirada. Los “pibes para la liberación” (con los que se intentó suplir la falta de epopeya previa)  se fueron convirtiendo en meros soportes (“vengo bancando este proyecto”).

La apelación a la historia nacional reciente no pudo resolver por su cuenta lo que no supimos los militantes resolver por la nuestra. Y vemos los resultados: la reconciliación de las fracciones del peronismo que se mataron luego del 73 retorna ahora como “comedia”, representada en personajes tan farsescos como Insaurralde, Massa y Cabandié.

Ya lo avisaba, hace más de cientacincuenta años, Carlos Marx en su “18 de Brumario”: el drama histórico se lee también en el modo en que los protagonistas tratan el pasado. Y las revoluciones que sacan a pasear a sus muertos solo para aturdirse en relación con sus reales contenidos históricos acaban en eso, en farsa.

Algo de eso se dejó entrever de modo involuntario en París, hace ya unos cuantos meses, cuando la presidenta le explicaba a Sarkozy que el peronismo se emparentaba con el Emperador Napoléon Bonaparte sin advertir que el peronismo fue caracterizado por ciertas izquierdas como bonapartismo en referencia a la mediocridad del sobrio y a la magnificencia del tío.

Ya quisiera yo que todo esto fuese una pesadilla.

Cretinismo universitario…

Cuando cambia la composición de los afectos de una sociedad, cambian inevitablemente los modos de recordar. No dejo de preguntarme qué será de nosotros cuando la vapuleada retórica de los derechos humanos caiga en desuso.

No hace falta un gran esfuerzo, de hecho, para comprender cuál es el mísero negocio de quienes, hace semanas nomas eran sinceros progresistas-K, y posan ya como ingeniosos quemados, de vuelta de todo: la gestión cruda (es decir, desprovista de toda literatura) del mundo del consumo.   

Leo los diarios para salir de mi aturdimiento, ¿qué hay de nuevo entre quienes se oponen a las políticas de la última década? Reparo en un título presumiblemente alentador: una tal Claudia Hilb, investigadora universitaria,  se presenta en el diario La nación como “socióloga militante de izquierda” (leo con atención, quién te dice, alguna vez los intelectuales de izquierda de nuestro país pueden llegar a servir para algo).

Me entrego bien dispuesto a la lectura, implorando a la providencia no estar frente a un nuevo caso Leis. Y no, la señora Hilb no se le parece mucho (aunque en cambio se nota que le admira, sin nombrarlo). Pero es diferente. En primer lugar, Hilb no es realmente una mujer marcada por las luchas de los años setentas. O sí, pero en un sentido inmediatamente reactivo. Se le nota forzada la declaración de admiración por aquellos años “plenos” de “ideales” que odia y contra los cuales escribe. Nada grave, esos gafes “kiosqueriles” se le perdonan a cualquiera. 

La segunda diferencia es su pasión auténtica por Alfonsín y esa mojigata inocencia de los años ochentas (es impresionante como garpa en la academia ese halo aséptico y políticamente ingenuo).

Se sabe lo que Marx dijo al respecto de la figura del “demócrata”: “cree estar por encima del antagonismo de clases en general”; carente de intereses históricos propios aspira a representar “el derecho del pueblo” y por eso, cuando “se prepara una lucha, no necesita examinar los intereses y las posiciones de las distintas clases”.

Lo que le preocupa a Hilb del presente es el modo en que la historia de los años setentas se hacen presentes (parcialidad, pasión, unilateralismo). De admirable estilo, su prudencia la lleva a evitar toda generalización. Su justo medio son los principios democráticos y “pacificadores” conquistados en el 83. Con ellos quisiera tratar las más complejas situaciones actuales.   

De manera muy particular la irritan los juicios llevados a cabo estos últimos años por derechos humanos. Partidaria de reducir las penas a cambio de obtener “verdad”, uno no puede más que lamentarse por la falta de repreguntas elementales por parte de la prensa: (¿¡pero cuál es la verdad que aún no conocemos!?; ¿no acaba de decir el Santo Padre de Roma que la iglesia, ahora sí buena de toda bondad, va a ayudar a encontrar a los nietos que faltan? ¿No habló acaso Videla sin que se produzca efecto alguno en las políticas de la verdad?)

En el trance de la desilusión, estoy dispuesto a suspender momentáneamente hábitos y criterios a la espera de que aparezcan otros superadores. A evaluar discursos en principio distantes. A tranzar con tradiciones históricas diferentes de las mías. Sólo espero que no sea el cretinismo (figura con la que Marx denomina la sustitución de la situación de las clases por un determinado microclima) universitario reaccionario en todo tiempo y lugar quien quede a cargo de dotarnos de una razón adecuada para un país que amenaza con agotarse en rutina del consumo sin retórica alguna.