Escuela emancipadora

por Diego Valeriano



Ayer egresó el más grande de mis hijos de la primaria, la fiesta no fue ni espantosa. 37, 38 grados dentro de un tinglado que en breve se cae, un equipo de sonido que ahogaba (por suerte) todas las voces y un power point con fotos de lxs chicxs que, mínimo, atrasaba 20 años, hicieron del ultimo día de clases una jornada olvidable. Lo único que me llevo como intuición y certeza de estos seis años es que la escuela pública es el mejor lugar del mundo donde puede estar un pibe.

Ni de cerca voy a hablar sobre lo curricular o contenidos, lo que no creo realmente que le importe a nadie. Para pensar en la escuela necesito abandonar el lenguaje y el punto de vista escolar. Esto tampoco puede ser una declaración de lo público versus lo privado. De hecho, durante mucho tiempo quise mandarlo a una escuela privada pero no pude. Solo es el descubrimiento, a fuerza de años observación, que la escuela tal como está hoy es el mejor lugar.

Los pibes se forjan en la escuela mientras la van forjando; mientras engañan a la otra escuela, a la de la burocracia y la de pedagogos. La escuela es su lugar de experimentación, subsistencia, sufrimiento y goce.

Los pibes en su sobrevivencia hacen lo público, lo inventan, lo perfeccionan. Casi ningún pibe puede renunciar a la escuela, entonces aprovechan las circunstancias y hacen de ese territorio un espacio donde albergar vidas.

A fuerza de convivir mínimo cuatro horas diarias, instauran relaciones, viabilizan posibles modos de existencia; desarrollan nuevos posibles, se alían de todas las formas viables. Se despliega con toda la fuerza el poder implícito que los encuentros pueden desplegar. En este sentido los encuentros son ocasión de imprimir nueva realidad al mundo. Realidad paralela a los que se espera de ellxs en la escuela. No es que enfrentan el dispositivo escolar, simulan estar en él y desarrollan otro en paralelo. No rechazan de plano maestras, porteras, el quiosco con sobreprecios, horarios, abanderados, obligatoriedades, sanciones y boletines. Saben que esa es la cancha donde jugar y ahí despliegan.

Se transforman en vaqueanos de la escuela. Devienen lectores, es decir, apreciadores de signos. Los encuentros crean nuevas disposiciones, posibles que los sumergen en una claridad que padecen, ya que para llegar a ella deben primero sumergirse en lo oscuro.

Lo que para las maneras adultas habituales de sentir y de pensar puede ser interferencia, a los chicos les sirve como material para comprender y hacer los encuentros. Muchas veces pasa que la escuela se nos presenta de tal manera que nos hundimos en lo caótico y sentimos rozar lo amenazante. En ellas, los pibes como reales hacedores de la escuela perciben proximidades inauditas, deseos, dolores reales y preguntas antes inaudibles.

La escuela se ha movido en torno de la intervención. Enseñar fue un acto de intervención; intervenir en la ignorancia tornándola saber. Educar...  gesto de intervenir en el sujeto para hacerlo sujeto civilizatorio. Ahora eso es imposible, la escuela esta intervenida por lxs chicxs. Pensar la escuela no es pensar su función, sino el real de su existencia.