La protesta social también hizo la democracia
por Mariano Pacheco
Resulta difícil
entender la escena política contemporánea, tanto en Latinoamérica como en
Argentina, sin tener en cuenta los procesos de participación, organización y
luchas que, tanto en nuestro país y como en el continente, han protagonizado distintos
sectores populares contra el modelo neoliberal, implementado durante la década
del 90, luego de la derrota de las apuestas de transformación revolucionaria de
las sociedades de los años 70, y del estrepitoso derrumbe de los socialismos
reales hacia fines de los 80 del siglo pasado.
Sin embargo, tal como
sucedió durante los primeros años de la recuperación de la democracia en
nuestro país, también en la actualidad suele negarse el rol protagónico de la
clase trabajadora y los jóvenes de los sectores populares en las luchas
libradas contra la dictadura primero, y contra el neoliberalismo después.
Luchas que implicaron importantes conquista para los sectores involucrados,
pero también, para el conjunto de la sociedad argentina.
Breves consideraciones acerca de la protesta social y la
democracia
Si consideramos a la
democracia no como un sistema determinado de gobierno, una forma de administrar
las instituciones del Estado sino como aquello que los cuerpos sociales pueden
(hacer, sentir, pensar), entonces, la democracia tiene más que ver con la
posibilidad de concretar una dinámica de organización social que ligue los
deseos de los sujetos con principios que establezcan posibilidades de vida más
igualitarias que con una simple gestión de lo existente. Esto implica,
necesariamente, asumir que en la base de la democracia no está el consenso sino
el disenso, el conflicto, la lucha de intereses entre quienes pretenden
sostener cierto estatus quo, conservar determinados privilegios, y quienes por
el contrario se empecinan en destituirlos para instituir políticas públicas que
amplíen cada vez más los derechos políticos, sociales, económicos, culturales
de las grandes mayorías.
Democracia, entonces,
implica tramitar los conflictos, en vez de reprimirlos o negarlos.
Por todo esto es que
la protesta social no es, como muchas veces se escucha decir, aun en boca de
quienes protagonizan las protestas, el último camino a transitar, la opción
(extrema) a la que determinados sujetos se ven “obligados” a apelar porque
desde el poder no se los escucha, no se los tiene en cuenta en sus demandas.
No, en esta concepción que estamos exponiendo, la democracia presupone la
protesta social como derecho primero, sobre el cual pueden erigirse los demás.
Tal como sostiene el prestigioso profesor de “Derecho Constitucional” en las
universidades Torcuato Di Tella y Nacional de Buenos Aires, el abogado y
sociólogo Roberto Gargarella, “el derecho a protestar aparece, en un sentido
importante al menos, como el primer derecho: el derecho a exigir la
recuperación de los demás derechos.”
Desde esta concepción,
la democracia no sólo democratiza las relaciones sociales sino también al
propio Estado, bloqueando o disminuyendo sus componentes coercitivos y
ampliando sus aspectos garantistas.
Democracia y protesta social durante el menemismo
Casi desde sus primeros pasos el menemismo
se topó con resistencias a sus políticas de peronismo inverso: ni socialmente
justas, ni económicamente libres, ni políticamente soberanas. El tema es que
las grandes luchas, sobre todo contra las privatizaciones de las empresas del
Estado (cuyo emblema fue la larga huelga ferroviaria), fueron derrotadas. Hasta
la relección de Carlos Saúl Menem como presidente de la Nación, sólo dos luchas
fueron verdaderamente emblemáticas: la pueblada en Santiago del Estero, en 1993
(que culminó con la gobernación, varios edificios públicos y viviendas y autos
de funcionarios incendiados), recordada con el nombre de “El Santiagazo”
y, un año más tarde, la masiva movilización a Plaza de mayo, desde distintos
puntos del país, a la que se le dio el nombre de “Marcha Federal”. Figuras como
la de Carlos “Perro” Santillán, referente de la Corriente Clasista y Combativa,
daban cuenta de que nuevos sujetos sociales emergían para sentar posición, y
denunciar el pliegue profundo de la fiesta menemista. La novedosa experiencia
de la Central de Trabajadores Argentinos, que ante una Confederación General
del Trabajo totalmente comprometida con las políticas que condenaban el
presente y el futuro de sus bases sociales, y con dirigentes sindicales
devenidos empresarios, promueve la reorganización gremial de los trabajadores
sobre nuevas bases, postulando la autonomía del Estado y abriendo sus
estructuras, en gran medida, hacia las nuevas realidades del mundo popular, que
tenía a los trabajadores desocupados y a los ocupantes de tierras para
construir viviendas a los grandes protagonistas del período.
De todos
modos, cabe destacar que hay un año clave, en el cual puede pensarse de
modo condensado todo el período: 1996. Por un lado, en marzo de
1996, se produce la gigantesca movilización de repudio por los 20 años del
Golpe de Estado. Es el comienzo de la desarticulación de la teoría de los dos
demonios, que había primado en el sentido común de nuestra cultura durante más
de una década. Es además el momento de emergencia de HIJOS. Los Hijos por la
Identidad, la Justicia, Contra el Olvido y el Silencio, tenían entonces la
misma edad que sus padres al momento de ser detenidos-desaparecidos por el
Terrorismo de Estado. Luego de dos décadas de lucha de las Madres y las Abuelas
de Plaza de Mayo, y otros organismos de Derechos Humanos, ahora eran estos
jóvenes quienes tomaban en sus manos la continuidad de las banderas de sus
padres y de sus abuelas. En un contexto signado por la impunidad, en el que los
responsables de crímenes de lesa humanidad caminaban por las calles
tranquilamente, los HIJOS propusieron una consigna potente: “Si no hay
justicia, hay escrache”. Y junto con sus métodos de protesta contra un sistema
judicial que sólo garantizaba impunidad, emergieron el escrache social sobre
los responsables de los crímenes. Toda una nueva narrativa literaria y
cinematográfica comienza a surgir a partir de allí, intentando dar cuenta de
ese pasado traumático. Trauma que se intenta procesar y pensar, más allá de
dolor.
También en 1996 se producen las primeras puebladas (de Cutral Có
y Plaza Huincul, en el sur, de Tartagal y Mosconi en el norte del país), que
fueron contagiando el entusiasmo y la eficacia, mostrando que la protesta
social obtenía conquistas materiales que posibilitaban hacer menos espinosa la
extremadamente difícil situación por la que atravesaba una porción enorme de la
población trabajadora del país, entonces sin trabajo. El piquete y la asamblea
se extenderán rápidamente por todo el país, posibilitando el surgimiento de los
nuevos movimientos sociales, de fuerte base territorial y matriz comunitaria.
Ante cada protesta, el menemismo despliega las fuerzas de Gendarmería para
reprimir. Y son los jóvenes, grandes protagonistas de los piquetes, quienes
ejercen la resistencia activa contra un Estado que se empecina en mostrar su
ausencia en políticas sociales, aunque no la presencia de sus facetas
represivas.
El aporte de las
puebladas al conjunto de las clases subalternas, en este sentido, fue central,
en tanto que contribuyeron a recuperar la confianza en las propias fuerzas
(ante una autoestima fuertemente golpeada), a valorar la participación y la
acción directa como forma de reconquistar los derechos conculcados por las
políticas neoliberales.
En este sentido, tal
como subrayó Pablo Semán en un artículo publicado en el diario Página/12 (“Memorias”, 9 de abril de 2007), el piquete fue un arma
sabia: “logra fuerza para los que no tienen casi ninguna”. “No es por nada
–continúa Semán– que gracias a los piquetes, los sectores subalternos de
Argentina, en su época de mayor debilidad histórica, consiguieron, a pesar de
ello, cambiar la agenda de una sociedad que tenía por principio ignorar sus
demandas”. Surge así un “ethos” caracterizado por la ampliación de la
participación y la desburocratización, según supo señalar la socióloga
argentina Maristella Svampa.
Fue en ese mismo año
1996 que, para los festejos del Día del Trabajador, se realizó la primera
movilización del Movimiento de Trabajadores Desocupados a la Plaza de Mayo. El
MTD no era una organización única; tampoco un “movimiento” en los términos
clásicos. En los hechos, era un conjunto heterogéneo de comisiones barriales
que, sin vínculos entre sí, se habían ido desarrollando con el objetivo de
agrupar a los desocupados, sobre todo en el conurbano bonaerense. Impulsadas
por militantes provenientes de distintas experiencias políticas, sindicales, y
eclesiales, las comisiones barriales de desocupados buscaban aunar esfuerzos
para dinamizar el protagonismo de ese sector que crecía a ritmos
escalofriantes.
A partir de 1996, por otra parte, van a producirse
importantes luchas contra la Ley Federal de Educación. Actos, movilizaciones y
cortes de calles. Nuevamente, luego de varios años de inexistencia, surgirán
Centros y Coordinadoras de Estudiantes en los colegios secundarios. Diversas
conmemoraciones (los 24 de marzo y los 16 de septiembre, sobre todo) irán
chocando contra los directivos de las escuelas y un todavía sentido común
“antisubversivo” instalado en muchos padres. Esos jóvenes, protagonistas de
aquellas experiencias, ligarán su intervención en los colegios con cada vez más
frecuentes acercamientos a las barriadas populares, realizando apoyo escolar y
recreación con niños, junto con una búsqueda por expresar culturalmente sus
rebeldías (fanzines, programas de radio, recitales, etcétera). El activismo en
las universidades comienza, también a partir de allí, a dar sus primeros pasos,
librando batallas contra la Ley Superior de Educación e intentando
contrarrestar el discurso neoliberal.
Como puede verse, no todo en estos años fue avance
neoliberal, sino también resistencia ante esa ofensiva. Proceso que tuvo a los
trabajadores y a los jóvenes de los sectores populares como sus grandes
protagonistas. Y que implicó un resurgimiento de la militancia y una revisión
de las coordenadas estéticas, éticas y políticas de las generaciones precedentes.
Profundizar la democracia contra la democracia (la
experiencia de 2001)
Serán todos sectores mencionados (y
fundamentalmente la juventud) la que va a confluir en la rebelión del 19 y 20
de diciembre de 2001 (mucho más que los “mediáticos ahorristas” enojados por la
confiscación de sus ahorros). Gran cantidad de activistas nucleados en
agrupaciones estudiantiles, culturales, en movimientos sociales, que junto con
otros miles de jóvenes trabajadores (entre los que no se puede dejar de
destacar, por su participación activa y su firme decisión de enfrentar la
represión, a los “motoqueros”) y de sectores medios y populares de la ciudad de
Buenos Aires y del Conurbano Bonaerense, quienes van a protagonizar aquellas
jornadas de intensos combates callejeros en los alrededores de la Plaza de
Mayo, mientras que en varias provincias del país las movilizaciones, saqueos y
protestas se multiplican con el correr de las horas.
Los cacerolazos de diciembre de 2001 jugaron un rol fundamental a la hora de quebrar el
miedo impuesto por el presidente Fernando De La Rúa al declarar el Estado de
Sitio, abriendo paso a un proceso inédito de participación y movilización de
los sectores medios en la Argentina post dictatorial. La polisémica consigna
“Que se vayan todos” fue entendida por amplios sectores como la posibilidad de
avanzar en formas de participación popular más directas, poniendo en cuestión
la anquilosada democracia representativa, en fuerte crisis por el desprestigio
de la clase dirigente. Durante el primer semestre de 2002, aun con sus
particularidades y límites, los asambleístas se incorporaron, de una u otra
manera, al proceso de resistencia contra el modelo neoliberal que vastos
sectores de la población venían protagonizando desde años atrás. La consigna
“Piquete y cacerola, la lucha es una sola”, es expresión cabal de este proceso.
A estas experiencias se le van a sumar la de las
fábricas recuperadas y la histórica lucha emprendida por el feminismo y otros
sectores que promovieron la diversidad de géneros, que cobrarán cada vez mayor
visibilidad. El avance de colectivos culturales, y sobre todo,
comunicacionales, empezará a cuestionar el monopolio de la producción y
circulación de la información y el autoencierro del arte en sus propias
lógicas.
Muchas de estas experiencias
son hoy condenadas al olvido, detrás de la conservadora interpretación del
2001, que se reduce a presentar todo este amplio proceso social descripto a
unos pocos instantes de “caos”, producto de una “crisis económica” que hundió
al país en la infamia y a sus habitantes en la ignominia. Así considerada, la
crisis aparece como un mal a conjurar. Por supuesto, reducida a su aspecto
económico, la crisis es expresión de las carencias materiales que pauperizaron
las condiciones de vida de las clases populares, claro está. El tema es si ese
aspecto implica, necesariamente, negar la positividad
de la crisis en términos políticos.
La crisis como momento
propicio para rever que hacemos, quienes somos, hacia dónde vamos. La crisis
como momento enormemente productivo, donde la apertura de la historia vuelve
otra a vez a colocarse en primera plana.
La crisis de 2001,
entonces, puede ser pensada como momento de condensación, de sacudón, de una
puesta en crisis de la cosmovisión posdictatorial, que venía insistiendo, una y
otra vez, en que no se podía cuestionar el pacto de los consensos de la
representación.
De este modo, las
experiencias populares paridas o potenciadas por la crisis de 2001, si bien
erigidas contra la democracia (en
tanto sistema político representativo), terminarán fortaleciendo la democracia,
en tanto posibilidad de promover la participación popular (recuperando,
nuevamente, un lugar central del cuerpo para la política) y ampliar los
derechos de las mayorías, bloqueando a su vez los intentos autoritarios y
represivos que anidan en buena parte de la sociedad argentina.
Profundizar la democracia
Estas breves líneas
pretenden erigirse en un aporte a la reconstrucción de la memoria histórica de “los
de abajo”. Colocar al oficio periodístico junto a las luchas de las y los
trabajadores argentinos, entendiendo que la escritura puede ejercer una
función de índole ética, aunque no convirtiéndose en un medio de propaganda,
sino más bien en la medida en que favorezca a desarrollar una nueva visión del
mundo, que cuestione los cánones impuestos por las clases dominantes y promueva
los saberes que en sus prácticas y reflexiones, va gestando el pueblo en sus
luchas y procesos de organización.
Escribir entonces, al
menos una parcialidad de esa historia poco abordada, como forma de contribuir
al movimiento que arranque a los posibles lectores, y a quienes escribimos, de
la situación en la que nos encontramos. Tal como sentenció David
Viñas en la solapa de su primer
libro de cuentos (Las malas costumbres),
escribir para aportar a que
“yo, usted y los hombres de aquí dejemos de ser casi hombres para serlo en
totalidad”.