Si nada me conmueve


Toda la carne al matador

La pobreza, la pobreza. No: el problema en la Argentina no es la pobreza, es la riqueza. La riqueza es el problema.

Diciembre… Si algo muestra nuestro decembrismo es la cercanía íntima entre la fiesta y el quilombo. En diciembre hay agite, y el agite, una vez que pasó, puede dejar corrimientos en los ejes de gravedad. Si la vida común es regida por el imperio de lo obvio, diciembre corre el núcleo de obviedad; el último fue diciembre de fiesta de saquear y fiesta de matar. Hubo linchamientos, aún si no fatales; ahora en cambio se imponen como tema de agenda: porque diciembre es el desmadre, marzo la normalidad. “¿Qué hay que hacer si atestiguás un linchamiento?”, fue una pregunta que motivó debate en redes sociales; la pregunta misma muestra que el dispositivo-linchamiento –dispositivo político y en cierto sentido estatal- es percibido dentro de la nueva normalidad, y por eso espanta más ahora que en diciembre.

Los linchamientos plantan un código penal en Argentina.

La historia, no como relato de la política sino como fatalidad de construcciones y roturas, se escribe con los cadáveres públicos; los muertos del conflicto social son las verdaderas letras de la historia. Pero los muertos no pueden contar su versión de la historia[1]. A algunos se los sacraliza; a otros se los hace hablar cual chirolita; otros quedan del todo mudos. Los muertos sin voz son puro fiambre: aceptados como cadáveres políticos pero no como portadores de vidas políticas. Es una manera de obturar su punto de vista político.

¿Solo queda el cinismo entre el fascismo y la moral bienpensante ante la escena actual? ¿Vale de algo hablar, juntarse a estar de acuerdo, indignarse con más o menos altura? Pero el dolor mueve a pensar y pensar a entender y entender a conocer, al menos: lo menos que puede hacerse por un acontecimiento es comprenderlo, decía Ortega.

Se corre la gravedad y alguna sangre –porque se segmenta la sangre- queda más cerca del suelo. Hay mucha historia disponible para naturalizar que la sangre de los cabecitas negras se vierta en la tierra, para sostener consustancialidad entre esta tierra y esa –determinada como esa- sangre, la sangre oscura. Una macabra comprensión, invertida, de la frase “la sangre de esta tierra”, una macabra versión de la ofrenda de líquido a la Pachamama.

Comer carne humana no es tan raro en la historia, en la historia humana, en la historia nuestra; y el entusiasmo multiplicado por linchar que difunde la tele (salve Rey) se entiende más hondamente leyendo la ontología caníbal de El entenado que leyendo el linchamiento con que nace la literatura argentina en El matadero. Saer describe el fragor, la ebriedad de la fiesta de poseer radicalmente un cuerpo ajeno; el ritual cumple una función: reconfirma que, ante la potencial igualdad, nosotros somos los que estamos en el lugar actual de sujeto humano, y conjura, a la vez, la adherencia indistinta que tenemos con el mundo y que nos hace insignificantes.

Comprendido como una función subjetivante específica, el canibalismo puede verse actuando aún sin gastronomía, y es la escena de veinte tipos peleándose para llegar a la primera fila de darle a uno tirado en el piso, dejáme que vos ya le pegaste bastante; la disposición total del cuerpo ajeno, escena que dice tantas cosas.

Economía política y lucha de clases

La violencia es inherente a la existencia; pero las formas de la violencia trafican afirmaciones sobre las relaciones sociales.

El linchamiento es un artefacto político de producción de desemejanza. Producción efectiva, performativa, de desemejanza.

Los saqueos expresaban que hay muchos que quieren consumir como todos; los linchamientos expresan que hay muchos que niegan que todos somos todos.

El robo es un movimiento económico. Una mercancía pasa de un lugar a otro. El valor –de cambio- es inalterado. El linchamiento es un movimiento político: se apropia del cuerpo ajeno –esa mercancía- y lo usa para producir la desemejanza, para producirse como distinto estamento casi antropológicamente, es decir, como clase diferenciada.

Lejos por supuesto del valor del producto robado, el choreo enfurece porque impugna un modo de vida: “yo, que me rompo el orto laburando…” El trabajo cumple una función política; organiza un cierto orden de los cuerpos y sus acciones. Cuando el ánimo vital que mantiene ese orden –ánimo moral- se ve burlado, responde ya no con la racionalidad económica que presuntamente lo rige, sino con la racionalidad política que lo subyace. Linchar, así, es ante todo la declaración efectiva de que nosotros podemos tener un cuerpo a disposición. Acaso haya que pensar que Marx definía la clase por la relación con los medios de producción pero porque a través de esa relación –propietaria o no- con los medios de producción, se establece una potestad sobre cuerpos ajenos.

Los que asumen natural tener cuerpos a su disposición, esos no linchan, tienen garita en la esquina; o tienen mucama (en blanco, con aportes!) y el salvajismo les parece mal. No cuenten conmigo…

Los que precisan devenir horda asesina para tener cuerpos a disposición, muestran la fuerza de la aspiración burguesa (aspiración que es la subjetividad del acto, no estructural de los ejecutores, y burguesa en su condición guerrera y no de sillón…).

El choreo en cambio alimenta mercantilmente mi mismo lugar en el orden social, me reconfirma como consumidor. Huelga decir que abundan chorros crueles que gozan el poder de matar (por lo que es como mínimo impreciso llamarlos chorros), pero no es lo mismo matar que linchar: el linchamiento instaura un nosotros y una legitimidad pública de esa potestad de ese nosotros. Nadie es asesino, no se sabe qué patada lo mató –muy pero muy parecido al pelotón de fusilamiento, inventado para que nadie cargue en su conciencia la certeza de haber disparado la bala asesina-.

Por eso es insensato decir que “debieran llevarlo a la comisaría”. No sólo porque el linchamiento declara una anunciada actualización de la economía del poder, donde la cárcel se desvaloriza como bono tercermundista; no, básicamente porque todo horizonte de castigo –entendido en su etimología de hacer casto, de limpiar- implica cierta conversión del rol político del capturado, cuando lo que el linchamiento hace, precisamente, es reconfirmar su lugar político de otredad.

“No vi a nadie linchando a Cavallo…” Claro que no: se le hizo un escrache. Que es políticamente mucho más alterador. Hay una escena maravillosa en el film 1900: los combatientes populares vencieron al fascismo y también a la oligarquía, y en el pueblito donde transcurre la historia, un grupo de partisanos amateurs rodea al patrón, al terrateniente, al que tiene tirado en el piso; se debaten si matarlo. “¡Hay que matar al patrón!” es la consigna, pero el líder de los luchadores corta en seco y dice: “No: el patrón ya está muerto”. Habían suprimido el lugar político “patrón”; quedaba el cuerpo que lo había ocupado, no tenía sentido matarlo. El escrache, entre nosotros, buscaba también suprimir un lugar político: el de “buen vecino” del torturador, el de “gurú económico” del ejecutor del empresariado neoliberal… El escrache suprime una investidura política, y necesita que el escrachado viva para exhibir su desmentida; el linchamiento reconfirma una investidura política, en el cadáver del antónimo.

Es un movimiento propio de la lucha de clases, que extrae plusvalía de cuerpos ajenizados. Economía política pura. (Médula del neoliberalismo como política existencial).

Hay chorros hace rato re zarpados, decíamos, pero en ese zarpe hay un goce del poder (como la yuta) y no del robo; e incluso un deleznable Baby Etchecopar es políticamente más democrático que el fascismo que vemos hoy: el tipo estaba preparado para defenderse y matar él, a malvivientes que morirían de pie.

El asesinato es una forma del vínculo a fin y al cabo; el linchador no es ni siquiera un asesino.

Mucha tropa riendo

La increíble pobreza de la consigna No cuenten conmigo da cuenta de la profunda derrota popular de la moral progresista. ¿La escribió el mismo que inventó la expresión auto-exculpatoria de “los dos demonios”?, onanismo auto-salubre que declara que el mundo es feo pero a él no le gusta; resulta enemiga, así, la moral progre, a la pregunta por una ética interna al conflicto. Pegarle a uno que arrebata a una piba con un bebé; pegarle a los que lo linchan; no sabemos cuál es la conducta ética, es una pregunta. (Pero sí sabemos que la ética solo está en juego en situaciones apretadas, de apremio, en caliente). Es una pregunta y no una certeza de estar eximido: ese extremo repliegue en la bondad individual muestra no solo la raigambre liberal del progresismo (yo, yo, yo) sino sobre todo su actual estar en el horno. Tanto más efectiva la consigna del fascismo vecinal: uno menos. Una consigna activa, para el que lo mira por tevé…

Y mientras, hubo uno, uno, que actuó como es lícito conjeturar que actuaría Cristo: se tiró encima del cuerpo pecador para interrumpir la saña cruel.

Pero decíamos: hay una disputa moral, porque hay una moral linchadora; por eso es grave: es grave porque tiene fuerza de gravedad.

Si el trabajo es lo que en principio establece la propiedad del conjunto (ser trabajador es ser decente), luego, cuando se pudre la cosa, el rasgo de pertenencia cambia; la gente decente es la trabajadora en principio. Los efectos siempre exceden a sus causas, y, en el arrebato caníbal, aquel que se oponga, aquel incluso que simplemente no se sume al festín, pasa a ser enemigo, está del otro lado. Es notoria la demanda –en los comentarios de las primeras notas sobre el asesinato de David Moreira- a que, en casos así –de golpiza y linchamiento- “salgan todos eh, no sean cobardes”, “si no se comprometen, no se quejen después”.

De ser trabajador –lugar político revestido de destino económico-, el nosotros vecinal, en el conflicto donde su modo de vida se ve burlado y pasa a actuar desde su rol político ya emergido, mueve su eje a la disposición asesina: el que no está dispuesto a mojar sus manos con la sangre de los negros, no es nosotros. Trabajador como definición económica; linchador como definición política. Del trabajo a casa y de casa al trabajo, salvo si es necesario tomarse un rato para sostener el esquema con furia política.

Pero después se vuelve a la llana buena gente. Entrar a los perfiles de facebook –es decir a las presentaciones públicas- de los comentadores pro-linchamientos (gran mayoría por ejemplo en las notas del diario La Capital de Rosario sobre Moreira) es ver fotos de buena gente, que le gusta la música y ama a su familia, que sonríe y va a las cataratas… Como dice Pezzola, la bipolaridad no es una patología, es una adaptación al medio: salgo a la calle-puteo-te paso por arriba-me cago a piñas-lincho / llego a mi casa-juego con mis niños-me saco fotos-las subo a facebook-me pago un asado para mis diecisiete mejores amigos. La experiencia permanente en la vida chota y la exigencia de buenaondismo, entre la puteada rajada como forma de estar en la calle y el ser copado que impera en la sociabilidad privada.

Riendo en las calles hay mucha tropa de civil (El Colectivo Juguetes Perdidos hace rato trabaja en torno a la pregunta por quién lleva la gorra hoy, y las imágenes de las últimas semanas parecen haber sido hechas para tapa de un libro al respecto…).

Inclusión en tanto qué

Que a la inseguridad se la combate con inclusión es una consigna profundamente racista, dijo Bruno Nápoli (¿políticas de inclusión para el banquero ladrón, para el comerciante evasor, para… o sólo es por los pobres la inseguridad?).

Pero además, entre diciembre y marzo (la fiesta de saquear[2], la fiesta de matar; ahí están las mercancías, ahí están los cuerpos, vi luz y entré…) se ven los límites del modelo de inclusión de la década. Porque no existe la inclusión “a secas”. Los saqueos como delirio deseante, y los linchamientos como ajuste de las capas de inclusión, mostraron el horizonte de inclusión como inclusión en el consumo y en la vida puesta a laburar; o más puntualmente: hay capas poblaciones a las que se las incluye en tanto que pobres. Inferiores incluidos, pobres con consumo, reconfirmados en su rol de pobres. (Y hay que pensar además la violencia que les toca a los excluidos ya no de un modelo que asume la exclusión –que el Colectivo Situaciones definía como “incluidos como excluidos”- sino a los excluidos de un relato de inclusión: suprimidos incluso del imaginario).

Una masa de gente integrada al consumo pero consolidada en una posición de inferioridad, de menos, y de inmovilidad relativa; aumenta la inclusión, y el consumo, mientras se refuerza la diferenciación de estamentos (y la extranjerización): “Las diferencias sociales se han agravado, porque tenés una capa integrada en la dependencia de la ayuda social, que participa siempre pero viendo la riqueza ajena, y en torno a la cual se genera resentimiento de los sectores de pequeños comerciantes y trabajadores con autos y chalets…”. El que lo dijo fue Felipe Solá, en diciembre; sabe Solá que los saqueos consuman el modelo de la década (libidinal-mercantil) porque consagran la mercancía, pero, al impugnar al mercado (quiero el producto y rompo el almacén), tambalea la gobernabilidad. Massa justificó los linchamientos porque lo que más le importa es conectar con la emocionalidad popular con potencia opositora, pero no lo haría, el mismo Massa, desde el sillón presidencial; por eso Solá –que sabe más por viejo-, massista hoy, condena sin matices el linchillo-fácil.

El Estado es cualquiera

Linchamientos hubo siempre, pero no se llamaban linchamiento. El nombre es herencia de cuando un juez yanqui (Charles Lynch, en 1780) instó al pueblo a matar con mano propia a unos acusados de monárquicos (es más: a unos acusados absueltos por el jurado). Nótese que esta práctica que se supone tiene su esencia en la ilegalidad, y antigua cuanto menos como María Magdalena, acuñó su nombre definitivo cuando fue validada por un juez.

El linchamiento tiene implícita la legitimidad del Estado.

Otro señalamiento de Nápoli: que en Argentina esté lleno de tipos sosteniendo que “hay que matarlos a todos [para sostener nuestro modo de vida]” sólo es posible porque –o no puede desligarse de que- hace treinta y cinco años –y hace ciento treinta y cinco- lo dijo el Estado explícitamente (tanto Roca, como Perón, como Videla, como…). Como enunciado, porta la legitimidad estatal. Sólo que ejercida, ahora, por grupos barriales autónomos.

Volvió la política, también, por derecha. No debería extrañar que duranteuna década de insistencia en que la política volvió desde arriba y en que los derechos humanos son la justicia sobre crímenes cometidos hace décadas, la herencia de la politización de 2001 creciera justamente en el terreno no alcanzado por la pragmática gobernante. Por cierto, en 2010 pensamos que la 9 de julio del bicentenario era el cierre de 2001; pero esto, este nosotros vecinal de fiesta fascista, y esta estigmatización tan pero tan nítida de las motos, que en 2001 fueron estampa de la resistencia en el centro porteño, constituye ya no el cierre sino la reversión de 2001.

Y el reverso, porque 2001 instituía situación al declarar la destitución del Estado como entidad subjetivante, y, ahora, los linchamientos muestran cómo el Estado volvió “en forma de fichas”, cómo el Estado es una racionalidad dispersa, atomizada.

La caída del monopolio de la soberanía estatal no es, parece, una caída de la soberanía, sino, más bien, su dispersión. Si la soberanía es la potestad de declarar la exclusión de un cuerpo del manto de garantías legales, es decir, desinvestir un cuerpo o un territorio del estatuto político normal, o, aún de otro modo, establecer el famoso estado de excepción (el que pone la ley se prueba en su rol al poder suspender la ley), vivimos una política de dispersión atomizada de la soberanía, donde cualquiera es soberano, donde la potestad para suspender la condición legal de un cuerpo ajeno, de manera legítima (pública, sin pudor, etc.), está disponible, rondando… una post-soberanía, dice Hupert, donde en los sitios sin “agentes del Estado”, como se llama a la Policía, sí hay en cambio operatoria de Estado.

Autorrepresentados como trabajadores, son consumidores, ante todo, los que sostienen la bondad del linchamiento. (Que ante la “acusación” de “fachos”, no contestan negando, sino retrucando que “se nota que a vos no te encañonaron a tu jermu”). Como señalaba Lewkowicz, el ciudadano –soporte subjetivo del Estado-Nación- tenía derechos y obligaciones; el consumidor, en cambio –soporte subjetivo de la era del mercado y el Estado posnacional-, tiene sólo derechos, sólo que ninguna garantía. De ahí sus innatas características de quejoso y demandón. “Nos tenemos que cuidar entre nosotros, es una vergüenza”, decía una vecina cordobesa a la tele, una noche decembrista. Una vergüenza. La autogestión del cuidado es un imposible para la subjetividad consumidora. (Para eso, se ha dicho, tiene que venir el Estado, y dejar en cambio de subsidiar chorros…). Al no vivir con una política vital de cuidados, si no nos proveen cuidado, no se concibe la posibilidad de organizar una forma de lidiar con los peligros, de organizar un cuidado desde nuestra potencia vital; la única posibilidad es suprimir de raíz la amenaza. No se puede vivir con riesgo porque no sabemos cuidarnos, hay que matar al riesgo y que escarmienten sus amigos. La ausencia de auto-cuidado del vecino consumidor tiene como envés la crueldad. El peso de tener que cuidarnos nosotros se convierte inmediatamente en derecho de matar, derecho de linchar.



[1] “En lo tocante al sacrificio y al espíritu de sacrificio, las víctimas no piensan lo mismo que los espectadores; pero en ninguna época se las ha dejado hablar”. (Gaya Ciencia).
[2] Imperdible la emocionante escena que empieza en el minuto 6:25 de este video.



[i] Producto del encuentro entre: Damián Huergo, Juan Sodo, Andrés Pezzola, Pablo Hupert, Sebastián Stavisky, Agustín Valle.