Perder la forma humana

por Juan Pablo Maccia


Artistas y filósofos discuten los modos de perder la forma humana. Una muestra con ese nombre permanece abierta en el viejo museo de los inmigrantes en el centro de Buenos Aires. Los Apocalípticos creen que hay que salvar la forma de su derrumbe; los idealistas creen que toda pérdida conlleva una promesa de mejor forma, posthumana. Abstractos y exquisitos, la cuestión de lo humano se coloca nuevamente en el centro del pensamiento. También en política.

En esto me quedo pensando, a mi vuelta de Buenos Aires, donde visité la muestra en cuestión y participé de la contundente fiesta del 25 de mayo.

El discurso de Cristina Kirchner, ya avanzada la tarde, fue de –y para– cristianos; pronunciado bajo el impacto que le causó la renovada escena del catolicismo capitaneada por el nuevo papado. Algo de esto ya se había anunciado a propósito del recordatorio al Padre Mujica: sólo la unidad del pueblo de Dios puede salvar a sus ovejas. Abajo, entre la gente, el planeta sigue siendo emotivo: inmenso y morocho, popular y prolongado.  A ellos les dice lo que dice: que la pobreza demanda sacrificios a la política. Que los jóvenes deben realizar el servicio. Que se emociona cuando ve la solidaridad de los chicos junto a las Fuerzas Armadas…

El peronismo, en suma, vuelve con todo y con casi todos: jóvenes solidarios, pobres obedientes, militares populares, iglesia madre. Sólo faltan los sindicatos.

Pero, ¿cómo se han ido construyendo estas escenas? ¿Era con esto con lo que soñábamos cuando organizamos el acto de Vélez, hace ya un par de años, cuando fundamos Unidos y Organizados?

A una semana de estas reflexiones, me congratulo del acuerdo firmado por el gobierno nacional con el Club de París. No hay otra, en lo inmediato, que gestionar con delicadeza y conciencia histórica la crisis. Es notable al respecto la reflexión de la prensa oficialista sobre el asunto. Las multinacionales, corporaciones no pueden dejar de ser actores voraces y antidemocráticos de un día para otro para convertirse en “empresas globales” a las que les interesa el país.

Que se me entienda: no protesto por las políticas adoptadas, sólo me pregunto si no hay algo que funciona mal en el  modo en que se suceden los discursos.  

¿Y si fuera cierto, para mi desvelo, que los discursos tienen razones que escapan incluso a las intenciones de quienes los profieren, siendo el peso de las tendencias estructurales más determinantes en el largo plazo que la voluntad expresada en el corto plazo de las coyunturas?

No puedo evitar ligar la “pérdida de la forma”, con la cuestión de los “derechos”, siendo que ambos tienen por referencia lo “humano” sin develar –ninguna de las dos- los alcances y efectos de la potencia discursiva y política que lo “humano” ha alcanzando entre nosotros.

Engendrado en luchas de vigor emancipativo, los derechos humanos han constituido los únicos consensos nacionales duraderos entre nosotros. Más incluso que los producidos en los ámbitos  de la economía y del derecho. Más incluso que los insinuados entre los creadores de la llamada cultura y el arte. Más que cualquier política nacida del seno del estado. Los derechos humanos constituyen entre nosotros la vía de constitución de sujetos flexibles que nuestra modernidad desea y precisa.

¿Perder la forma humana? ¿Qué fuerzas se preparan para gobernar estas subjetividades tan dóciles a las reestructuraciones de los mercados? La cosa funciona a tal punto que ya no nos es posible imaginar por separado democracia de los derechos humanos y mercados de consumo. Al punto que ni el Papa ni las fuerzas militares a las que se apela en los discursos parecen tener otro motivo más que asegurar esas relaciones. ¿Se puede, en serio, perder la forma humana? ¿Y a qué precio?