Marxismo o cristianismo
por León Rozitchner
En su número correspondiente al mes de octubre de
1962, Correo de Cefyl publica una entrevista al Prof. Conrado Eggers Lan
con el título de Cristianismo y marxismo, cuyo objeto
es, se declara, «aportar elementos polémicos dilucidatorios de una realidad que
se nos aparece tan múltiple y confusa». Si el aporte del Prof. Eggers Lan
hubiera permitido comprender mejor esa multiplicidad y evitar la confusión,
nada cabría agregar aquí y la espera de los estudiantes hubiera sido colmada.
Pero como sus respuestas constituyen, creemos, un incremento de la confusión de
la cual los estudiantes de filosofía quieren salir, nos parece oportuno señalar
en qué consiste, y qué sentido tiene, este confusionismo moralizante que nos
acerca la perspectiva cristiana del marxismo.
Sin embargo debemos formular
previamente una salvedad: discutir con un creyente, sobre todo si es de buena
fe, es siempre una tarea incómoda. Parecería que estamos asignándole culpas que
no son suyas, ligándolo a pesar de sus propias declaraciones, y hasta acciones,
con aquello que él mismo declara combatir. Es forzoso que esto
suceda, sobre todo cuando el problema más importante alrededor del cual gira la
discusión es el siguiente: comprender la significación que adquiere la
subjetividad bien intencionada cuando se la confronta con actividades y
resultados objetivos de los cuales ella misma expresó estar al margen. Y que,
en nuestro caso, nos proponemos tenazmente conectar.
Puesto que el Prof. Eggers Lan intenta «corregir» la concepción marxista
recurriendo al cristianismo, trataremos de demostrar que:
1) el Prof. E. L. sólo toma de Marx ciertos aspectos de su filosofía,
dejando de lado su problemática radical, para transferir sus planteos al campo
de la problemática cristiana desde la cual, es evidente, mostrarían su (aparente)
incoherencia.
2) esta consideración del marxismo vuelve a instalar la escisión entre
materia y espíritu, la negación de la objetividad como proceso histórico y
humano, y a reducir nuevamente el ámbito de análisis a los problemas singulares
que se le plantean a un cristiano, pero dentro de esa comunidad paradójica de
cristianos que niegan con sus actos sus propios principios.
3) esta afirmación nuestra quedará puesta en claro cuando comprendamos
que el resultado que obtiene el profesor E. L. con su crítica no lleva a
incrementar la comprensión del planteo marxista; sólo se basa en él para vencer
el fariseísmo en el que cayó el cristianismo, y llegar a constituirse en
persona moral dentro del esquema escindido y dualista del cristianismo.
4) la máxima transformación a la que lleva la posición teórica del
profesor E. L. termina en la «autotransformación», es decir en la superación de
la exterioridad moral cristiana, para pasar al plano de la plena
interiorización. Pero este acto ético desde el punto de vista del cristianismo
permanece siendo, desde la perspectiva marxista, una mera pseudo-solución que
vuelve a ocultar, en la «salvación» individual, la totalidad histórica y humana
que le da sentido.
5) Y decimos, por último, que es desde el marxismo como puede
comprenderse este retorno del cristianismo hacia su conciencia moral, porque
aún su posibilidad de «pureza» cristiana sólo amanece como posible dentro de la
nueva dimensión histórica abierta concretamente por la revolución marxista.
I.
Praxis y verdad objetiva
En esta primera parte utilizaremos un
trabajo del Prof. E. L. que corresponde a unas curiosas Jornadas de
Filosofía realizadas en Horco Molle (Tucumán) sobre el tema: Posibilidad
de la Metafísica. [114] La comunicación del profesor Eggers Lan, que se
destaca sobre la ociosidad de todas las otras, se titula: Praxis y
metafísica.
El Prof. E. L. plantea si es lícita la
actividad metafísica después de la afirmación de Marx en su 11ª tesis sobre
Feuerbach: «los filósofos hasta aquí –dice Marx– no han hecho más que
interpretar el mundo de diferentes maneras, pero lo que importa ahora es
transformarlo.» Esta afirmación de Marx que más lo conmovió, es también al
parecer aquella que lo sacó al Prof. E. L. de su «sueño teórico», sólo que en el
Prof. E. L. adquiere esta tesis una significación algo diferente. Porque la
onceava tesis sobre Feuerbach borra en el Prof. E. L. las diez tesis que le
anteceden y queda convertida en la siguiente: «la única interpretación
admisible del mundo debe ser hecha en función de la transformación que de éste
se quiere hacer» (pág. 27). ¿Qué desaparece de la frase al pasar de la cabeza
de Marx a la cabeza del Prof. E. L.? Precisamente su contenido materialista e
histórico (las diez tesis anteriores). Porque si enunciamos que «la única
interpretación admisible del mundo debe ser hecha en función de la
transformación que de éste se quiere hacer» obtenemos, contra la única transformación
verdadera que busca Marx y que es al mismo tiempo la que puede proporcionarnos
la única teoría verdadera, un pluralismo teórico-práctico que
valida cada interpretación que se haga en función de la transformación del
mundo que se busca. Por lo tanto, todo aquel que quiera transformar al mundo
(católico, budista, socialista, liberal, militar, asceta) sabrá de ahora en
adelante que se halla confirmado por la sentencia de Marx, pues ésta queda
reducida a una afirmación de orden general que conecta cada teoría, sea ésta
cual fuere, con el proyecto del cual parte. Este relativismo deja sin embargo
de lado precisamente la base sobre la cual esa afirmación de Marx se establece,
que es justamente la comprensión delhombre y la comprensión del mundo que
Marx tiene, es decir el sentido que en él cobra la praxis. Por lo tanto el
alcance de la transformación.
Vamos a ver que el Prof. E. L. desecha
de Marx precisamente la transformación concreta del hombre y del mundo tal como
éste la propone, y sólo retiene aquellos aspectos que se adecuan a una supuesta
transformación meramente subjetivista tanto del mundo como del hombre.
En Marx, como sabemos, existe sobre
todo una teoría del trabajo y de la alienación que define el plano básico de
todo análisis. Ese plano teórico privilegiado lo abrió la economía política,
porque allí la materialidad de las relaciones humanas es inmediatamente
significativa de la verdadera, innegable, relación concreta que une a los
hombres entre sí. Ese plano, al ser analizado, permite darnos cuenta de la
unidad de dos extremos hasta entonces disociados: la intimidad y la sociedad, y
descubrir hasta qué punto las categorías de la intimidad, de la persona, están
constituidas por las categorías económicas e históricas. No es que Marx quiera
reducir, en su cruel «materialismo», la más exquisita intimidad espiritual a la
burda materialidad de las relaciones que se leen en el plano de la producción y
distribución de bienes: a la economía política, a la sociedad y al hombre del
capitalismo, Marx lo encuentra al verificar la «verdad» espiritual que
pretendían traspasarnos, como oro legítimo, no solamente los políticos y
economistas, sino sobre todo los metafísicos. No es culpa suya si los
espiritualistas descansan tan obscenamente sobre la materia.
Por lo
tanto, si el Prof. E. L. quiere hablarnos de la transformación del mundo y del
hombre, y en consecuencia de la teoría que puede enseñarnos cómo transformarlo
verdaderamente, su afirmación no puede quedar limitada a la conversión que hace
de la 11ª tesis de Marx, pues como vimos de ella sólo se puede sacar la
siguiente conclusión: cada teoría depende de cual sea cada transformación del
mundo que se quiera lograr, por lo que la tesis de Marx quedaría encerrada
dentro de los límites de la intención subjetiva de transformación que cada uno
proyecte. Esta regla daría cuenta no de la verdad humana de la
transformación sino meramente de la adecuación que
debe existir entre teoría e intención de modificación. De afirmación
filosófica, la onceava tesis de Marx queda convertida en una mera regla
práctica. De esta manera, como vemos, se despoja al marxismo de su teoría de la
verdad y ¿quién no podría proclamarse marxista puesto que se lo ha reducido al
marxismo a expresar solamente esta adecuación entre subjetividad e intención de
modificación? Todos seríamos marxistas si el marxismo expresara este carácter general
del conocimiento. Pero al mismo tiempo habríamos convertido a Carlos Marx en
Mr. Dale Carnegie y lo despojaríamos de lo que tiene de verdaderamente
innovador en el campo de la filosofía. [115]
Dijimos:
para Marx existe el problema de la verdad del mundo y del
hombre, y ese problema pasa por la transformación material cuya estructura se
revela verdaderamente en la economía como fundamento objetivo del cual dependen
privilegiadamente todas las otras relaciones humanas. Si la verdad, aún íntima,
del hombre, depende de la economía, toda transformación, para ser verdadera y
radical, debe entonces proponerse la modificación de esa base material para
poder alcanzar todas las otras, para alcanzar por lo tanto la transformación
personal. No quiere decir esto, entonces, que haya evasiones individuales cuyo
recurso consistiría en ponerme yo, por ejemplo, al margen del circuito
económico o permitir que mis bienes, como excepción, sean repartidos: no hay
reducción fenomenológica del plano de la economía que me transporte
privilegiadamente al yo trascendental. Como dependo en cada uno de mis actos de
la totalidad de lo social, mi transformación sólo es posible en la medida en
que se realice una transformación también total de la sociedad. La ensoñación
subjetiva de la salvación individual, que se desentiende de lo
histórico-económico, es una trampa más de la alienación que por ese acto
confirmamos.
El deslinde de lo histórico-económico
¿Qué nos dice el Prof. E. L. en su
artículo sobre la praxis? Nos dice que si queremos alcanzar la dimensión
metafísica debemos precisamente dejar de lado el análisis «histórico-económico»
para introducirnos en cambio en el método fenomenológico (para ello despojó
primero al marxismo de su significación explícitamente totalizante: el descubrimiento
de los más finos lazos que unen a los hombres entre sí en lo
histórico-económico, y de la crítica a la función parcial y escindente de la
ciencia capitalista).
Sigamos paso
a paso esta transformación, pues es muy instructiva para comprender la
asimilación de Marx al cristianismo por parte de quienes quieren convencernos
que lo legítimo de su aporte ya estaba contenido en la
doctrina cristiana.
¿Cuál es el camino que sigue Marx para
transformar el mundo y el hombre? El Prof. E. L. afirma: «Esta interpretación
del mundo hecha en función de su transformación no es para Marx una cosmovisión
metafísica sino un análisis histórico-económico de la realidad de la hora» (p.
28). Y agrega más adelante: «Y esta prioridad de los intereses económicos
supone una tendencia a la materia (...). Si el hombre no es directamente
materia es al menos actividad materialística, y sólo al fin de la historia
dialéctica podrá ser plenamente espiritual.» ¿Oué hemos ganado con esta
observación? Hacer descender el análisis de Marx al común lugar de la
metafísica: «Todo esto constituye una concepción metafísica… sin dejar de ser
de algún modo… también materialismo metafísico.» Todos entramos así en un reino
de sombras, y los actos y gestos más precisos se disuelven en volutas
espirituales que se entrelazan y diluyen en los vapores de lo inasible. Si la
materia afirmada por Marx es la materia afirmada metafísicamente, bien podemos
entonces conservar la metafísica negada por el mismo Marx, sea ésta cual fuere,
con tal que le añadamos luego la praxis –que, como hemos visto, puede ser
también la que afirma cualquier realidad: la realidad concreta se valida
relativamente a la actitud metafísica, y desaparece todo criterio de
objetividad.
Así entonces
lo que le quedaría por demostrar al Prof. E. L. es que si la afirmación de Marx
es metafísica, es por lo tanto tan dogmática como la afirmación metafísica
cristiana. En efecto, dice el Prof. E. L. más adelante: «Los filósofos
posteriores, al limitarse a hacer un análisis histórico-económico del mundo, deben
acatar esta concepción como un supuesto o un dogma de fe, para el cual no
rigen las leyes del progreso intelectual, y renunciar así, muy poco
filosóficamente, a toda especulación metafísica propia" (p. 29).
El Prof.
E.L. es cristiano. Reconoce (en su nota sobre Cristianismo y marxismo, que
analizaremos luego) que existe una «significación transhistórica» del
cristianismo. Reconoce por un acto de fe el carácter dogmático, sagrado, y por
lo tanto la verdad definitiva contenida en las Sagradas Escrituras. Esta
condición, que es la suya, es la que quiere universalizar y
encontrar también en el marxismo y los marxistas cuando afirma que el análisis
«histórico-económico» descansa sobre un «supuesto o un dogma de fe». Pero
veamos entonces el carácter de lo que en el Prof. E. L. es efectivamente dogma
de fe pero que Marx llama explícitamente «supuestos» o «presuposiciones».
Un «supuesto», bien lo sabe el profesor
E. L., no es un dogma de fe y dista mucho de serlo. Precisamente se le opone
por el hecho de constituir un [116] punto de partida objetivo para emprender
todo análisis, principio explícito que únicamente lo hace posible: el hombre
propone aquí a la consideración de los hombres un punto de partida verificable
en principio por todos ellos, y que la demostración ajena puede lógicamente
anular al demostrar su falta de correspondencia con la realidad común y
objetiva. En el dogma de fe, en cambio, una afirmación sentada por un hombre o
un grupo de hombres –y elevada a la inhumana potencia de la divinidad– quiebra
esa necesidad del acuerdo común para reivindicarse como absoluta en tanto
verdad revelada, por lo tanto como indiferente a las vicisitudes históricas y
al asentimiento humano: el problema de la verificación universal desaparece
como necesidad interna de la afirmación. Hemos penetrado en lo
«trans-histórico».
Supuestos marxistas y dogmas de fe
¿Cuáles son
los supuestos de Marx? Están expresados claramente en la Ideología
Alemana,donde dice: «Y este modo de considerar las cosas no es algo
incondicional. Parte de las condiciones reales y no las pierde de vista ni por
un momento. Sus condiciones (sus supuestos) son los hombres, pero no vistos y
plasmados a través de la fantasía, sino en su proceso de desarrollo real y
empíricamente registrable, bajo la acción de determinadas condiciones». Y
continúa señalando la primera premisa de la cual parte su análisis filosófico:
«debemos comenzar señalando que la primera premisa de toda existencia humana y
también, por lo tanto, de toda historia, es que los hombres se hallen, para
«hacer historia», en condiciones de poder vivir. Ahora bien, para poder vivir
hace falta comer, beber, alojarse bajo un techo, vestirse y hacer algunas cosas
más. El primer hecho histórico es, por consiguiente, la producción de los
medios indispensables para la satisfacción de estas necesidades, es decir la
producción de la vida material misma, y no cabe duda de que éste es un hecho
histórico, una condición fundamental de toda historia…». Encontramos aquí
entonces el primer supuesto de Marx, que se confunde con el
primer acto histórico del hombre. ¿Es posible negarlo como podemos negar algún
dogma de fe cristiano, la Santísima Trinidad, por ejemplo?
El segundo
supuesto de Marx se refiere a la adquisición de instrumentos para
satisfacer las necesidades y a la creación de nuevas necesidades. El tercer
supuesto sobre el cual se basa Marx es «el que los hombres que
renuevan diariamente su propia vida comienzan al mismo tiempo a crear a otros
hombres, a procrear: es la relación entre hombre y mujer, entre padres e hijos,
la familia». Poder vivir, satisfacer necesidades y crear otras nuevas, fabricar
instrumentos, procrear, estos son los «supuestos» marxistas. Y que estos son
«supuestos» de los cuales se desprende toda la teoría
marxista, es el mismo Marx quien se encarga de decírnoslo: «La producción de la
vida, tanto de la propia en el trabajo como de la ajena en la procreación, se
manifiesta inmediatamente como una doble relación –de una parte, como relación
natural, y de otra parte como una relación social. Social, en el sentido de que
por ella se entiende la cooperación de diversos individuos, cualesquiera que
sean sus condiciones, de cualquier modo y para cualquier fin. De donde se
desprende que un determinado modo de producción o una determinada fase
industrial lleva siempre aparejado un determinado modo de cooperación o
una determinada fase social, modo de cooperación que es, a su vez, una «fuerza
productiva»; que la suma de las fuerzas productivas accesibles al hombre
condiciona su estado social y que, por lo tanto, «la historia de la humanidad»
debe estudiarse y elaborarse siempre en conexión con la historia de la
industria y el intercambio».
Se ve entonces que los «supuestos»
marxistas no son dogmas de fe, y que es preciso tenerlos en cuenta en tanto
puntos de partida de toda «especulación metafísica propia» como la que persigue
el Prof. E. L., aún cuando subjetivamente los experimentemos como obstáculos
para el vuelo metafísico. Este obstáculo, como vemos, sería nada menos que
nuestra coexistencia material con los demás hombres. Vale más la pena
mantenerlo, y eso es lo que han hecho con mayor o menor fortuna los filósofos
posteriores a Marx que no pretendían trascender «especulativamente» su común
condición humana.
Y que estos supuestos se oponen a los
«dogmas de fe» se ve claramente en lo siguiente:
a) estos supuestos no solamente están
en el principio de la historia humana sino también en el principio de toda
historia individual, y son por lo tanto verificables en la propia experiencia:
aparece aquí el descubrimiento del valor creador que posee la singularidad
material humana de cada hombre. [117]
b) cada hombre descubre, en estos
supuestos, su inherencia a un todo material del cual depende y que hace posible
su existencia: se descubre aquí a la totalidad humana material como el
fundamento de lo más singular.
c) y cada hombre contiene, en su
génesis individual, el secreto del proceso histórico que le abre la comprensión
vivida de su presente alienado. Esto lo logrará, es evidente, en la medida en
que partiendo de esta génesis acceda a ese proceso de producción material
(histórico-económico) de sí mismo y de los otros hombres.
Así los «supuestos» de los cuales parte
Marx se oponen punto por punto a cualquier dogma de fe, cuyo primer objetivo
consiste, por el contrario, en ocultar el advenimiento del dogma como proceso
humano y verificable. ¿Qué relación existe entre estos supuestos verificables
por cada hombre en su propia historia y un dogma de fe, la «inmaculada concepción»,
por ejemplo? ¿Podemos considerar dogma de fe a la teoría que proclama que la
verdad se hace en común, por el trabajo del hombre, y que todo cuanto el hombre
vive de «espiritual» o humano ha sido producido por su propia actividad
histórica? ¿Y que esa verdad, creada a partir de la más humilde producían
material de la vida, es la que en la línea de trabajo histórico nos conduce a
este presente cultural y alienado cuyo secreto se halla en el ocultamiento de
su génesis humana y material, por lo tanto «histórico-económica»? La
simplicidad de los supuestos reencuentra, en el proceso histórico, el
fundamento de la compleja sociedad contemporánea: este desarrollo nos
proporciona la génesis humana de todo cuanto nos conforma a cada uno de
nosotros. Por lo tanto, nos proporciona la posibilidad de descubrir el sentido
humano de todo lo que pretende aparecer como «transhistórico» y negador de lo
«histórico-económico» –para el caso, el cristianismo del Prof. E. L.
Marx no
parte entonces de «dogmas de fe» sino de supuestos verificables por todos los
hombres, y estos supuestos hacen necesario el análisis «histórico-económico»,
pero para formular con ellos una concepción global, total, del fenómeno humano.
Si esto es «metafísica», como opina el Prof. E. L., convengamos en todo caso
que posee un carácter del cual carecen todas las otras: la posibilidad
de su verificación en la materialidad de nuestra propia vida.
La materia sin economía y sin historia
Pero veamos
qué nos ofrece el profesor E. L. en cambio: «En vista de eso nos preguntamos si
en lugar del análisis histórico-económico del mundo en base a una concepción
metafísica que se debe aceptar como un dogma o supuesto (y que contiene en sí
misma supuestos) no sería más seguroefectuar un análisis
fenomenológico de la realidad tal como se presenta al hombre hoy en día; con lo
que ya estaríamos de regreso de la metafísica, incluso
despiertos por Marx de nuestro sueño teórico» (p. 29).
Así el Prof. E. L. nos propone su
cambio: abandonemos el análisis «histórico-económico» (que tiene, según él,
supuestos metafísicos: los tres supuestos ya considerados) y hagamos en cambio
un análisis fenomenológico, que para el Prof. E. L. no descansaría sobre
supuestos y tampoco sería metafísico. He aquí, por este extraño mecanismo proyectivo,
convertido al marxismo en su contrario, y habiendo adquirido todos los
caracteres de aquellos a quienes estaba destinado a combatir. Y ahora sí
veremos destellar en todo su esplendor espiritual la verdadera materialidad
humana que el marxismo, de puro metafísico, encubría:
«El punto de
partida de dicho análisis fenomenológico parece que ha de ser de algún
modo (sic) el hombre mismo, con lo que estaríamos realizando una
suerte de análisis existencial». ¿Cuál es el privilegio excepcional de la
fenomenología frente al marxismo? Pues el de ser un conocimiento inmediatamente
absoluto, sin supuestos, porque «la fenomenología –en parte sobre la huella de
ideas como la mencionada de Bergson (la «intuición volitiva»), al
ampliar el concepto de experiencia rehabilita un conocimiento de las cosas en
sí, recuperando a la vez para la resucitada metafísica teórica el mundo
sensible y concreto» (p. 29). ¡Qué conversión deslumbrante! He aquí un
«mundo sensible y concreto» que liquidó la materialidad histórico-económica, la
despreciable relatividad humana y nos lo devuelve como aséptica «cosa en sí»,
dignificada para la metafísica.
¡Así que lo
que aquí ofendía era la materialidad «histórico- económica» del marxismo! ¡Así
que lo que en el marxismo faltaba era la «intuición volitiva», es decir la
denominación laica que encubre bajo otro nombre la revelación teológica de los
valores! Entendemos: la única materialidad aceptable para el cristianismo del
Prof. E. L. es la materialidad [118] conformada por el espiritualismo cristiano
que se transparenta a través del análisis de la materialidad absoluta, carente
de génesis, de la fenomenología y al parecer, según lo sostiene en su nota
sobre Cristianismo y marxismo, la materialidad «afectiva» de
Max Scheler. Es decir, una materialidad considerada como sólo receptáculo, mero asiento del
espíritu revelado, lugar de la intuición volitiva, soporte de
valores. Lo que el Prof. E. L. quiere es una materialidad muy existencial,
claro está, pero que contenga como valor o como espíritu no aquello que el
hombre construye a través de un proceso histórico-económico, sino los valores
revelados del cristianismo. Esta «materia» sin historia y sin economía, esta
«cosa en sí» depurada por sufenomenología ya no conserva la traza
del proceso humano: sólo analiza un proceso terminal o, mejor dicho, un proceso
que carece de término porque carece de comienzo: está fuera del tiempo de la
historia en lo que tiene de esencial, porque pertenece a lo transhistórico. Así
entonces la materialidad del profesor E. L. es esa «materialidad» adecuada al
sentido transhistórico del cristianismo, y por eso experimenta como una
molestia «metafísica», como un obstáculo a «las leyes del progreso
intelectual», ese comienzo que en Marx nos habla de un advenimiento de los valores
«espirituales» a partir de las relaciones mínimas de la materialidad humana,
esas que para nosotros nos son tan caras: comer, reproducirnos, vivir.
La salvación subjetiva
Dijimos que
para Marx se trata de transformar el mundo y el hombre, porque cada subjetividad
no es sino el lugar humano inaugurado por la actividad social. No hay entonces
transformaciones «subjetivas» a no ser que esa modificación se extienda hasta
transformar el mundo dentro del cual esa subjetividad presuntamente absoluta se
formó. Pero si dejamos, como lo hace el profesor E. L., la consideración
«histórico-económica» por donde realmente circula la comunicación y el
reconocimiento humano, para pasar a la fenomenología entendida en el sentido de
Scheler, ¿qué obtendremos en cambio? El Prof. E. L. nos lo dice claramente: «El
análisis metafísico que aquí requerimos debe ser hecho en función del deseo de
transformar la realidad, pero para que sea honesto y auténtico debe ser hecho
en función de un querer obrar uno mismo y no simplemente para
que obren otros». ¿Honesto y auténtico? No es suficiente, porque lo único que
hacemos es volver al catecismo de las virtudes morales que están desconectadas
de la verdad. Para Marx lo honesto y auténtico se confunde con lo verdadero,
por eso cuando niega la «metafísica» no lo hace, como afirma el Prof. E. L.,
«por no valer moralmente» (p. 26), sino meramente porque es falsa. Una vez más,
el Prof. E. L. deja de lado el problema de la verdad en la consideración de la
moral individual. Y verdad quiere aquí decir concordancia de la actividad
personal con la de los otros hombres: no hay «honestidad» y «autenticidad»
fuera de la figura objetiva que asume cada acto subjetivo al surgir sobre el
fondo de la universalidad histórico-económica. Por eso no debe extrañarnos que
en la exposición del Prof. E. L. desaparezca el problema objetivo e histórico
que consiste en cómo verificar la transformación de la realidad total, y en
cambio sólo aparezca como último y fundamental el retorno una vez más a la
subjetividad: hacia la transformación de uno mismo compatible con el
pluralismo.{1} [119]
Pero ya lo
hemos visto: la sensibilidad individual así transformada que el metafísico
recupera junto con su función especulativa, es aquí cierta «materialidad
fenomenológica» compatible con los reductos de la intimidad absoluta referida a
Dios pero no a los hombres. Marx mostraba cómo esa transformación subjetiva
debía penetrar hasta las raíces de la propia constitución material, y que eso
era posible si partíamos de los ya mencionados supuestos elementales. Aquí en
cambio la metafísica intimista constituye una técnica para lograr la propia
salvación: «Las cosas sucederían de modo distinto si se aplicara el concepto de
‘autotransformación’ preconizado por Marx y descuidado por sus seguidores (lo
cual, agregamos nosotros, es una deformación interesada e inadmisible en un
especialista del pensamiento como el Prof. E. L.), pero llevando al máximo las
exigencias en él implícitas y que tan bien define Gandhi cuando afirma que la
revolución social comienza por la transformación de uno mismo. No es
imprescindible, pues – agrega– que cada uno vaya a realizarlo todo, ni que sea
quien dirija la totalidad de las operaciones; puede ser, simplemente, en la
realización de su bosquejo, un simple operario, pero el primer operario».
Esta es la conclusión a la que nos
lleva la comprensión cristiana de la praxis en el caso que analizamos: la
propia salvación, y en primera fila. Es evidente. Ya la «metafísica» no daba
para más, menos aún en nuestro país: los «metafísicos» de la burguesía han sido
alcanzados por la crisis y al preguntarse por la «Posibilidad de la metafísica»
se están preguntando, implícitamente, por la posibilidad de seguir siendo
útiles a la burguesía en tanto «metafísicos». Esta es la situación: no saber
qué decir ni cómo interesar. Arrojados a la región de las sombras por la
elaboración marxista que une la teoría con la práctica y devuelve nuevamente
las ganas de vivir, los filósofos oficiales descubren nuevamente la función de
la metafísica: apoderarse de una de las afirmaciones marxistas más
revolucionarias –la transformación de la realidad y de uno mismo como tarea
inescindible a partir de la materialidad histórico-económica– para encubrir el
proceso y salvarse, como intelectual, él mismo y sus semejantes en la
metafísica, en primera fila. Ahora entendemos: la «posibilidad de la
metafísica» consiste una vez más en diluir las más costosas significaciones
históricas. Para eso tienen que realizar el esfuerzo que la ideología burguesa
les solicita: tornar insignificante la realidad más doliente que conforma
nuestra comunidad en crisis, lo que más la revela: el análisis
«histórico-económico». La nueva aurora se abre: otra vez, en ese resquicio de
sombras, obscurecimiento y falso misterio, se abre para el profesor E. L. la
«posibilidad de la metafísica».
II
Amor marxista y amor cristiano
Amor marxista y amor cristiano
En la primera parte de este trabajo
hemos visto que la comprensión del marxismo y de la praxis a la luz del
cristianismo del Prof. E. L. deja de lado precisamente lo que le da sentido,
para asignarle sólo aspectos congruentes: a) con el acentuamiento de la
transformación meramente subjetiva; b) con un enfoque «fenomenológico» de la
materialidad que le permite prescindir de su proceso histórico-económico y
«espiritualizarla» hasta convertirla en «lugar» de la revelación; c) con una
comprensión de la dimensión social en el seno de la subjetividad que mantiene
la escisión radical entre intimidad y sociedad. Además hemos visto cómo el
problema de la objetividad y de la universalidad, que da sentido a la praxis en
el marxismo, desaparece completamente en el planteo del Prof. E. L. Deja lugar,
en cambio, a la aparición privilegiada del filósofo como primer trabajador: el
filósofo es el «primer operario», por lo tanto su función sería primera
respecto de los otros actores de la historia. De allí la nueva modalidad de
experiencia pseudo-objetiva que se produce en el seno privilegiado de su
subjetividad metafísica: la inteligibilidad que revela la praxis en el sentido
marxista se ve substituida por la «intuición volitiva», nombre laico de la
revelación cristiana, que permite prescindir de la opinión ajena.
Aquí
podremos entrar a analizar Cristianismo y marxismo, nota que
el profesor E. L. publicó enCefyl. Confrontaremos los primeros
resultados teóricos ya analizados con las conclusiones prácticas a la que llega
en esta nota, que contiene las respuestas a las preguntas formuladas por los
estudiantes que querían aclarar esa realidad «múltiple y confusa». Y veremos
que las diferencias teóricas que el Prof. E. L. encontró entre cristianismo y
marxismo, sintetizadas en la oposición entre «método fenomenológico» y «método
histórico-económico» se transforma, al pasar a este otro trabajo, en una
oposición complementaria que, a nivel histórico, aparece fundamentando un nuevo
enfrentamiento: el amor cristiano actual a todos los [120] hombres, basado
quizás en la percepción fenomenológica del otro, se rebela contra la lucha de
clases marxista, basada en el método histórico-económico y que supone por el
contrario un odio actual tanto como un amor actual. Así el cristianismo termina
oponiendo al odio y al amor marxista un amor sin odio, un puro amor. Analicemos
más detenidamente esta nueva vuelta a la tuerca del evasionismo cristiano.
Afirma el Prof. E. L. que en el
marxismo «falta esa fuerza de amor universal», y que «esa ausencia impidió, por
ejemplo, la total coherencia de una doctrina que por su misma esencia reclamaba
el amor, y ha dado origen así a las actitudes contradictorias (por ejemplo, la
que en nombre del amor y de la sociedad acepta y aún reclama la vía de la
destrucción del hombre y de la sociedad» (p. 2). Y continúa: «Y la
contradicción que señalo no es meramente teórica sino que se refleja en la
praxis: impide, a mi juicio, consumar la revolución que Marx proclamaba (que en
definitiva consiste en abolir las estructuras del imperio romano, que el
cristianismo fue el primero en estremecer) y preserva, por el contrario, tales
estructuras imperiales con todo su carácter cesáreo por más cambios que puedan
producirse dentro de ellas. Si el marxismo comprende esta contradicción y esta
ambigüedad, habrá encontrado definitivamente el camino revolucionario» (p. 2).
Ya hemos visto cuál era el sentido de
la praxis reclamada por el Prof. E. L.: era una praxis alejada de la
modificación histórico-económica, alejada de la verdad hecha en común: por lo
tanto una mera ensoñación. Este alejamiento de la historia concreta, material,
requerirá entonces en el cristianismo un simulacro que lo encubra y justifique
por lo más alto, una estructura afectiva que manteniendo la máxima lejanía
provoque la creencia de la máxima cercanía: eso será su noción del amor
cristiano. Vamos a demostrar que su concepción del amor constituye entonces la
necesaria forma afectiva que suple, con su filigrana sentimental, la ausencia
real, en su materialidad sensible, del mundo humano. La metafísica le permitió
al Prof. E. L. sustituir simbólicamente lo histórico-económico y situarse él
mismo, en tanto dotado de la más ajustada percepción fenomenológica de la cosa
en sí, como «primer operario» de una tarea imaginaria. Del mismo modo la
afectividad le permite cerrar «existencialmente» el circuito de su imaginación
y substituir, mediante una afectividad referida a un símbolo, Dios, la
presencia real de todos los hombres a quienes dice amar para seguir
permaneciendo dentro de la comunidad parcial y aprovechada del cristianismo.
Veremos, en
efecto, que al abandonar a Dios el marxismo recupera por fin verdaderamente al
hombre y lo pone, por primera vez, como centro de su sistema. Para el marxismo
el máximo objeto del amor humano tiene siempre forma de
hombre, y en este otro hombre la cualidad sensible humana encuentra el campo de
su más amplio despliegue. El otro, en tanto forma humana semejante, es también
la forma máxima de mi amor, respecto del cual debe ser medida toda relación
afectiva: en este acto de la más precisa singularidad –amar a otro– converge la
más amplia universalidad. Por eso decía Marx que «la relación del hombre con la
mujer es la relación más natural del ser humano con el ser humano. En ella se
muestra hasta qué punto el comportamiento natural del hombre llegó a ser humano
o hasta qué punto el ser humano llegó a ser su ser natural. Igualmente se
muestra hasta qué punto la necesidad del hombre se convirtió en necesidad
humana, hasta qué punto el otro hombre, en tanto hombre, llegó a ser una
necesidad para él, hasta qué punto la existencia es al mismo tiempo comunidad
y, aun en su límite más individual, la primera supresión positiva de la
propiedad privada». Aquí están contenidos, pues, los elementos esenciales del
análisis marxista: 1) por una parte, en la relación humana se halla ya
sedimentado el proceso histórico que lleva desde la naturaleza hasta el mundo
humano; 2) ese proceso vivido en la relación material, sensible, es al mismo
tiempo significativo, expresivo en su misma materialidad, de todo el proceso
histórico. «Así en esta relaciónse revela en forma sensible, reducida
a un hecho observable, la medida en que la naturaleza humana
se ha convertido en naturaleza para el hombre y en que la naturaleza se ha
convertido para él en naturaleza humana». Esto quiere decir que la relación
sensible, material, de un hombre con otro es la que actualiza entonces la
presencia de todos los otros, así como la dimensión cultural de lo que el
hombre creó en su proceso histórico. Queremos destacar bien que la significación de
lo universal permanece adherida al contorno específicamente humano, sensible,
del otro, y que solamente en esa relación sensible aparece la dimensión de la
totalidad y la presencia innegable, inmediata, de los demás hombres. De aquí se
pueden sacar varias conclusiones: a) el mundo humano material y sensible
constituye el fondo [121] de toda relación de amor; b) toda relación de amor,
si manifiesta el anhelo del máximo valor del otro, exige necesariamente la
transformación concreta y material del mundo, por lo tanto de los obstáculos
que se oponen a la existencia de mi amor: c) toda relación de amor es
significativa, en su materialidad sensible, de cómo a través de mi relación
singular de amor pretendo modificar lo universal, es decir la existencia de los
otros hombres. En otras palabras: mi amor singular significa, en tanto amor
sensible –y precisamente por serlo– mi relación con la totalidad de los hombres,
porque mi propio acceso a la humanidad de aquel otro a quien amo requiere mi
propia transformación sensible que los otros hombres me alcanzan en sus obras y
sus relaciones. Mi amor se confunde con la praxis, por lo tanto con lo
histórico-económico.
Totalidad abstracta y totalidad concreta
Vemos así que habría, a partir de aquí,
dos formas esencialmente diferentes de concebir la totalidad de los hombres –y
la singularidad de la persona amada, por lo tanto– en la relación de amor:
I) como una totalidad
simbólica, abstracta, hacia la cual no existe un tránsito material
inscripto en mi praxis cotidiana, modificadora de las condiciones sensibles que
envuelven a los otros. Para esta concepción, que separa lo «espiritual» de lo
«material» y que sólo o sobre todo se interesa por el amor «espiritual», el
continuo material que une en una universalidad posible, concreta, a los otros,
carece de sentido primero. Por eso va ligada aquí esta concepción a la
consideración de la persona como un absoluto que, surgiendo de Dios, encuentra luego tanto
a su materialidad como a los otros hombres. Yo amaría a los hombres en lo que
tienen de absoluto, desligados de la relatividad material separadora:
yo amaría a los otros a partir de su fuente, Dios, que expresa así cómo esa
totalidad humana espiritual existe para mi conciencia abstracta. En el seno de
Dios se puede dar la presunción de amar en El, ahora, a todos los hombres.
II) Como una totalidad
concreta, genérica, que está ligada a cada actividad singular y
sensible de mis relaciones con los hombres. La medida de esta relación sería la
presencia de los otros en cada acto de mi sensibilidad humana. Como no se parte
aquí de la separación del cuerpo y del espíritu, los otros no están contenidos
en un símbolo sino que, con su existencia y sus desequilibrios, muestran su
espíritu en el modo como graban su proyecto humano en la materia, como hacen
posible con sus actos la existencia y el reconocimiento mutuo. Esta
constitución de mi persona dentro de la totalidad es la que confiere un sentido
histórico a mi afectividad: me permite reconocer concretamente –pues mi
afectividad está ligada al mundo– la presencia de aquél que se opone al otro o
la de aquél que posibilita su máxima realización. No desplazo entonces con mi
existencia un amor universal actual, porque no hay todavía una
realidad universal humana que pueda amar en su totalidad. Amar ahora a todos
los hombres sería un sin sentido afectivo, un vacío considerado como un pleno.
Sólo desplazo entonces una posibilidad de amor universal, que será tanto más
serio en su pretensión de ser amor efectivo, sensible, humano, cuanto más
renueva concreta y sensiblemente los obstáculos que los hombres han interpuesto
para su existencia. Por lo tanto, cuanto más valido concretamente con mis actos
ese odio que me despierta la presencia de alguien que, para consumar su
existencia individual, se nutre de la vida de los otros: mi odio no es sino la
medida de la inhumanidad que otros hombres han hecho surgir en mí mismo. Si no
existiera este odio concreto el otro ser sufriente no sería, para mí,seriamente, otro
ser humano, sino una imagen abstracta, sería insensible a su dolor, a su
sacrificio, a su muerte. Si mi amor pretende ser sensible, mi odio no puede
menos que serlo también. La totalidad material introduce necesariamente sus
desequilibrios y su sentido en la individualidad que en ella participa: no hay
estados de excepción, no hay pureza afectiva.
Ante esta
situación ¿qué nos propone el Prof. E. L.? Nos dice: «La dialéctica de la lucha
de clases no supone de ningún modo odio y destrucción, aunque muchas veces los
marxistas lo tomen así: no es una lucha del hombre contra el hombre, sino del
hombre por el hombre y contra las cosasque lo enajenan. Hay hombres
–agrupados en clases– que defienden esas cosas enajenantes, y en tal sentido se
convierten ocasionalmente en adversarios» (p. 2). Dejemos de lado ciertos
aspectos de esta frase y retengamos los que se refieren a la destrucción de los
obstáculos, al odio y al amor. Mientras que el Prof. E. L., y el cristianismo
que sustenta, pretenden colocar al amor fuera y por encima de
las luchas de clases porque los hombres sólo son ocasionalmente sus
adversarios, con [122] lo cual sitúan al amor por encima de lo
histórico-económico, Marx empecinadamente nos habla del amor uniéndolo a lo
económico. Viene a unir lo que el cristianismo se opone más tenazmente, en sus
admoniciones, a ver juntos: el amor y el dinero, lo transhistórico y lo
histórico. Porque es sabido que el más fino análisis de la afectividad lo
realiza Marx –contra lo que opina el Prof. E. L.– refiriendo el amor al dinero.{2}
Amor sensible y amor insensible
Marx analiza
la afectividad del hombre luego de haber analizado la significación de la
propiedad privada y del dinero, lo cual quiere decir que considera las
relaciones más finamente espirituales en el estrato del intercambio y del
trabajo –y no en el alma, en el espíritu o en Dios. Al espíritu de los
cristianos lo pone a prueba en las relaciones materiales que sus adeptos sostienen
a través de las cosas. Y contra la escolástica afectiva del cristianismo,
contra sus sentimientos graduados y definidos de una vez para siempre, Marx nos
señala la movilidad esencial de la afectividad: cómo ésta depende de las
relaciones singulares y precisas que mantenemos con los hombres y con las
cosas. Comienza diciendo que todo sentimiento es una relación: cada sentimiento
debe ser descripto de acuerdo con el objeto con el cual el hombre vive una
relación históricamente situada. Porque es la cualidad que el objeto suscita en
el hombre como respuesta, la que actualiza sensiblemente el sentido, la
significación humana de la relación. Pero entonces, si todo sentimiento expresa
la relación con un «objeto» situado en el mundo, y varía con él ¿cuál es el máximo
«objeto», el «objeto» par excelencia en la sociedad capitalista? ¿El «objeto»
del hombre será el otro hombre? Si, como lo señalamos ya, para Marx la máxima
forma del hombre es el otro hombre ¿podemos afirmar que en nuestra cristiana
sociedad cada hombre se intercambia como tal hombre con el otro, para cada
cualidad humana manifiesta existe otra cualidad humana que la reconoce? ¿Cada
amor sensible, humano pues, reencontrará la forma humana del otro en el cual
pueda coincidir en su humanidad? No, dice Marx. En nuestra sociedad capitalista
el máximo objeto para el otro es el dinero: el dinero, puesto que se
intercambia con cualquier objeto, expresa la plenitud de lo real. Pero de una
realidad que no está en relación entonces con la posesión de las cualidades
sensibles humanas, sino meramente con el hecho de ser alguien el
poseedor del dinero, independientemente de las cualidades humanas que este
poseedor posea. El dinero suscita cualquier cualidad: «El dinero no se cambia
por una cualidad particular, una cosa particular, ni una facultad humana
específica, sino por todo el mundo objetivo del hombre y de la naturaleza. Así,
desde el punto de vista de su poseedor, transforma toda cualidad y objeto en
otro, aunque sean contradictorios. Es la fraternidad de los incompatibles:
obliga a los contrarios a abrazarse.» O, para decirlo de otro modo, puesto que
«el dinero es, pues, el objeto por excelencia», ¿qué sucede en
[123] la sociedad desarrollada donde impera la propiedad privada, por lo tanto
el dinero? Sucede lo siguiente: «transforma mis deseos de representaciones en
realidades, del ser imaginario en ser real». Es decir, realiza «la
transformación de todas las cualidades humanas y naturales en sus opuestos, la
confusión universal y la confusión de las cosas: convierte las
incompatibilidades en fraternidad». «El dinero aparece, pues, como un poder desintegrador para
el individuo y los lazos sociales. Transforma la fidelidad en infidelidad, el
amor en odio, el odio en amor»…, &c. Esto acarrea, señala Marx «la confusión
y transposición universal de todas las cosas, el mundo invertido, la confusión
y el cambio de todas las cualidades naturales y humanas».
La comprensión histórico-económica del amor
Se comprende
entonces que este mundo desintegrado, transpuesto, dado vuelta,
confuso, contradictorio e invertido, donde cada
cualidad y cada facultad y cada ser y cada objeto debe ser integrado,
enderezado y aclarado requiera –si este mundo histórico de las cualidades, de
las facultades y las cosas y los seres humanos nos parece primordial–
volver a hilvanar nuestras conexiones y relaciones con los hombres y las cosas
guiándonos por una inteligibilidad concreta que recupere la verdadera génesis
de la creación humana. De este modo podremos ponerlo todo nuevamente a prueba
uniendo cualidad con cualidad, facultad con facultad: descubriendo nuevamente
más allá de la alienación en la que nos hallamos, más allá del cristianismo que
la sostiene, la verdad del hombre y del mundo. No hay valor o cualidad, por más
elevada que ésta sea, cuya veracidad no esté conectada y no se ponga a prueba
desde la materialidad mínima del hombre, desde sus necesidades más humildes y
universales. Humanizar cada sentimiento señala una tarea: enderezar este mundo
dado vuelta para que los verdaderos sentimientos del hombre, que expresan la
resonancia personal que se produce cuando una cualidad humana se pone en
relación con otra cualidad humana compatible y no con otra cualidad
contradictoria, puedan surgir. No el amor hacia el que odia sino hacia el que ama,
no el respeto hacia el que es indigno sino hacia el digno de respeto, no la
enseñanza en boca de medrosos y serviles sino en aquellos que realmente tienen
el coraje de ir hasta el término del conocimiento, &c.
Marx verá
entonces los sentimientos, el «humanitarismo» burgués y cristiano, emergiendo
desde dentro de las relaciones que por intermedio del dinero la propiedad
privada los hombres mantienen. El dinero, en tanto objeto por excelencia,
define el plano más elemental e innegable de las relaciones actuales en que se
desenvuelve la sociedad capitalista. Pero si, como hemos visto, los objetos y
las personas suscitan diversos sentimientos según sea el fondo
histórico-económico sobre el cual establecen sus relaciones, los sentimientos
corresponderán por lo tanto a una determinada modalidad del ser del hombre
constituida en lo social: en lo histórico-económico. Y si sabemos que el dinero
(las relaciones basadas en la propiedad privada desarrollada) es el objeto que
hace variar esa relación provocando un disloque de todas las relaciones ¿cómo
no ver que lo que también varían son los sentimientos, y por lo tanto también
el amor, sentimiento éste el más totalizante dentro del campo afectivo
homogéneo del hombre: «transforma el odio en amor, el amor en odio»? Hemos
hallado, pues, que también el amor pasa por lo histórico-económico,
que depende de lo histórico económico, y que todo amor, para poder llegar a su
expresión verdadera (la expresión reconocida y compatible de todas las
cualidades humanas que conforman a la persona) debe transformar previamente
todas las relaciones histórico-económicas dejadas de lado, en la metafísica del
Prof. E. L., por estar basada en «supuestos» metafísicos del marxismo.
Y no se crea que éste es un análisis
«antropológico» en Marx. No se pretenda poner al amor, al amor cristiano, al
margen de esta crítica concediéndole un estatuto privilegiado, metafísico. Marx
habla de los sentimientos como «verdaderas afirmaciones ontológicas», no
antropológicas. El amor cristiano, justo en el momento en que pretende ser
divino, puesto que responde a una necesidad de ocultamiento de la base material
fundante en el hombre (ni genérica ni universal) es entonces, él sí, un
sentimiento antropológico, histórico en el sentido más limitado, no esencial,
creado por el hombre para negar el verdadero alcance de su ser: aquel que se
revela por el trabajo humano desde su origen natural. El amor cristiano, por lo
tanto, es lo universal alienado, porque lo universal ontológico es lo que
permite actualizar la totalidad concreta, material, del ser del hombre. Por eso
lo ontológico en el hombre está unido a la naturaleza, no es sobre-natural ni
transhistórico: [124] su advenimiento se produce desde la materialidad natural
transformada por la necesidad. No hay cualidad humana que no surja desde la
materialidad sensible del hombre. Esto quiere volver a decir que no hay amor
que no contenga necesariamente la forma del hombre. No hay sentimiento ni
afecto que no sea relación de una cualidad sensible humana con otra cualidad sensible
humana que la satisfaga. En este sentido el «amor a Dios» es una mera ilusión
de falsa totalidad –ilusión que la ausencia de amor al hombre hace surgir.
El amor que no toma cuerpo en el hombre
Pero
verifiquemos una vez más esta incidencia de las relaciones económicas en los
sentimientos. Marx comienza el análisis de la mercancía como objeto de uso
recuperando lo ontológico en lo óntico: «El valor de uso toma cuerpo en
el uso o consumo de los objetos», es decir el objeto adquiere realidad en la
relación de consumo, cuando es recubierto por una necesidad humana. Si el
sentimiento o el amor es la resonancia que una subjetividad experimenta en cada
relación que mantiene con el mundo, expresará para el hombre que la siente una
compatibilidad o incompatibilidad entre el mundo y cada acto de su proyecto. El
sentimiento en su más próxima subjetividad significará entonces
la experiencia de la coherencia subjetiva de cada hombre con la objetividad del
mundo. Del mismo modo como sucede en el valor de uso, los sentimientos
(resonancia afectiva de la relación del sujeto con el objeto) sólo toman
cuerpo, cobran existencia, en los objetos con los cuales el hombre se halla
en relación. Este tomar cuerpo no es una metáfora: el valor de
uso, tanto como el sentimiento que nos proporciona su significación, recubre en
ese momento una necesidad sensible, humana, una expectativa o anhelo –desde el
hambre y la sed humanas hasta la justicia o la necesidad del otro– en la cual
todo el mundo del hombre, todas las relaciones que lo atraviesan, convergen.
Pero, como es sabido, este valor de uso es recubierto y cuantificado por el
valor de cambio: aquí, en el seno de la necesidad y de la relación con los
objetos sensibles que la satisfacen, en la subjetividad del hombre se introduce
entonces el disloque y la escisión. Al aparecer el valor de cambio tanto el
valor de uso como el sentimiento concomitante adquieren un matiz peculiar, que
hace aparecer en el seno de la satisfacción y la afectividad más subjetiva la
dimensión más colectiva de lo social. Cabe entonces preguntarse: si el amor
cristiano es el amor ya universal que se desentiende de las luchas humanas en
lo que éstas tienen de más situado e histórico ¿qué amor es ese que no
toma cuerpo en nada? ¿Qué amor es ese sin objeto sensible, sin forma
humana, sin historia y sin lucha de clases? Fácil es ver entonces que en un
mundo de hombres encarnados hasta la más simple y mínima de sus
significaciones, esa actividad sin cuerpos y sin objetos humanos adquiere, por
más divina que sea, un sentido muy preciso: es la exacta estructura afectiva
que se adecua a un mundo donde impera el dinero, donde se abandona por
inconveniente la lectura primaria y esencial de la realidad que niega el amor,
y pretende darse un enderezamiento sólo simbólico. Podemos concluir: el amor
universal cristiano, que deja de lado las significaciones precisas de las
cualidades humanas que los hombres manifiestan, por lo tanto su sentido legible
en lo histórico económico, para amarlos como si esas
diferencias no existieran y no debieran necesariamente suscitar el odio, es un
subterfugio ideológico tendiente a inmovilizar este mundo invertido donde
«fraternizan las incompatibilidades»: «¿De qué modo se liberará el hombre?» –se
pregunta el profesor E. L.– Y responde: «mediante el amor.» «La dialéctica de
la lucha de clases no supone de ningún modo el odio o la destrucción.» «En los
Evangelios está claramente evidenciado que la dialéctica… y la lucha… no son
incompatibles con el amor.»
Pero vamos a
ver que este amor no es un exceso, una abundancia que se agregaría a la lucha
de clases. Es, por el contrario, una reducción, pues no conserva la lucha con
el sentido que es inherente a su realidad histórico-económica. Sí, ya sé, el
Prof. E. L. contestará que él también se «preocupa» por las luchas sociales.
Pero, como hemos visto, su participación marginal desde la comunidad cristiana
en la que se encuentra tiene un sentido preciso: encubrir, para los sometidos a
quienes dice amar, la significación concreta que les revela la afectividad
sensible, anteponiéndole una afectividad divina y transhistórica que disuelve
los sentidos humanos y no acepta leerse en lo «histórico-económico». Porque si
las relaciones afectivas evidencian cualidades, y toda cualidad debería
despertar la cualidad semejante en el otro para que sea ésta una verdadera
relación humana ¿cómo no ver que la verdadera realización afectiva del hombre
pasa necesariamente –no exteriormente, como si fuese un agregado a su ser
absoluto espiritual– por una [125] conversión radical de todas las relaciones
actualmente dislocadas, obligadas a abrazarse sin amor? Y puesto que los
objetos del mundo, y el hombre mismo, son producidos por este disloque, por
esta «fraternización de los contrarios», entonces sólo queda un camino: la
única línea de sentido que pueda volver a reanimar y enderezar la totalidad de
lo creado por el hombre debe trazarse desde el sentido mínimo de las relaciones
más humildes y materiales que los hombres mantienen entre sí, por lo tanto a
partir de lo histórico-económico que el amor cristiano deja de lado como
secundario. Por lo tanto a partir de la lucha de clases.{3}
A través del espíritu es la sangre lo que se
pretende sorber
En un mundo
donde imperan las relaciones capitalistas se produce entonces «la
fraternización de los opuestos» y de las «incompatibilidades». ¿Qué nos dice
aquí el cristianismo? El amor cristiano pregona que precisamente debemos «amar
las incompatibilidades», «amar los opuestos» o, como dice el profesor E. L.,
«la lucha no es incompatible con el amor». ¿Es este un exceso, una
superabundancia que nos alcanza el amor? Dijimos ya que no, por lo siguiente:
porque de este modo la prédica cristiana impide que la contradicción material y
mortal sea asumida en el mismo plano en el cual se ejerce el
poder de sometimiento, es decir en el plano material. Aquí es donde la escisión
entre espíritu y materia rinde su fruto político disfrazado de lo más alto: de
puro amor. La lucha de clases en su específico plano de lucha
histórico-económica resulta entonces no ser una lucha también
espiritual. El amor universal actual, a su espiritual manera, pretende realizar
la conversión de los hombres en el plano del espíritu, pero con ello quiere
obtener sobre todo un resultado: convertir la fuerza revolucionaria en
debilidad, la transformación de su materialidad humana en abstracción, la
reducción de su eficacia creciente a una mera conducta simbólica. Así, a través
del «espíritu» es la sangre lo que pretende sorber. Porque a través del
«espíritu» despoja precisamente a los sometidos de su único tesoro, de su única
brújula en el medio hostil que lo rodea: el odio, es decir la exacta respuesta
para la exacta agresión que se les realiza{4}. Para el Prof. E. L., en cambio, el
odio viene porque sí, solito al mundo: los hombres malos lo acogen. Pero el
odio, la falta concreta de amor, no es el hombre sometido
quien lo inventa: sólo es la reacción adecuada, precisa, que bordea con
todo rigor el contorno del sometimiento. Es la estructura afectiva que
su relación con un mundo de sometimiento decantó en él, esa que le
permitirá templar el exacto acero para terminar con la impotencia a la que se
los quiere reducir. Y es sabido, Prof. E. L.: ¿en quién puede tener efecto el
llamado al amor cristiano? No en los que ejercen el poder, porque siglos de
sometimiento demuestran que el amor no puede hacer que los poseedores o
dominadores logren, por amor, dejar de lado su poder o su
dominio. Si no es entonces con los dominadores, porque de lo contrario sería
suponer la suprema bobería en quienes lo proclaman,¿para quién va dirigido
el llamado al amor? Pues para los que no tienen como único poder sino su odio.Para
los que nada tienen, su única fuerza reside en la pasión que
los mueve: en su afectividad que agita el músculo que valida el poder creador
del cuerpo, que está tendido hacia su obstáculo que con toda precisión el odio,
la ausencia de amor, les señala. Es aquí, en este hogar de la rebelión, donde
el amor cristiano, disolvente del odio sólo [126] en los sometidos, viene a
intentar aplacar una vez más su rebeldía. Y entonces, cuando el Prof. E. L.
pone el acento en la autotransformación del filósofo, nos preguntamos: ¿por qué
se opone a esta necesaria autotransformación histórica que los hombres
sometidos deben experimentar?
Por eso nos vuelve a sonar a cencerro
este nuevo llamado al amor. Si frente al asesino y al torturador no siento odio
sino amor, mi amor es entonces el signo de mi inhumanidad, de mi servilismo, de
mi miseria. Si al humillado, sometido, despreciado, reducido al hambre y a la
frustración le pregono no el odio sino el amor hacia quien lo somete, lo
humilla y lo desprecia, estoy con ello remachando la esclavitud y poniéndome,
yo también, servilmente, al servicio del amo. Soy un pobre tipo más.
III
La inhumanidad del cristiano amor
La inhumanidad del cristiano amor
Hemos visto
entonces que el amor en el cristianismo y en el marxismo difieren
substancialmente. Para los primeros el amor no toma cuerpo en
ninguna relación sensible puesto que, en tanto puramente espiritual, sobrevuela
la realidad y ama los contradictorios desentendiéndose de su sentido
histórico-económico. Para el marxismo, en cambio, la afectividad surge
señalando con toda precisión el modo como cada hombre se incorpora entre los
otros: el amor o el odio señala las líneas de sentido histórico que niegan o
posibilitan la realización del hombre. Y esto porque en el marxismo el máximo
objeto de amor no es un símbolo –Dios– sino el otro hombre.
Pero esto
lleva a otra consecuencia importante: el amor cristiano obtiene todo su valor,
su presunta preeminencia «metafísica» y «sobrenatural», de su pretensión de ser
amor universal actual a todos los hombres. Mientras el marxismo asume el odio y
el amor al mismo tiempo porque ambos se hallan en mutua dependencia, y por lo
tanto es el suyo un amor particular que tiende a universalizarse materialmente
en un proceso real e histórico, he aquí que el cristianismo, frente a él, no es
sino todoamor, nada más que amor, y universal. Es decir, el amor
cristiano, espiritual, es universal en el espíritu porque, desdeñando la
materialidad que lo contradice, en tanto sólo espíritu no necesita primeroacceder
a la verdadera universalidad material. Tiene una existencia real en el
individuo antes de haber pasado por la existencia histórica: es individualmente
universal sin haber pasado antes por un proceso de creación universal.
Cabe preguntarse entonces: si el amor
«espiritual» cristiano no concuerda con la estructura real y sensible del
hombre, si es –como creemos– un subterfugio ideológico que tiende a transponer
el plano de la materia en el espíritu para tornar ineficaz todo cambio y
modificación, ¿cómo amará el cristiano, qué prodigio de relación afectiva será
esa que en un plano debe amar a quien debería odiar, y que termina sin amar a
quien debiera verdaderamente amar? ¿Dónde pierde su eficacia el amor cristiano?
Precisamente en ese plano que el cristianismo desdeña pero aprovecha: en el
plano material. Justamente ese que más nos importa a nosotros, marxistas, que
verificamos la verdad del espíritu en la materia –faltos de poder hacerlo en
otra parte.
En el
marxismo y en el cristianismo se enfrentan de este modo dos concepciones del
amor y del hombre, y toda toma de posición que lo ignore –aun cuando lo haga en
nombre del amor– tiende a hacer participar al sometido del mismo equívoco
anterior: es como si el amor cristiano, por privilegio exclusivo, definiera de
una vez para siempre la verdadera teoría del amor, del más puro amor sin pizca
de odio, y el marxismo, el cruel marxismo frente a ellos sólo fuera una
aproximación maculada todavía –maculada por el odio de clases–. Es como si el
marxismo pretendiera aproximarse penosamente, sin lograrlo aún, a ese cielo
cristiano del verdadero amor. ¿Cómo podría oponerse así el marxismo al más puro
amor, al depurado amor del cristianismo? Soberbia de los impuros,
resentimiento. Por eso aparece aquí la admonición del Prof. E. L., rectificador
del equívoco marxista, fiel de todo amor, para achacarle en nombre del amor bien
entendu que con un poquito más de esfuerzo, arrojando por la borda la
lucha de clases tal como la entiende el marxismo, llegaría sí a conciliarse con
el amor cristiano. ¿Por qué el marxista se macerará en la maldad, tendrá esa
vocación satánica hacia el mal, es decir hacia una concepción del amor
contaminada por el odio?: «…una doctrina que por su misma esencia reclamaba el
amor, y ha dado origen así a actitudes contradictorias, por ejemplo, la que en
nombre del hombre y de la sociedad acepta y aún reclama la vía de la
destrucción del hombre y de la sociedad.» Por eso el Prof. E. L., sobre el fondo
de la más completa incomprensión pero eso sí en nombre del amor nos vuelve a
repetir la gran lección que el cristianismo dirigió siempre a los débiles y a
los humillados: abandonad el odio, abandonad (en este caso) la lucha de clases.
No pide nada el Prof. E. L. en nombre del amor, nada más que una cosa: que
abandonemos la historia.
Si la
incoherencia del cristianismo reposa en el doble plano en que se mueve, que
corresponde como hemos visto por una parte a lo transhistórico y por la otra a
lo histórico, al espíritu y a la materia, a la revelación divina y al trabajo
humano, vamos a demostrar que sobre esa base el cristiano no puede amar
siquiera lo más concreto, la presencia inmediata del otro, porque la
percepción verdadera del otro hombre será aquella que recupera totalmente su
presencia histórica y sensible. Toda percepción humana pone a prueba lo
subjetivo en lo objetivo, pero ya lo hemos visto: para el marxismo la suprema
objetividad no se encuentra en ese símbolo de la divinidad abstracta sino en la
totalidad concreta que reúne a los hombres.
En efecto,
la diferencia no es la de un poquito más o un poquito menos de amor: está en
juego la concepción toda de lo que el hombre es, de su eficacia histórica, de
si en verdad quiere aproximarse al imperio concreto y material
del amor, o si sólo se consuela con alcanzarlo en una ensoñación imaginaria.
Porque vamos a ver que la transposición simbólica de la objetividad histórica y
humana en la divinidad, que oficia así de fondo sustituto para cada conducta
humana de amor, transforma también en un mero símbolo la presencia
concreta de cada otro hombre.
La verdad y el amor
El problema
entonces es de cuál es el verdadero amor, por lo tanto de cuál
es el tipo peculiar deevidencia que nos suministra la relación con
el otro cuando decimos que lo amamos. Porque debe haber un modo de llegar a
saber si el nuestro es un verdadero amor, es decir si el nuestro es un amor
humano.
Puesto que
el cristianismo del profesor E. L.. niega la evidencia lógica que suministra la
inteligibilidad histórico-económica y quiere trasladarnos a la evidencia
afectiva, a la «intuición volitiva», hacernos pasar del orden de la razón al
orden del corazón, tratemos entonces de comprender la evidencia emocional que
le suministra su amor. Si los sentimientos también son verdaderos o falsos, si
Marx pudo llegar a decir que en su época «la pasión carece de verdad», esto
significa que también los sentimientos poseen una inteligibilidad humana, como
ya lo hemos visto en relación con el dinero. Por lo tanto, la evidencia
afectiva, en la medida en que es un saber sentido, nos debe
permitir comprender cómo la singularidad del individuo le proporciona su
conexión con la universalidad, fuente en la cual verificará la verdad o el
error de su relación más subjetiva y personal con el mundo. Pero queremos
agregar: para el marxismo la verificación afectiva posee una estructura
semejante a aquella que regula la verificación científica, y responde por lo
tanto a los mismos criterios de la objetividad humana.
En las
doctrinas que ponen el acento en la afectividad «pura», que ponen al hombre en
contacto inmediato con lo absoluto divino sin pasar por los otros hombres, la
objetividad que da sentido a la persona se encuentra en el seno de la misma
subjetividad (o en el seno de una comunidad mínima privilegiada), lugar de la
revelación divina que oficia así de símbolo de la
universalidad. Es el caso de la Iglesia Católica o del profesor E. L. Pero para
el marxismo la universalidad no es simbólica sino concreta, es decir engloba en
lo sensible la inteligibilidad que se obtiene en la actividad histórica,
material, de todos los hombres. Se concluye por lo tanto que
el sentido de cada conducta individual sólo será verdadero en la medida en que
se conecta coherentemente con la totalidad inteligible e histórica de todos los
hombres, y ese amor individual, parcializado por el odio que es su fondo,
requiere entonces para ser verdadero la transformación material del mundo
humano.
¿Qué sucede
en el cristianismo? Tenemos que por una parte el cristiano amante se conecta
con lo transhistórico, con Dios –universal y absoluto–, y por la otra con los
otros hombres. Pero la verdad no surge de la figura objetivamente humana que
adquiere sus actos en el mundo de los hombres, sino de la adecuación afectiva,
sentida, entre lo que la divinidad le «revela» y su propia conducta
singular. (Esta adecuación subjetiva que se transforma en objetiva en la
intimidad es, digamos de paso, la rúbrica sentida que disuelve la significación
histórica que el Prof. E. L. reclamaba en su singular praxis, tal como lo
analizamos en la primera parte.) La universalidad y la objetividad no es un
acontecimiento histórico aunque se produzca en lo histórico, no es posterior a
la revelación sino anterior: la universalidad y objetividad precede a
la singularidad y a su proceso de creación colectiva, [128] la verdad está ya
dibujada en la relación que lo liga al cristiano con su iglesia o con su Dios.
Por eso decimos que el sentido de la espiritualidad cristiana es
inhumano, por más divino que sea: para ser verdadera esa espiritualidad no
necesita de los demás hombres en su creación sino en su pasiva adhesión. A
los otros hombres se acercarán después, desde ese hogar
primigenio de la soberbia «verdad» que este cristiano privilegiado –por la
gracia– logró formar en su intimidad, o en su grupo mínimo, para alcanzar su
propia «salvación». Por eso su amor está definido como «verdadero» de una vez
para siempre: porque es divino, absoluto y transhistórico, y porque emana de
una fuente inmaculada que no contiene el odio.
Expliquémonos la psicología del
cristiano amante y veamos si con este amor divino logra amar la individualidad
precisa y material del otro. Por una parte el cristiano, dice, se siente
inundado de amor por el prójimo, todo su ser está amasado por este amor. Hasta
aquí el sentimiento parecería cumplir su función laica: expresa esta
interiorización vivida, sentida, de su relación con el mundo.
Pero ya hemos visto que todo
sentimiento posee inteligibilidad, que no es irreductible a la razón: por eso
en el marxismo no hay una diferencia entre la evidencia leída a la altura de la
afectividad o de la racionalidad lógica. No hay oposición entre lo afectivo y
lo racional: ambos toman su objetividad del mundo humano. Para que mi conducta
con el otro a quien digo amar sea verdadera en el plano preciso de su
singularidad material, tendría entonces que reencontrar su significación
inteligible en el mundo concreto que nos produjo a ambos: a mí como amante, a
él como amado. El amor singular y sensible hacia el otro, a quien reconozco con
total precisión, que lo abarca como un todo inescindible, se concilia aquí con
la totalidad material cuyo sentido también se me revela en este acto de amor
como una totalidad material histórico-económica.
La totalidad alucinada
En el amor
cristiano asistimos, en cambio, a un sentimiento mixto: la plenitud individual,
subjetiva, ahíta de sentimientos, en tanto están considerados verdaderos o
falsos en su sentido derivado de la divinidad, puede tener como contraparte una
relación con el mundo abstracta, famélica. Queremos decir que el mundo que
suscita en su intimidad cristiana la máxima plenitud subjetiva, sentida, puede
conciliarse con la máxima pobreza objetiva. Es lo que pasa cuando, inundados
(subjetivamente) de amor, nos desentendemos (objetivamente) del mundo
histórico-económico. Aquí, la «materialidad» de mi sentimiento sensible queda
restringida a los límites de mi cuerpo, sin comprender a través de él la
materialidad del mundo humano. El amor entonces no ama todo lo
humano, como pretende, sino su filigrana «espiritual»: ese todo no
es más que la total falta de contenido que llena el odre vacío con la máxima
materialidad que la imaginación puede conceder: los sentimientos. La
afectividad, que está tanto unida a la alucinación imaginaria como a la
realidad, y que permite precisamente el equívoco, crea aquí también en el
cristiano, la alucinación del todo faltos de unirse concretamente
con el mundo y las cosas. De hecho, si asumo en mi intimidad la existencia de
un amor sin odio, mi intimidad corta de este modo la relación con el mundo
histórico, objetivo, y habiendo sido constituida en él, se da la ilusión de no
depender, de no haber sido constituida en él. Así la «subjetividad» espiritual
se conecta, mundo aparte, Dios mediante, con la «subjetividad» espiritual del
otro. Pero para que mi amor subjetivo sea verdadero, es evidente que debe
atravesar con un mismo sentido todas las estructuras materiales y
significativas de la realidad, que convergerían así en cada amor
singular. Este todo, pletórico de contenido, difiere completamente de ese otro todo simbólico
cuyo único contenido es la afectividad de mi amor, restringido a la única
materialidad que le presta mi propio cuerpo separado. Cada hombre, entonces,
cada grupo de hombres, cada Iglesia, cada clase adquiere el rostro –amado,
odiado– de acuerdo con el modo como ama y odia concreta, materialmente, en los
hechos, a sus semejantes. La verdad de estas relaciones se leen en los procesos
históricos. El cristiano resuelve el problema, como hemos visto, al suplantar
la totalidad objetiva de los hombres por una totalidad simbólica: la divinidad.
Entonces sí puede darse el gusto de amar ahora, actualmente, pese a las
diferencias concretas que gritan su inhumanidad, a todos los hombres.
Los ama, eso sí, con su más ferviente amor espiritual. Sólo que ¡ay! este amor
no ama la materialidad significativa y encarnada del otro, y el cuerpo tuvo que
limitar la experiencia de su conexión sensible para no sentir y ver y sufrir
[129] lo que una verdadera conexión con el mundo le produciría. Si lo hiciera,
y llegara a amarlo carnalmente sin distinguir su significación histórica
grabada en esa materia sensible, lo amaría inhumanamente.
Todo otro es bueno para el amor
Tratemos de
verlo con mayor claridad. Yo puedo sentirme plenamente embargado de amor ante
un hombre y sentir que este amor se apodera de todo mi ser. Pero este
englobante subjetivo, despojado de odio, sólo amor, ama en él a todos los
hombres del mundo: los ama en espíritu. Este hombre se convierte en el símbolo de
la presencia (ausencia concreta) de todos los otros. Pero si es un
símbolo, no es entonces este hombre preciso y definido, singularizado, que
tengo ante mí. ¿Por qué? porque me he desentendido del plano material,
y si ese plano se diera realmente, se integrara a mi amor, no podría
amarlos a todos sin introducir entonces la separadora significación
histórico-económica. Cada hombre oficiaría, en cada oportunidad, para
borrar esta materialidad inoportuna, como símbolo de los otros. Repito: si lo
amara partiendo de su condición material, de las estructuras histórico
económicas que a través de él se transparentan, mi amor no podría ser actualmente
universal. A través de este amor debería hacer como los marxistas: odiar y amar
al mismo tiempo. Al recuperar el odio recuperaría la función significativa de
mi propio cuerpo, y permitiría que su experiencia se conectara con la
experiencia del mundo: mi cuerpo se instauraría nuevamente en el continuo
material del cual el espiritualismo totalitario lo separó. Pues si partimos del
amor ya universal, y si cada hombre no reflejara a
los otros, para asumir mi materialidad aislada y separada, sin significación
universal –que para cada cristiano carecería, en tanto naturaleza, de
inteligibilidad y de razón– debería teóricamente recorrer la indefinida serie
de todos los hombres para realizarlo. De lo contrario permanecería en un amor
que nada modifica. El empirismo atomista es la contraparte entonces de la
universalidad simbólica del amor cristiano.
Desde el
punto de vista material el cristiano, amante en el espíritu de todos,
es incapaz de amar con plenitud a ninguno. Porque si todo otro, para
el cristiano, es siempre la oportunidad del amor, ese otro debe necesariamente
dejar de ser lo que singularmente es para convertirse en el símbolo de lo
humano. De este modo aparece el carácter traslaticio, abstracto, del amor: el
buen cristiano sólo necesita que se le ponga alguien al lado a quien amar. Todo
otro es bueno para el amor. Esta despersonalización es el fruto de la
descorporización y desmundanización del amor que se encuentra en la base del
amor cristiano. De allí ese matiz peculiar que aparece cuando el cristiano ama,
esa lejanía que se da en la presunta máxima cercanía: su esfuerzo por querer
por encima de su significación histórico-económica, por encima del rostro
humano del otro, no puede detenerse en su singularidad precisa aunque la tenga
necesariamente delante: la sobrevuela casi, la trasciende o la abarca con un
abrazo ambiguo y deslizante que la deja caer (como «materialidad» histórica) al
mismo tiempo que se aferra a ella (como espíritu). Al otro lo necesito amar
para salvarme a mí mismo. Pero si lo dejo caer como carne para amar el
espíritu, a través del espíritu no lograré nada: ¿no le dijo acaso ya Scheler
al prof. E. L., que «el espíritu es impotente»? Por eso para el marxismo, que
no separa el espíritu del cuerpo y recupera la génesis humana del primero en el
segundo, la cosa es más coherente y comprensible para todos: como allí donde el
cristianismo nos habla de espíritu aparece la materia que lo fundamenta y que
ellos ocultan, nos damos a modificar las relaciones humanas y las cosas por
allí donde la eficacia se revela, a nosotros, pobres humanos alejados de la
gracia, con el más terrible de su poder, aquél con el cual los cristianos
sojuzgaron a los otros: con la materia. Y he aquí que al hacerlo vemos que se
modifica el «espíritu». Allí donde la estructura es material –el amor al
hombre, por ejemplo– nos parecería absurdo oponerle al que sojuzga la eficacia
simbólica de las conductas «espirituales», destruir un cañón con la idea de
un cañón, destruir el odio concreto hecho conducta de muerte con la idea del
amor, venir a combatir la lucha concreta que se realiza en lo social con la ideade
la no-violencia (que, dicho sea al pasar, fue en su aplicación concreta una
violencia material cuyas pérdidas el colonialista computaba en libras
esterlinas). Pero el amor también espiritualiza la no-violencia –que no es sino
otra forma de violencia– para retener solamente, entre nosotros, su áurea
espiritual: su ineficacia material. Por eso Marx podía decir: «Para una sociedad
de productores de mercancías, cuya [130] relación de producción generalmente
consiste en estar en la relación con los propios productos en cuanto son mercancías,
y por lo tanto valores, y en referir sus propios trabajos privados
unos a los otros en esta forma objetiva como igual
trabajo humano, el cristianismo, con su culto al hombre
abstracto… es la forma de religión más apropiada». ¿Apropiada
para qué? Ya lo hemos visto: para formar un todo coherente que contenga,
inmodificables, las formas de relación basadas en la explotación de unos
hombres sobre otros.
IV
El inservible amor
El inservible amor
Después de todo lo enunciado, cabe que
nos preguntemos: pero entonces, ¿para qué sirve este amor que no le sirve para
nada al amado? Y descubriremos que la función del amor cristiano, tal como
aparece ejemplificado en el caso del prof. E. L., configura una técnica
espiritual para permitir que el cristiano se salve, él el primero, y en primera
fila.
En efecto,
el prof. E. L., como todo cristiano que participa en una ideología
justificatoria de la maldad –la maldad de la Iglesia y de los cristianos,
dentro de cuya comunidad permanece sin abjurar de ella– logra un resultado
personal prescindente pregonando la apariencia del amor. En primer término,
vuelve a inaugurar ese camino muerto de la buena conciencia individual y
absoluta que pretende «salvarse» porque ella misma realizó tal vez el
sacrificio que, por ese mismo hecho, está autorizada a solicitar a los otros. «Yo
he cumplido ya con el enunciado del amor, parecería decir: ahora, que cada uno
cumpla el suyo». Pero partamos de lo siguiente: el incumplimiento por parte de
los cristianos, aún de los más sacrificados, de los principios que dicen
sostener. No hay cristianos, menos aún entre nosotros y ni siquiera el profesor
E. L., que lleve hasta su extrema significación espiritual y amorosa la
sentencia de San Juan, citada por él mismo: «El que tuviera bienes terrenales y
viendo a su hermano pasar necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo habría de
morar en él el amor de Dios» (p. 1.). Sin embargo este enunciado incumplido es,
para el prof. E. L., amar de un modo «concreto y efectivo» (id.). Pero, de una
buena vez, ¿se da cuenta el prof. E. L. que todos son nuestros
hermanos, y que tengo que igualar con mi pobreza, dándolo todo entonces,
a la del más desfavorecido? Digámoslo de una buena vez: entre los cristianos
nadie, y menos aún la Iglesia como institución, realiza ese acto de santidad
cotidiana, en ninguno de ellos por lo tanto mora entonces el amor de Dios. Pero
hasta concedamos que tal vez el profesor E. L., puesto que lo cita a San Juan,
les abra sus entrañas a los necesitados. Entonces nosotros seguiremos
preguntando: con su filosofía del amor ¿cómo logrará que el señor Patrón Costas
o los señores de la Shell o el «caudillo de España por la gracia de Dios» –del
mismo Dios que el prof. E. L.– abran las suyas? ¿Como logrará con su filosofía
del amor que las entrañas cerradas del imperialismo, que se apoya en la Iglesia
Católica como uno de sus más caros fundamentos, nos permita recuperar nuestros
propios bienes terrenales y espirituales para satisfacer las «necesidades»
(esas de las cuales habla San Juan) de millones de hombres, «hermanos»
nuestros, condenados al hambre, al sufrimiento, al analfabetismo o a la muerte
prematura –y a la incapacidad por penetrar en las lucubraciones metafísicas y
trans-históricas del prof. E. L.? ¿De qué mundo, nos preguntamos, es el prof.
E. L. el «primer operario»? Yo sólo sé que, de hecho, el amoroso católico
Patrón Costas, mientras les niega a los cañeros un aumento de salarios, dona
150 millones de esos mismos pesos para que los jesuitas, llegados de la sede
del imperialismo yanqui, vengan a abrirnos una nueva universidad pontificia para
pregonar una vez más el amor del Prof. E. L. Para esas entrañas de los
obreros cañeros, ¿cómo abren los cristianos argentinos las suyas?
Ya hemos visto que la filosofía del
amor no corre como verdadero amor sensible: sólo corre como «filosofía», como
«posibilidad de la metafísica». La trampa de esta expresión, lanzada en medio
de la burguesía intelectual, consiste en lo siguiente: la defección moral en
que necesariamente nos situamos como consecuencia de la infracción a la ley del
imposible amor nos desvía de actuar entonces concretamente en el campo
histórico-económico, y nos abre el infinito de la acción individual que termina
en el atomismo que conserva intacta la estructura fundamental del sistema
capitalista (el limosnero, los traperos de Emaús, el hermano «Pierre»,
&c.). Este sacrificio, de realizarse, acabaría con nuestra vida personal
sin resolver el problema, y nos inutilizaría como personas eficaces dadas a la
actividad social. Entre mi situación actual, que es [131] de odio y amor
parcial, se introduce la necesidad de borrar los límites que la propia
experiencia me presenta para pasar a sentir lo que el santo siente, por
ejemplo. Allí están para ello los imposibles modelos del cristianismo, esos que
todos cuelgan y nadie sigue, porque de hecho son modelos invivibles.
Invivibles, digo, pero no inutilizables. ¿Acaso no acaba también el prof. E.
L., de colgarnos su San Juan en la cabecera de su artículo? ¿Abrir las
entrañas? Metáforas de lo imposible.
La paradójica comunidad del amor
Así entonces
cuando el prof. E. L. desdeña la primacía de la totalidad concreta que se
revela en el impuro odio y amor histórico-económico porque no es abarcable como
la totalidad divina en la pureza de su mero símbolo, la trampa para desechar lo
concreto descubre para nosotros –no para el cristiano– su carácter formal: abre
por encima de lo concreto y material desgarrado la dimensión del infinito{5}. Inaugura por lo tanto la trampa de
la eficacia que se salva en la consolación moral individual. Pero como el «ordo
amoris» de los hombres no es producido por el espíritu revelado sino por las
relaciones de producción, aceptar las significaciones que nos alcanza el odio
de clase, y el amor de clase, es comenzar a encauzar la afectividad por las
líneas de sentido que nos abre la objetividad del proceso histórico, por lo
tanto conciliar lo individual y colectivo en la lucha de clases. Es esta
conciliación la que impediría, por ejemplo, la paradoja de ver a un miembro de
la religión del supremo amor estar fundido concretamente en una institución
positiva –la Iglesia desde la cual se proclama ese orden de amor– que en toda
su historia y en su actividad actual niega precisamente ese orden del amor
–«somos una minoría», confiesa doloridamente el Prof. E.L.– y por el contrario
se asiente en los que promueven y entronizan las relaciones de odio. Desde esta
perspectiva que es la nuestra la coherencia aparente que el cristiano «puro» se
proporciona a sí mismo –amor actual y universal a todos los miembros de su
comunidad cristiana por encima de la figura objetiva de sus actos, que la
Iglesia misma no reprueba pues se encuentran todos unidos, sin separación, en
su comunidad– es la que le permite al Prof. E. L. ese acto interno de
solidaridad espuria: amar a la comunidad de amor cristiana en la cual se
encuentra él mismo integrado, y que es la que segrega, admite y tolera –por
encima de lo declamado– las estructuras de dominio, de explotación y de muerte
que se cierne sobre millones de hombres. Aclaremos: el cristiano «puro» que
retrocede hasta las catacumbas para poder reconocerse minoría entre los mismos
cristianos ama entonces como hermanos a esos mismos cristianos que realizan ese
acto de la más tremenda inmoralidad e irreligiosidad: utilizar el amor como un
mero subterfugio ideológico, un arma más de guerra para la dominación del otro.
De allí pasa luego el Prof. E. L. a la transformación de toda la
sociedad, sin haber previamente transformado la suya, esa comunidad
sagrada de amor que niega el amor. Pero ya también, por esa misma decisión,
eligió sus armas de lucha y su fracaso. ¿No es extraño que esta concepción deba
proporcionarse del marxismo, para tolerar la propia, la siguiente imagen
deformada: «el marxismo, en nombre del hombre y de la sociedad, acepta y aún
reclama la vía de la destrucción del hombre y de la sociedad»? (p. 2). Nótese
la falta de sutileza lógica de esta afirmación: en la primera parte «en nombre
del hombre y de la sociedad» se refiere a lo que el marxismo persigue: alcanzar
el hombre y la sociedad verdaderamente humana (lo universal); en la segunda se
trata justamente de aquellos hombres y de aquella sociedad que niega a que los
hombres y la sociedad se humanicen (lo particular). [132] Para su sutileza
filosófica esta diferencia desaparece: ambas son universales. ¿Qué quiere decir
esto? Que para el Prof. E. L. tanto valor posee una sociedad u otra, un hombre
u otro, y que la «destrucción» de lo negativo significa para él la destrucción
de lo humano. Se ve así que el Prof. E. L., para justificar la inhumanidad del
cristianismo histórico, debe asignarle al marxismo una inmunidad paralela en la
que la buena conciencia cristiana, pero ahora sí, la verdadera, se abra camino
desechando ambas desviaciones.
La paradoja
del cristianismo «puro», «verdadero», unido al cristianismo primitivo saltando
por encima de la figura histórica actual de la Iglesia, es que se ve
necesariamente, por definición, integrado en una comunidad de amor que niega
sus propios principios, esos del amor. Si al Prof. E. L. le parece tan tremendo
que el marxismo niegue ese amor, precisamente quienes nunca lo han proclamado
para sí, ¿cómo no le hemos visto golpearse al menos el pecho, no digamos hasta
quemarse en vida como los monjes budistas perseguidos por los católicos, ante
esta paradoja? Y como no lo hace y permanece entre ellos, se comprende que el
primer acto complementario de su adhesión deba consistir entonces, para
posibilitar su propia existencia dentro de la comunidad cristiana, en resolver
esta enorme paradoja interna: que el amor en el propio cristianismo suscite
el odio, que el espíritu cristiano suscite la avaricia material, que el
ascetismo cristiano de sus grandes modelos suscite el apego hacia los goces más
efímeros. Esta contradicción interna es la que lo lleva a proclamar ese amor
sólo espiritual, que no se lee en lo concreto, y que ama universalmente a
todos, a pesar de sus actos. De lo contrario tendría que excluirse de entre los
cristianos, o renunciar a serlo. Esta trampa del cristianismo es insuperable
para la conciencia cristiana porque lleva consigo la justificación: está
adherida a una concepción dualista del hombre que le permite elegir en cada
caso el plano privilegiado en el cual cada acto deberá ser jugado, absolviendo
su conciencia y resolviendo la paradoja a su favor{6}.
El odio que suscita el amor
La supuesta
contradicción que el Prof. E. L. proyecta sobre el marxismo nada tiene que ver
con esta doctrina: es meramente una contradicción interna del cristianismo mismo,
que se expresa en el hecho de que una comunidad amorosa deba provocar
históricamente el dominio y el odio hacia los otros. En ese sentido falta por
probar primeramente en aquellos mismos que adhieren al cristianismo la
verdad de sus postulados. Hasta tanto el cristianismo mismo no haya resuelto
esa contradicción interna («en el caso del cristianismo, la idea que tengo
sigue siendo una minoría», nos dice) que el marxismo puso al descubierto e hizo
estallar, ¿con qué derecho, nos preguntamos. viene uno de ellos a ofrecernos
sus servicios («requieren por ende una complementación mutua») a quienes desde
el comienzo, en oposición a lo que aparecía como una falsedad, han asumido sin
contradicción la existencia de un amor verdadero junto a un odio legítimo? Y ese
odio, bueno es consignarlo, no fue el marxismo quien lo introdujo o lo creó: lo
encuentra sólidamente instalado en las sociedades donde el cristianismo,
precisamente, introdujo más poderosamente su dominio espiritual. Nos referimos
a España o a América Latina, en particular. Y lo que el marxismo viene a
destruir es justamente la escisión entre el espíritu increado y la materia que
establece la vida del hombre en planos separados, donde la unidad, –que hará
estallar la infamia de los dominadores– pueda lograrse.
Y si «el imperio se cae definitivamente abajo», como anuncia el Prof. E.
L., esa caída que les recuerda a los cristianos los principios del amor no es
obra del amor. Es obra de la lucha concreta y objetiva que llevan a cabo, en el
riesgo de muerte, los hombres que tienen el difícil coraje de ir hasta el
término de sus conductas colectivas, que están inundados de odio pero también de amor hacia muchas cosas, y
no solamente contra los «constantinos del siglo XX». Si los adeptos del amor
pretendieran modificar la historia no serían de temer para los constantinos:
¡tanto es así que [133] los toleran dentro de sus propias filas! ¡Mientras
pidan primeramente amor y no sean violentos! Con esto queremos señalar que la
posición del amor actual, que aparece en la conciencia individual a la búsqueda
de salvación, constituye una actitud marginal solamente permitida por la
modificación que introdujeron los hombres que han asumido las condiciones
histórico-económicas de dominio y dependencia, más allá de los subterfugios
afectivos proporcionados por la adhesión a una clase –y a una divinidad. La
actitud que preconiza y asume entonces el Prof. E. L., es posible porque los
hombres revolucionarios que se hicieron cargo de su materialidad profundamente,
le han abierto con el sacrificio de sus vidas (cuya desaparición ningún amor
logrará nunca calmar) el campo en el cual la trémula florecilla de su amor
inmaculado puede agitarse, por ahora, en el cantero bien abonado de la
Universidad. Son los otros, los que odiaron y amaron profundamente, los
desdeñados por el Prof. E. L., quienes le permiten ahora darse el ámbito
imaginario de su puro amor.
――
{1} Cuando el Prof. E. L. quiere hablar
de «objetividad» recurre contradictoriamente a un «objetivo» subjetivo. Dice,
en efecto: «Una ética de la responsabilidad no sólo no es forzosamente atea,
sino que exige, a mi juicio, para no caer en el subjetivismo psicológico, una
realidad trascendente ante la cual se responda». (Discusión, Junio 1963,
pág. 4.) El caso es que no sólo hay un subjetivismo psicológico, sino también
ese otro subjetivismo teológico, al cual adhiere el Prof. E. L. y del que nos
encontramos, en tanto negadores de su dios, excluidos: esa realidad
trascendente de la cual sólo nos puede decir que «es dinámica, es fuerza
creadora en acción», como si con esta vaguedad caracterizara algo más que sus
ensueños místicos remitidos a lo inefable. Nosotros sólo conocemos una sola
objetividad y por lo tanto humana: aquella que construyen y verifican la
totalidad de los hombres a través del proceso histórico. Esta objetividad, que incluye por
lo tanto la perspectiva de un E. L., por ejemplo, como afirmación que debe
verificarse en la historia, no tiene nada que ver con aquella
otra «objetividad trascendente», revelada, que nos excluye. Su
«trascendencia» será objeto de contemplación activa en oposición a la pasiva,
pero en tanto revelación de valores y de la verdad será siempre contemplación.
¿Qué tiene esto que ver con el marxismo, con la verdad que se elabora en común?
Es simplemente soberbia dogmática disfrazada con la piel de cordero del
imposible amor.
{2} El Prof. E. L. dice: «Por cierto que,
con respecto al amor, Marx guarda un sugestivo silencio (sic),
pero esto es, a mi juicio, sólo una debilidad de su pensamiento, que no ha
sabido ubicarlo en el hombre histórico concreto. ¿Acaso no hubiera podido decir
Marx que él mismo amaba a los obreros explotados en Manchester y en Lyon, y que
ese su amor era el que lo conducía en una búsqueda de la liberación común? Y,
junto con Marx, ¿no lo podrían decir la mayor parte de los auténticos marxistas,
o sea, con exclusión sólo de los que militan en la izquierda por proyectar
sobre la sociedad su rebeldía contra el padre o cualquier tipo de conflicto
personal?» (p. 7). Aclaremos: 1) el «sugestivo silencio» que el Prof. E. L. le
atribuye a Marx se convierte, para nosotros, en «sugestiva ignorancia» de parte
del Prof. E. L., como quedará claro con estas citas de Marx sobre el amor y la
afectividad. 2) La «debilidad de pensamiento» que el profesor E. L. le atribuye
a Marx, no es, creemos, sino conciencia de la hipocresía que significaría
recurrir al amor, después de su utilización por el cristianismo, para someter
justamente a los obreros. Su debilidad de pensamiento no era sino sólo
vergüenza histórica ante los que osan todavía utilizarlo. Por eso critica al
amor cristiano, vigente en la burguesía, a través del dinero. 3) En cuanto a
los marxistas que no recurren al amor que el Prof. E. L. les impone, y a los
que explica también por otra debilidad, esta vez psicológica, sólo nos queda
por decirle: más válido es rebelarse contra los padres, que tal vez encarnan la
cadena de opresión social que se continúa en la familia, y a través de una
situación subjetiva personal, asumida objetivamente, conectarse con la
revolución, que someterse (psicológicamente) al padre valiéndose de la
transposición que efectuamos al proyectarle ese otro Padre que está en los
cielos y que nos condena obscuramente a la sumisión en todos los planos: en el
social y en el familiar.
{3} Para hacer posible esta separación,
que ya hemos leído a nivel de su metafísica, los objetos también son
presentados por el Prof. E. L. como si carecieran de historia humana, como si
no fuesen realmente creados en tanto objetos humanos por el hombre: «no es una
lucha, dice, contra el hombre sino del hombre contra las cosas que
lo enajenan». Estamos de vuelta en Hegel.
{4} Pero lo que el cristianismo no podrá
al parecer nunca comprender es que este mismo odio difiere del odio cristiano,
ese odio sin futuro que agarrota todavía a los políticos en nombre de Dios. El
odio que aparece en la lucha de clases, puesto que no está separado de la
transformación concreta e histórica del hombre, incluye la real modificación de
esos hombres a quienes se combate, una vez que el combate haya abierto
concretamente la posibilidad de la transformación. El «odio» marxista está incluido
en la real modificación del hombre que le da sentido, por lo tanto, el posible
amor esta ya contenido en él: su odio es lucha concreta contra quienes lo
suscitan. En el cristianismo el odio está radicalmente separado del amor, por
lo tanto fijo de una vez para siempre y alejado de su transformación histórica.
El odio concreto del cristiano, que conserva las estructuras que lo
posibilitan, no tiene salvación histórica. Hacen bien en recurrir
entonces a lo «trans-histórico».
{5} Este pasaje al infinito no es una
metáfora: el Prof. E. L. disculpa los 1963 años del cristianismo, que nada
dicen, pero en cambio exige con toda perentoriedad que la filosofía de Marx se
cumpla totalmente a los 45 años de existencia del primer país que realizó la
revolución. Como vemos, el Prof. Eggers Lan se instala en el infinito para
juzgar al cristianismo transhistórico, pero en el instante cuando se trata del
marxismo. «Porque el marxismo de Marx y Engels –e incluso el de Lenin– proclama
como objetivo la supresión de la división del trabajo, como efectiva supresión
de las clases, y la consiguiente destrucción del Estado, instrumento de
opresión de unas clases sobre otras. Y el caso es que nada de eso se manifiesta
en hechos presentes y ni en promesas de los dirigentes de los países
comunistas…, &c.» Aquí E. L. adquiere su verdadero rostro
contrarrevolucionario: sus argumentos son los mismos de la derecha (p. 4: Discusión,
En torno a la antinomia entre cristianismo y marxismo, junio de 1963).
{6} El monismo del cual habla el Prof. E.
L. no es para ser tomado en serio. Dice que ese monismo sería semejante tanto
en Scheler como en Marx, por lo tanto no distingue que el suyo (y el de
Scheler) es un monismo que presenta la fisura imborrable por donde el espíritu,
revelado, se soldó a la materia, que por lo tanto no se inaugura en ella por la
actividad creadora y el trabajo histórico.
(Pasado y Presente. Revista trimestral de
ideología y cultura Córdoba, julio-diciembre de 1963 año I, número 2-3,
páginas 113-133)
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