Postsoberanía, una lectura

por Federico Galende


Postsoberanía. Literatura, política y trabajo, de Oscar Ariel Cabezas (La Cebra, 2013) es el título de un libro de Oscar Ariel Cabezas, eximio profesor chileno que lleva tiempo ya recorriendo los aularios del mundo y que nunca deja de envolver con láminas de trastornos los temas que trata. El vocablo que escogió esta vez no es la excepción: “Postsoberanía”. ¿Qué significa? Es una palabra que pone en su cabecera un prefijo que amortigua una potencia crucial de la terminología política moderna, pues cuando ese prefijo no existía (o el vocabulario político aun no lo agregaba), se supone que los colectivos humanos vivían bajo la ilusión de que la realidad política era efecto de un fuerza detrás de la cual estaba lo humano mismo, dividido dramáticamente en rodajas según su suerte o pericia, y no bajo alguna abstracción celeste o algún fundamento excepcional o divino. Ahora es distinto: la postsoberanía nos invita a pensar que hay un cenáculo de ángeles y estrellas que se encarnan en la tierra y dirigen el reparto. Es el dispositivo de la devoración que analiza Eduardo Rinesi pero desde la vereda contraria, pues en lugar de ser para Cabezas la política lo que el poder abstracto de las imágenes de los medios no alcanza a deglutir, es el espejo de agua en el que se refleja una coreografía regurgitada.

Con esto se pasa de inmediato de Maquiavelo (y su inauguración de la política como producción humana de realidad o, en términos de un Gramsci o un Mariátegui, que le llamaron hegemonía al arte de proceder contra el príncipe secuestrándole sus mismos procedimientos, como interrogación desnuda acerca de cómo la realidad está hecha) a la que fue fama en Schmidt, a quien alguna vez Jacob Taubes tuvo que responderle “que la separación de poderes entre mundanos y espirituales era absolutamente necesaria, pues si esta línea de demarcación no se traza, ya no vamos a poder respirar”.

Pero ¿se traza?, ¿lo hace así Oscar Ariel Cabezas?, ¿es acaso su libro sobre la postsoberanía una continuación de esos episodios de El reino y la gloria en los que Agamben se explaya sin problemas sobre la definitiva subsunción de las resistencias del pueblo a la máquina del reino y el espectáculo glorificado? En principio, no: el libro de Cabezas es un libro sobre la contorsión de las identidades, sobre la posibilidad de que éstas tuerzan sus barrotes para huir de la vida como una forma que el poder alquila. Es un libro sobre la contorsión que se contorsiona él mismo, en el sentido de que, sintiendo la necesidad de doblarse hacia adentro antes de ser tocado por la “policía celeste”, se estira para escabullirse de la atmósfera de las hegemonías. El lugar es incómodo, pero el contorsionismo no existiría sin el agravio de los reductos.

Aunque pensándolo bien ¿no es él mismo como arte la transfiguración poco obediente de toda inmanencia? Ya dijimos que el libro de Cabezas va más allá del horizonte que Maquiavelo esbozó a inicios del siglo XVI (cuando él mismo estaba encerrado por conspirar contra una familia divina, similar a la que Blanqui noveló tres siglos más tarde) colocándose más acá de esa emancipación liberal que Schmitt percibió abortada de antemano por los poderes cósmicos del tribunal católico. Por eso es un libro sobre la transmigración de los cuerpos, de los cuerpos y de la carne, esto es: un libro marrano sobre el marranismo.

Tenemos los cuerpos que van cayendo lentamente del plato de España, la marcha atribulada de esos judíos (deja tu mula, tu hembra, tu arreo) que abandonan el plano o saltan al vacío metamorfoseados en sefardíes, el edicto de 1492 flotando en el aire como un gran papiro indiferente, las pesadas llaves de las casas abandonadas cargadas en el viaje como una corona de espinas. Son escenas que rememoran el dolor contenido del mutante, transfiguraciones que se retraen hacia el pliegue triste y desoído de toda inmanencia, todo ello convergiendo en la desolación propia de quien habiendo perdido la identidad que tenía (la de judío) queda privado de adoptar alguna que le siga (la del cristiano). Marrano es el nombre para una puntuación que sucede entre dos grandes oraciones de la historia, como este libro. 

Pero entonces queda todavía una cápsula de aire, que en la segunda parte de Postsoberanía Cabezas invoca a partir del Borges más antiperonista, el de La fiesta del monstruo, donde el judío errante se convierte en el relámpago letrado que las hordas primitivas de la Argentina cazan y devoran. El abrupto cambio de marcha, el pasaje de una escena a otra, de la España de Torquemada a la Argentina de Borges y Bioy, que dicho sea de paso hace del edicto de 1492 un documento desdoblado, sólo puede significar una cosa: que judío es el nombre para una pugna entre la contorsión del nomadismo y el modelado de una teología encarnada. Es la puntuación imprecisa en la que se citan fuerzas que se repelen: las fuerzas del escapismo y la de la escultura. Por eso Cabezas no celebra al Borges que en la línea de Lugones inaugura un gran yacimiento para el anti-populismo literario sino que muestra, más bien, que si el anti-populismo literario fue el útil de un día que buscó liberar los átomos individuales de la enredada malla del estado administrado por Perón, ahora hay que entender que detrás de eso se ocultaba un iluminismo peligroso que había trabajado subrepticiamente para la desregulación del capital y el advenimiento de su lógica de acumulación post-soberana.

Se supone que aquel anti-populismo había obrado bajo la ignorancia de que lo que seguía al padre populista era algo aún peor: el padre postsoberano, liberador de amarras, mascarón versátil de la proa sin rumbo del capital desregulado. Roberto Espósito le puso un título a esto: “gobierno político de la despolitización”. Se trata de lo que en Chile llegó para quedarse (está por verse) y en la Argentina que siguió a Perón quiso implantar la dictadura, logró consumar el menemismo y vinieron a interrumpir los K. Aunque lo que a Cabezas le interesa no es tanto mostrarnos esto como ponernos ante un mundo en el que, a lo Lacan, se debe escoger entre el padre y lo peor, entre la ley y la excepción o entre el padre hecho símbolo y el padre crudo, con las vísceras cremosas del fluido libre del capital a la vista. Son vísceras divinas, puesto que lo que Cabezas nos da a entender es que la soberanía de la ley no fue más que un momento ilusorio en el camino hacia la consumación teológica de la política postsoberana sobre la tierra. La soberanía fue una iglesia en la que los hombres soñaban ser dueños de su destino colectivo.

De ahí que en la tercera parte del libro, después de revisar edictos y tasar anzuelos iluministas, se vaya directamente a las teorías de León Rozitchner, antiperonista de estirpe que a título de un izquierdismo pulsional supo eludir muy bien la patria borgeana. ¿Qué es lo que le interesa a Cabezas de las teorías de Rozitchner? Le interesa la defensa que el león herbívoro, como lo llamó alguna vez Horacio González en alusión a su nombre de pila, profirió más de una vez a favor de la prolongación del cuerpo materno del Yo primario, cuerpo del que el camino viril de la historia (con sus estaciones holísticas, soberanas y postsoberanas) nos separan. Algunos recordarán al pasar una antigua conferencia del herbívoro en la que a propósito de una nota de La conquista de américa, de Todorov, retiene la anécdota de la mujer enviada a los perros hambrientos en virtud de su rechazo a pactar un amorío con el conquistador. Esa mujer es para Rozitchner también una suerte de resto marrano en el cruce dramático entre dos culturas patriarcales que la desechan: la del Imperio Maya, la de los españoles. La pobre mujer está obligada a serle fiel al marido Maya o a dar su sí al conquistador en circunstancias en las que en cualquiera de los dos casos terminará devorada por los mismos galgos. Es la decisión de Sophie aplicada al drama hispanoamericano pero en un paso anterior al que necesitará ese rótulo para cubrir la superficie de todo el continente, violencia fundadora con cimientos de mujer que encuentra en el marranismo una cita premonitoria, pues ¿no hace esa guerra de la mujer una hendidura causal de la que nacen dos historias abominables?

El Rozitchner que le importa a Cabezas es el que conduce esa hendidura marrana hacia las Madres de Plaza de Mayo, que no ofrendan sólo sus rondas como última resistencia ante el poder postsoberano sino que también funcionan como el soporte o la memoria del cuerpo genitor que el mito auto-genético de la historia desplegada niega o reprime. Dicho de otro modo: la figura abstracta del padre no es sólo la encarnación del aparato represivo del estado totalitario; es también el nombre para la fábrica de la subjetividad contemporánea, el nombre de la cosa.

El asunto de Cabezas reside aquí en sugerir hasta qué punto el rimel de esta subjetividad que ha caído sobre el yo anónimo para atribuirle una identidad es uno con el sueño de las mercancías que han cortado el hilo de los usos. “La internalización de la ley espectral del padre –escribe- es el punto nodal de imposibilidad de retorno a un origen paradisiaco donde los cantos gregorianos anunciarían nuestra caída en la felicidad de los brazos maternales de la interrupción del horror que opera en la distancia de la materia. De aquí falta desde luego un paso para que la ley espectral del padre-soberano se trasvista en las leyes espectrales del capital. La pregunta sigue siendo: ¿cómo se huye de este padre soberano o post-soberano cuando las leyes de la historia y el mito de la autogénesis han operado ya para siempre el corte irremediable en las cuerdas que unen la prolongación de lo materno con el cuerpo anónimo?

Es lo que se investiga en la cuarta parte, dedicada al mito de Sísifo, que como sabemos traza por anticipado el absurdo trágico del hombre condenado a la repetición eterna: la del obrero atado a la inmanencia de un movimiento sin sentido ni fin. En esta cuarta parte Cabezas repara en que no es ya la exterioridad de los dioses sino la compulsión repetitiva del acto la que convierte al hombre en subjectum de trabajo. Por eso el libro se retrotrae ahora hacia el Chaplin de Los tiempos modernos, buscando a Sísifo en esos momentos del cine que ya incluían una teoría de la primera modernidad capitalista. En realidad ya a finales del siglo XIX Charles Ferdinand Dowd había propuesto un abordaje global de los husos horarios para regular las salidas y llegadas de los trenes, y en su Una juguetería filosófica Oubiña recuerda a propósito del asunto en qué medida esto iba unido a un nuevo tiempo gobernado por el telégrafo, el ferrocarril y la entrada y salida de las fábricas. La estandarización y racionalización del tiempo, que tuvieron en Taylor y en Ford a dos de sus paladines más aviesos, apuntó entre otras cosas a la consumación sisifoniana bajo la liquidación paulatina de los gestos que distraían de la automatización del movimiento. La Estación Fisiológica de Marey había prestado a la coreografía de las tropas militares el rendimiento que Ford aplicaría luego a la producción en serie y que Farocki utilizaría tiempo más tarde para analizar las entradas y salidas de los obreros de la usina de los Lumière. La idea cuenta con una larga y conocida hilera de reflexiones que Cabezas en este libro prefiere dirigir directamente a ese film de 1936 (el de Chaplin), en el que los ciudadanos quedan adheridos a la malla impersonal de la estructura repetitiva o autómata del paso y la velocidad del traslado.

Si en El hombre de las multitudes quedaba todavía una ventana desde el que los peatones se podían ver transcurrir, en Chaplin menciona Cabezas que “se disemina el rostro social en la estructura repetitiva de veloces ciudadanos atrapados en la máquina del tiempo moderno, que no se distinguen de los borregos”, neutralizándose así esas calles que ya no son exteriores “ni a la producción de plusvalía ni a la idea de fábrica”. Las tropas traspasan sus coreografías admonitorias al tiempo de la fábrica, que encuentra en la circulación de las multitudes lo que el cine condensa bajo su programa siempre frustrado de apresar el tiempo. El Sísifo de Camus comparte con el obrero de Chaplin la identidad de un alma comprimida en la compulsión autorreferencial del tiempo. En la medida en que en esta identidad hay pura inmanencia (el despliegue de una diversidad de trazados de los que el cuerpo forma parte como movimiento), lo que el autor propone es menos la habitual salida crítica o reflexiva de las filosofías fenomenológicas que una fórmula de la performance: la de las trayectorias desafinadas del cuerpo.

La espalda de los marranos que dejan atrás una vida sin dirigirse a otra, barcos de papel desorientados entre los circuitos de la corriente, halla así su curiosa redención en las pantomimas de un célebre vagabundo.

Es como si Cabezas hubiese cosido este libro pensando las pantomimas de Chaplin como continuación de la desidentidad del marrano por medios propios de la desobediencia al trajín. Se trata en ambos casos no de operaciones deliberadas de irrupción en el espacio de lo común o en el orden policialmente configurado, sino de distorsiones que arruinan el curso regular de las identidades. El lenguaje de la pantomima es una operación pre-teórica del cuerpo, un comportamiento imprevisto de la distorsión que arruina, como la mancha, la gestión racional del movimiento y la pureza del campo visual. Es la desobediencia aparentemente involuntaria a la interpelación policial por parte de un alma desubicada. “Se podría decir que Chaplin –anota Cabezas- está acosado por lo policial y lo policial, a su vez, vive acosado por la ‘subversión relativa’ de la pantomima como compulsión que intenta desnarrativizar la disciplina corporal de la cultura industrial”.

Pero resulta que en un libro dedicado a pensar las destrezas divinas de los poderes celestiales contra los dioses domésticos de la soberanía, la cosa no podía quedar así, no podía la política contestataria limitarse a algo tan simple como las trayectorias alocadas de un vagabundo cualquiera. No es un libro sobre vagabundos que desoyen a Dios. Y por eso Cabezas no tarda en atribuirle al baile, el canto o la morisqueta, en una suerte de bajtinismo desencantado, formas primeras de una resistencia ya absorbida en la cultura de la entretención. Exhibiendo el tránsito que va de la vieja cultura industrial a la cultura postfordista, el recorrido del libro sitúa ahora al lector ante un despertar abrupto: los cimientos de la emancipación han sido comidos. Pero ya no están en los intestinos del topo de Marx; pueblan el abdomen de un titiritero intangible. 

Este último paso lo afirma recurriendo a algunos trechos de Boca de lobo, la novela de Sergio Chejfec, trechos en los que la indiferencia reinante entre el obrero y su producto lleva a que éste se identifique con la inmaterialidad de la naturaleza abstracta de la acumulación y con el tiempo de la cotidianeidad (ella misma una fábrica sin afuera) del trabajador. Se corona esta observación con una cita que a pie de página coloca a propósito de La chica de la caja de fósforos, film de Kaurismaki en el que las cajas de fósforos de esa chica obrera vendrían a representar la manera en que el trabajador “vive enajenadamente la relación con aquello que produce”. Jim Jarmusch, amigo de Kaurismaki, cita esas escenas en su última penúltima película, Limits of Controls, un film en el que también hay cajas de fósforos que circulan, aunque en este caso lo hacen conteniendo diminutos mensajes cifrados. ¿Qué dirán esos mensajes? ¿Qué encerrarán esos gabinetes-fetiches?

Para responder esta pregunta habría que partir por considerar que el marranismo no es de este libro sólo su tema; es también el lugar desde el que fue escrito y concebido. Su autor zarpó un día y se diría que fue perdiendo a lo largo de su trayecto sucesivas capas de natalidad en estaciones en las que se detuvo para obtener noticias de otros mundos: un film sefardí en España, la historia mítica de Evita, los primeros libros olvidados de un argentino que estudió en la Sorbonne, las hojas secas flotando en un riachuelo cercano al estrecho de Georgia. Lo que con todos estos materiales articuló fue un libro atípico, hecho también él de múltiples mensajes marranos que viajan en las maletas de la teoría, una sobrecarga de tierras que hace temblar desde adentro su propia estructura escéptica y divina.