Pos-neoliberalismo: un malentendido

por Rosa Lugano
(en respuesta a Emir Sader)

Emir Sader ha escrito hace unos días en Página/12 que “la ultraizquierda fracasó”. Imaginamos su alivio. Y sabemos que hay muchos como él: Sader es más que Sader, es un estado del alma y un modo de enunciación que adopta cierta élite de izquierda entre intelectuales y burócratas de los gobiernos llamados post-neoliberales de América Latina.
Tratemos de despejar algunos malos entendidos, o prejuicios, que habitan en este tipo de enunciación.
La ultraizquierda sería todo aquel que, habiendo participado de la lucha contra el neoliberalismo de los años 90, decidió diferenciar su construcción política de los gobiernos. Allí entran desde los piqueteros argentinos que apostaban por la autonomía de los movimientos sociales, hasta quienes en Bolivia o Ecuador se oponen al modelo extractivista. Es decir: todos aquellos que desean cambiar el mundo sin tomar el poder, lo cual incluye desde luego a los zapatistas.
En el centro de la discusión aparece la cuestión del neoliberalismo. No hay forma de ignorar la importante diferencia que en Sudamérica han marcado estos gobiernos con respecto a la coyuntura del neoliberalismo de los años 90. No hay como sentirse ajeno a la constitución de una tendencia a la cooperación mundial por fuera de la hegemonía imperialista. Son muchas las políticas públicas nacionales y regionales que manifiestan una voluntad anti-neoliberal, y que abren posibilidades nuevas de construcción popular.
Pero el modo en que Sader enuncia la situación –que podría ser abierta y generosa- no pasa de ser una muestra ejemplar del tipo de sectarismo burocrático y paranoico que se yergue hace rato sobre estos procesos. Su tentativa consiste en delimitar la teoría política en torno al partido y al Estado, y en liquidar toda política que tome en consideración otras formas del protagonismo social.
En primer lugar, porque la “superación” del neoliberalismo es muy relativa. Para Sader, el neoliberalismo es una fase de gobierno, o una faz del gobierno, que caduca cuando el “partido” neoliberal pierde las elecciones. ¿Pero no es más bien cierto que como fenómeno global del capital, el neoliberalismo se reproduce entre nosotros tanto a partir de la hegemonía de las finanzas como de la generalización de estrategias de valorización de racionalidad empresarial, que incluso se esparcen a su vez, con fuerza inusitada, entre los sectores populares?
Si no es así, ¿cómo se explica que el PT haya ganado las últimas elecciones por tan pocos votos y coqueteando con el propio programa neoliberal que Sader declara prácticamente superado? ¿Y no es la propia idea de éxito y fracaso un modo neoliberal de valorar, aplicado ahora a los movimientos y activistas, a los que más valdría tomar en consideración que pasarlos al campo del enemigo (sobre todo cuando el sitio desde el que se juzga es el mismo que gobierna las fuerzas policiales represivas del Brasil)? ¿O no se ve que al usar la noción de pueblo desde arriba –pueblo es el que vota, pueblo es el que se deja representar- se busca sólo plasmar una representación desproblematizada del pueblo real, múltiple y en movimiento, cortando de antemano toda emergencia disonante capaz de plantear nuevos problemas, como sucedió en junio pasado en las calles de varias ciudades de Brasil?
¿No sería mejor admitir que el protagonismo de los movimientos en las luchas contra el neoliberalismo fue fundamental, y que los gobiernos llamados progresistas no nacen de un repollo (o de un súbito relámpago) y que, a diferencia de los partidos que envejecen cuando devienen Estado, los movimientos tienen otros tiempos, otros ciclos, otros modos y otros horizontes, y que incluso para los movimientos que realizan experiencias con el Estado el desafío mayor es no convertirse en una estructura burocrática de gobierno? ¿No sería una buena noticia que los movimientos sociales extremo-ultra-antineoliberales recompusiesen su agenda y capacidad de lucha todas las veces que haga falta?
El alivio que siente Sader por su “superación” se convertiría entonces, sobre este nuevo suelo, en urgencia de recomposición, incluso para las metas de supervivencia del progresismo en el gobierno.
El hecho de que haya una voluntad política diferente en algunos gobiernos no quita que esa voluntad se engarza en una amalgama de neodesarrollismo y neoextractivismo cuya base estructural sigue siendo neoliberal. Además, la permanencia de los gobiernos llamados “progresistas” no garantiza hoy por sí sola la revisión –y es muy claro para los casos de Brasil y Argentina- de una política securitista fogoneada por los grandes medios, pero asumida en los hechos por el Estado y sus fuerzas de seguridad, que difunde el clasismo y el racismo para los jóvenes de barriadas y favelas. 
Dicen los zapatistas que la lucha es de la vida contra el neoliberalismo. Porque el neoliberalismo, entre muchas otras cosas, es un modo de vida: ¿Qué debiéramos hacer en los numerosos casos en los cuales las políticas neodesarrollistas/neoextractivas se articulan con los patrones neoliberales de acumulación?
¿Por qué no habríamos de apostar a las redes que tejen los nuevos sujetos sociales que resisten al neoliberalismo, al clasismo y al racismo, y habríamos de refugiarnos en la autocomplacencia de los intelectuales que perciben todo atisbo libertario autónomo más como una amenaza que como una posibilidad para refundar lo político?