Un pinche infierno: sobre "La fila india", de Antonio Ortuño
por Gerardo Muñoz
La más
reciente novela del escritor mexicano Antonio Ortuño, La filia india (Océano,
2013) nos coloca al interior infernal de nuestro presente. Al decir “infernal”
no recurrimos a un uso fácil de una metáfora, ni remitimos a la innumerable
tropología que la literatura le ha dado a esa estación imaginaria desde La divina comedia hasta Libro del cielo y del infierno (Sur, 1960). El infierno que relata
Ortuño a lo largo de su novela tiene un nombre: Santa Rita.
Este el
nombre de un pueblo al sureste del territorio mexicano, pero podría ser
cualquier territorio de los que hoy, en América Latina (de Guerrero al
Conurbano), atraviesa y dibuja sobre el mapa un nuevo conflicto social. Santa Rita es tierra de nadie
y desocupados, de maleantes y bandas criminales, de migrantes centroamericanos
y burócratas de la Conami
(Comisión Nacional de Migración). Pero ninguno se identifican con quienes
aparentan ser, y por lo tanto ya nada es reducible a la analítica de la
subjetividad. Atravesados por distintas fuerzas que imponen sus propias
“razones” o “leyes”; esta vecindad descompuesta como el desierto del
aburrimiento que tematiza 2666, es una región
que lejos de ser “transparente” se caracteriza por nuevas gramáticas de la
violencia.
Santa Rita (o La fila india, como máquina de narrar el horror) es
una cartografía de los procesos an-arquicos que atraviesa la frontera sureña de
México, desde la cual la porosidad entre cuerpos, capital, y muerte van dando
la clave del fin de lo político en una guerra que se va desatando
transversalmente. Surge la pregunta: ¿cómo narrar esa anarquía sin recurrir a
la artificialidad de un nuevo intimismo o a la vieja “totalidad” caída hacia
una nueva filosofía (global) de la historia?
La fila india no
resuelve esa pregunta, pero si apunta a una sintomatología. En la cartografía
que se traza sobre el territorio de Santa Rita – y sus espacios periféricos que
emergen como espectros: las ciudades fronterizas de Estados Unidos, la frontera
sur, Centroamérica – abunda en un conflicto multivalencial plegado a
varios actores y circuitos que van tramando lo que Diego Sztulwark, vía Rita
Segato, ha querido llamar recientemente una nueva política de la opacidad [1].
Desde luego,
no se trata de sugerir aquí que el desplazamiento hacia un nuevo exceso (y
subceso) de la política pasa meramente por la una política de la oscuridad
entendida como un mero “no-saber”, sino que la batalla sobre los territorios
hoy son complejas matrices de guerra donde no hay demanda que pueda suplir con
claridad y certeza la oscuridad a la cual es constantemente arrojada. De ahí
que La filia india, que arranca con la investigación de
una matanza en un albergue del pueblo, no se detenga ahí o se limite a esa
experiencia como excepción. La matanza, nos van dando señales las múltiples
voces de la novela, es moneda corriente de vidas que solo cuentan bajo un nuevo
estatutozoológico. Así, no
hay “mapa cognitivo” ni “cartografía de lo absoluto” que valga en el interior
de este nuevo desierto que diagrama la guerra global en su máxima expresión:
solo hay cadáveres y la putrefacción de una afterlife de la tierra. En un momento en cual
Ortuño abunda sobre la naturaleza de Santa Rita se nos da un alegato de
esta condición anómica.
“…la Conami de Santa Rita
florecía como los basureros con las lluvias. Me hundí en el agua, de noche,
imagine la zanja, la peste a mierda y tierra, la boca llenándose de gusanos y
piedras, la planta, remandado a que se movieran los que en el lindero de la
muerte se agitan, como insectos, pese a tener la cabeza rota. […] En otros
países se habrían quedado sentados hasta que llegara la ONU. Pero , bueno,
supongo que en otros países no hubieran rematado a los niños a machetazos o a
sus madres a tiros ni hubieran puesto a los hombres a pelear entre ellos para
ejercer el premio de vivir unas horas más” [2].
La filia india,
sin embargo, no solo nos arrastra hacia su interior el exceso del cuerpo sin
redención (ese producto para el fuego y la ceniza; un infra-nivel del resto,
tal y como lo ha venido pensando Pablo Domínguez Galbraith). El otro registro
del infierno se nos da en la fachada misma de la burocracia de la Conami , abundante en todo
tipo de gestos del aburrimiento: bostezos, miradas al vacío, silencios,
susurros, voluntad de hacer y no hacer. La ‘fila india’ es el último gesto que
reinstala la lógica de la amo-esclavo en el momento de la consumación
burocrática del Mundo. Y así la repetición: una reiteración de los comunicados
(‘una circular eterna’, cuatro en total en la novela) van dando el ritmo de una
liturgia burocrática en la transformación de la política hacia la
administración de los infiernos.
Como ha visto
Giorgio Agamben en Il regno e la gloria,
el infierno en realidad no es más que una forma penitenciaria una vez que los
Ángeles han abandonado el quehacer de la política, y que al quedar desocupados
de su jerarquías, la distribución de la justicia divina deviene en manos de los
demonios que ejecutan una pena eterna [3]. Ante la condena demoníaca de toda
forma de vida sobre los territorios, la burocracia como anomia en la tierra
solo puede operar a través de una relación promiscua con la esfera del derecho
que pone en suspenso y crisis el estatuto mismo de la ética. Y por consecuencia también de lo forense y de
la vida social. Así nos dice la funcionaria:
“Los
periodistas solidarios también comían, necesitaban premios y becas y algunos
temas iban a desarrollos y otros no….La ética de hacer lo que se pueda hasta
donde se pueda, identidad punto por punto a la del resto de nosotros. Cruzaban
por la frontera los pollos porque podían, los robaban, golpeaban, y violaban
por lo mismo pero, a cambio, nadie intervenía porque no, porno como iba a ser.
Eso no”. [4]
Las
instituciones burocráticas que administran la nueva condición infernal del
mundo tan solo encarnan una ética de “hacer tan solo nos permita nuestro poder”
(que siempre, claro, termina siendo poco). Y solo queda la voluntad de voluntades como última extracción de lo humano,
puesto que su potencia ha sido destruida y finalizada. Un humanismo ínfimo como
puesta en escena de la praxis. Hacer y dejar ser, lo cual
supone a lo largo de la novela, dejar morir.
Como en Los migrantes que no importan (Sur+, 2010), esa
notable crónica del periodista Oscar Martínez sobre las vidas en la “bestia”
(marca del ángel caído, además), la zona que ocupa Santa Rita es un campo de
guerra donde la astucia del poder encuentra su mayor grado de concreción en los
cuerpos vejados y marcados por violaciones, torturas, y extorsiones. La
presencia de lo demoniaco ya no aparece en forma figural de una bestia, sino
sobre el curso bélico que instala una serie de huéspedes extraños (así
le llamó Carl Schmitt a Hitler) como apóstatas de un nuevo reino sin forma (katechon)
[5]. Es esa la condición post-formal que Luna brutalmente le relata a la
burócrata de la Conami
como si fuese una pintura de Grunewald:
“le
narró historias sobre migrantes crucificadas en postes de luz, cuerpos sin
cabeza, cabezas sin lengua y dedos sin falanges, mujeres a las que les habían
sacado para afuera todo lo que tuvieron dentro y hombre as lo que les habían
metido todo lo que tuvieron fuera” [5 152].
La llamada
violencia expresiva que estudia la sociología hoy en la región (pensemos aquí
en los importantes trabajos de Rita Segato, Rossana Reguillo, o Pilar Calveiro)
apunta a un nuevo tipo de escritura corporal más allá de lo propio, y por
lo tanto inconsecuente con la división entre víctimas y asesinos de la política
moderna, ya que esto supondría la naturalización de una forma (gestalt) puesta en
crisis en el interior mismo de la guerra encarnada como exceso sobre los
cuerpos mutilados y vaciados en la oscuridad del paisaje global [6].
Esta
violencia desborda los parámetros de la crueldad establecidos en la
co-pertenencia entre injuria y castigo – tal y como lo ha problematizado
Jacques Derrida en su seminarioThe Dealth Penalty (University
of Chicago, 2014) para entender las tramas entre violencia y soberanía. Santa
Rita en La filia india, como Santa Teresa en 2666, es una nueva localización hiperbólica de un
‘pinche infierno’ que atraviesa, desde ya, el vasto habitar del mundo. Un
mundo desnudo de su capacidad de horizonte y forma.
Notas
1.
Diego Sztulwark. “La opacidad del presente político”. (Clinamen, Radio La Mar en Coche, Marzo de 2015). http://ciudadclinamen.blogspot.com/2015/03/la-opacidad-del-presente-politico.html
2.
Antonio Ortuño. La fila india. 121.
3.
Giorgio Agamben. Il Regno e la Gloria. Il Regno e la Gloria : Per una genealogia
teologica dell’economia e del governo. Neri Pozza, 2007.
4.
Antonio Ortuño. La fila india. 128
5.
Carl Schmitt en Glossarium sugiere que Hitler fue un ‘huésped
extraño’ que, desde el corazón de la era de era de Holderlin, terminó ocupado
el interior de la forma (gestalt) de la cultura alemana, dotándola de una
“forma extraña” o fin de la forma.
6.
Alberto Moreiras ha sugerido que este nuevo tipo
exceso de violencia y crueldad marca una región externa a la forma clásica de
lo político. Ver su “An example of infrapolitics”, una glosa sobre Cruel Modernity (Duke,
2013) de Jean Franco. https://infrapolitica.wordpress.com/2014/09/18/an-example-of-infrapolitics-by-alberto-moreiras/