La memoria de un sonido. Una conversación con Lucrecia Martel
por Paula Jiménez
En una entrevista decís: “Podríamos
discutir si el lenguaje sirve realmente para la comunicación o si en realidad
lo utilizamos para encubrirla…”
Sí. Me parece a mí que en nuestra
educaciónhay una visión muy simplificada de todo lo que significa el lenguaje,
o el habla en realidad, ya que la función que prevalece para esta cultura
parece ser la del sentido. Y el sentido significa la precisión, el éxito de la
comunicación. Pero en verdad, todas las funciones que cumple el lenguaje son
mucho más complejas que esa, la exceden por completo y envuelven un montón de
otras cosas en su mayoría emocionales, no traducibles en significados e
imposibles de referir. Es toda esa parte la que me resulta más atractiva a mí,
y me parece que a la mayoría de la gente. El lenguaje significativo está en muy
pocos minutos de nuestra vida, el resto del día lo que nos rodea es otra cosa.
John Berger dice: Si a un escritor no
lo mueve el deseo de la mayor precisión verbal posible se le escapa la
verdadera ambigüedad de los acontecimientos.
A mí, los diálogos me resultan la parte
más delicada de escribir y dirigir una película. Me tomo muchísimo trabajo,
justamente por eso, el esfuerzo es preciso, pero intento evitar esa apariencia
de precisión y efectividad que no tiene en verdad el lenguaje, o la tiene pocos
segundos al día. Cuando hablo del lenguaje pienso en el habla que es el sonido.
Y cuando está involucrado el sonido, es ahí donde se vuelve mucho más exquisita
la situación, porque el sonido es continuo y es absolutamente físico. Es en el
punto del sonido donde se une la lengua con el aspecto físico, entonces para mí
la particularidad de los diálogos está en algo distinto a la expresión. El
extraño hecho de que uno escribe algo que tiene la complejidad y rareza de lo
que luego se expresará en sonido a través del cuerpo, es un enorme esfuerzo
condenado al fracaso. Ese esfuerzo va a fallar y solamente se va a volver a
transformar cuando el actor lo diga y luego, sobre eso, voy a corregir con la
memoria de lo que escuché, no con la memoria de lo que escribí. Por eso lo que
me interesa del cine o de la narrativa, está muy ligado al sonido en ese
sentido. Es la memoria de un sonido que uno transforma en escritura para que se
vuelva otra vez a transformar. Es un mecanismo de pura entropía y lo que
desesperadamente busco es recuperar esa cosa inasible, física, ambigua, que es
el cuerpo que habla. El cuerpo que emite sonido hacia otro al que intenta
acercarse.
Volviendo a Berger, él dice que la credibilidad
en el arte proviene de un reconocimiento mudo del misterio. Y en tus películas
se vislumbra algo así, en ellas la cosa no está del todo dicha.
Eso, creo, es producto de un milagro a
cerca de cómo una está en el set en el momento de la filmación, más allá de
cómo sea exactamente el guión. Hay una cosa difícil de explicar: vos escribiste
el guión, elegiste a los actores, a la gente del equipo, viste los lugares
antes, desechaste un montón, tomaste mil decisiones que tamizaron las infinitas
posibilidades de la realidad y dejaron sólo algunas que son las que tenés
adelante cuando vas a filmar y, sin embargo, en el momento en que todo eso se
pone en funcionamiento, hay algo muy profundo que querés saber y que no sabés.
Algo que, probablemente, no sepas nunca sobre todo eso que está hecho ahí.
Esto es difícil de explicar porque vos sos la gestora de ese artificio y, sin
embargo, todo eso genera otra cosa sobre la que no tenés ninguna certeza, sino
más bien una enorme curiosidad. Pero si uno no mantiene esa actitud en el set,
pierde lo más importante de hacer cine. El sentido que tiene para mí realizar
una película es el de poner delante mío algo que me permita descubrir otra
cosa. Hay como una exaltación del cine, unas ansias de hacer con lo que vaya
apareciendo – que no critico- , pero mi modo es elegir hasta la última cosa
que aparece en la pantalla, aunque no con el ánimo de ser indicativa sino
porque creo que por esa combinatoria de cosas elegidas quizás aparezca el
espectro de otra inesperada.
Muchas veces, en tus películas, imagen
y sonido mantienen una relación indirecta, o paralela, se produce un encuentro
un tanto extraño entre estos elementos. Esto genera una sensación de cierta
complejidad perceptiva para el espectador. Es como si el argumento se hubiera
desplazado, o estuviera corriendo por un lugar inasible a simple vista.
En general el sonido en las películas
es demostrativo de lo que ya estás viendo, esto se debe a una mala comprensión.
El sonido para mí genera un fluido que hace presente muchas cosas no inmediatas.
La fuerza técnica de esto es que, si vos estás filmando a alguien en un plano
corto y se escucha el motor de la heladera, o la pava, no hace falta panear por
la cocina para reconocer donde está el personaje. El lugar está presente no
sólo en tu cabeza sino en todo tu cuerpo, esa es la fuerza del sonido. Hay
muchas imágenes que genera el sonido que no están a la vista en la película y
eso va envolviendo al espectador.
En “La mujer sin cabeza”, en el momento
en que Verónica le dice al primo “creo que maté a alguien”, él gira y en su
cuello se ve la marca de un beso que evoca la infidelidad de ambos, el engaño,
y la escena que le vuelve al espectador a la memoria es la de ellos dos
juntos. Lo que se puede observar ahí es como una superposición de tiempos…
Hay una cosa que tiene el habla que es
muy interesante respecto del tiempo. Cuando alguien habla puede usar los verbos
en presente, pasado o futuro, esa propiedad temporal que tienen las palabras,
genera, para mí, la disolución de la idea del desplazamiento cronológico
consecutivo. Si yo estoy acá y cuento algo que a vos te importe del pasado, ese
pasado nos va a empezar a agobiar y las emociones de esa escena también. Esa
idea física de que cuando hay una cosa no hay otra, se destruye con el lenguaje.
Volviendo al beso en el cuello del personaje, esa es una huella clarísima de
una escena pasada en la película que se va a hacer presente en el espectador.
Llama la atención de tus películas, con
respecto al vestuario y las ambientaciones, e incluso con ciertos modismos del
lenguaje, la atemporalidad. Aunque reconozcamos una época, esta época puede
abarcar un período de 20 años o más, finales de los 1980 a 2000.
Yo creo que estoy haciendo el cine que
no se pudo hacer en los ’80, por eso no me siento nada moderna. En esos años no
se podía expresar demasiado lo que estaba sucediendo, era el final de la
dictadura y los primeros tiempos en democracia. A mí me parece que nuestra
época está tan afectada por ese pasado que hay cosas que es mejor verlas casi
como superpuestas que tratar de separarlas. Por ejemplo, el mecanismo de disolver
la responsabilidad, en una familia o en una clase social, era algo alevoso
durante la dictadura, pero también lo es hoy y de una manera más sofisticada y
aceptada. Tiene que ver con una idea de mal en el tiempo. Un terremoto en 15
minutos puede destruir una ciudad, pero también la pobreza la puede destruir
en 20 años, con la misma violencia. Si vos ves una ciudad que acaba de sufrir
una catástrofe climática, se parece muchísimo a una abandonada. Entonces, al
mal inmediato, al del disparo, al daño perceptible en un lapso corto lo podemos
evaluar y juzgar, pero cuando se extiende en el tiempo parece que fuera
imposible encontrar responsabilidades y víctimas. Sobre la dictadura, cuya
violencia fue aplicada de un modo directo, extremo, emulable a una catástrofe,
hay cosas que sí podemos pensar, podemos decir “esto destruyó gente”, pero a
este sistema que destruye en un período más largo de tiempo no lo vemos como un
sistema asesino. Claro, ¿cómo decir en este país que la democracia es asesina
si estamos a penas tratando de defenderla para que más o menos se fortalezca?
No se puede decir algo así, pero, sin embargo, este sistema, en otra escala de
tiempo, también es absolutamente injusto. ¿Cómo se disuelve hoy la
responsabilidad sobre la muerte, el dolor? Si vos querés acercar esos mundos,
una especie de acronismo sirve porque ya no importa la precisión; ese acronismo
te permite flotar en esa situación, lo que pasa es que tenés que medirlo bien y
armar una cosa compleja que te permita abordar tres décadas.
Cuándo, al final de “La mujer sin cabeza”,
Verónica pregunta por la habitación 818 ocupada en el fin de semana de la
tormenta y la empleada del hotel no encuentra registro, una podría interpretar,
por ejemplo, que su primo hizo desaparecer las pruebas de haber estado ahí con
ella. Como si flotara en la atmósfera ese sistema de valores y el encubrimiento
y la desaparición de las pruebas formaran parte de esa idiosincrasia, o de la
idiosincrasia de cierta clase social.
Es como si borrar las pruebas de una
pequeña infidelidad permitiera borrar las de un crimen, o a la inversa. Borrar
es borrar. Desresponsabilizarte, negar algo en lo que has tenido una importante
parte, es también hacer un agujero en tu vida, no es solamente negar un hecho.
Se va creando un agujero negro que se va comiendo un período enorme. Es como
las parejas que deciden no verse nunca más y tienen un gran resentimiento; yo
creo que jamás podría ir por ese camino, debido al terror que me da que desaparezca
una parte de mi vida. Porque si vos negás mucho a alguien, por odio o por lo
que sea, eso empieza lentamente a erosionar y un día no te vas a acordar de
nada de esa época. Solamente para no recordar a esa persona vas a tener que
borrar viajes, ¡tantas cosas vas a tener que hacer desaparecer! Cuando
estábamos filmando “La mujer sin cabeza”, a una de las actrices, de mi misma
generación, le había pasado algo con su hija y ella trató de acordarse de cómo
era ella misma cuando tenía la edad de la chica, pero no recordaba porque aquél
había sido un período de mucha negación y terminó olvidándose de sus propios
recuerdos. Hay cosas que tomamos muy livianamente y que al final significan la
muerte para uno. Es lo mismo que pasa con la felicidad. Tenemos una idea muy
miserable de la felicidad, excluyente. La felicidad de la clase media – alta
implica, tal como están las cosas, la infelicidad de un montón de gente. Esa es
una cosa horrible de aceptar y podemos pasar la vida negando esto. Pero hay una
conciencia íntima y profunda, que nunca se termina de atontar y que le hace
saber a cualquiera, hasta al más cretino, que existió siempre otra posibilidad
de la felicidad, una felicidad para todos. Una felicidad por la que no te
avergonzarías de la propia dicha porque sería también la de los demás. Pero esa
no fue la que elegimos. Nosotros nos conformamos con una felicidad medio
chicona, miserable, como te decía antes. Reconocernos en esta clase de
felicidad, hace que la alegría de la propia vida disminuya. Cuando uno niega
algo, eso crece. Es un monstruo que se agranda en cuanto vos decidiste
abandonarlo y hacer como que no existe.
En “La niña santa” hay una especie de
duplicación que se repite en varios momentos de la película. Aparece Graciela
Borges con los auriculares diciendo mamá, mamá, y después el personaje de
Mercedes Morán, en una escena casi idéntica. La cuestión de los hermanos
mellizos que se esperan hace eco en la relación entre Helena y su hermano, el
personaje de Urdapilleta. También sobre el final el personaje de Julieta
Zilberberg le dice a su amiga: “siempre te voy a cuidar porque soy tu
hermana”. Eso para nombrarte algunos lugares que recuerdo donde observé esto
que me hace pensar en la paranoia crítica del surrealismo, donde un elemento en
un cuadro se refleja en otro que más lejos repite ese contorno casi idéntico…
No lo había notado. Pero lo que yo creo
que se dan mucho, y que a mí me divierte, son los personajes compuestos por
más de un sujeto. Una vez en un curso en Costa Rica, un chico trajo un audio de
tres hermanas, tías o abuelas de él, que le daban consejos sobre el matrimonio.
Funcionaban como un personaje de tres cabezas, como una unidad de intención.
Eso pasa muchísimo, necesitás de otro que termine de darte la figura.
En “La ciénaga” el personaje de Gregorio
dice en un momento en que se está secando el pelo, algo así como “Fíjense lo
que se lleva Isabel”, como si cuidar fuera enunciar un peligro que en el fondo
no se reconoce como peligro, como si se cumpliera con la pantomima del cuidado,
pero no con el cuidado en sí. Creo que, en general, en tus películas no
aparecen adultos capaces de velar por otro, o por una criatura por ejemplo.
La condición de adulto es así vista en
una escala de tiempo de 70, 80 años, pero me parece que nuestra sensación de
desprotección y abandono es enorme. Damos por hecho que el rol del cuidador
debe ser cumplido por un adulto, pero es tan difícil, porque la vida te deja
siempre, en el fondo, en una situación de niño desprotegido. Cuando uno se empieza
a dar cuenta que los padres de uno están tan abandonados como uno, empezás a
aterrorizarte, te preguntás: ¿acá quién es el que cuida? Yo no estoy haciendo
ninguna observación acerca de si cumplimos o no con nuestras responsabilidades
de adultos, sino que mis preocupaciones son más en torno a la existencia humana
en donde la vida adulta y la infancia están muy cercanas entre sí. En “La niña
santa”, claramente, los personajes adultos eran como chicos jugando. Creo que
eso es lo que pasa. Cuando uno es adulto lo que hacés son un montón de gestos
que te parecen que son adecuados a tu edad, pero en el fondo son imitativos de
algo. En “La niña santa”, el hermano de Helena, por ejemplo, que en verdad era
un inútil que no tenía trabajo, ni hacía nada claro, estaba siempre mirando la
hora, muy preocupado por una cosa que verdaderamente no cuenta en su vida y que
es el tiempo. Muchísimas veces notás en ámbitos muy serios una gran mala
actuación en torno al rol del adulto. Como actores que no saben actuar.
¿Qué relación hay para vos entre la
infancia y el terror?
Me parece que hay un terror que es
sumamente positivo y uno destructivo. Un chico que se va a esconder cuando
siente que el padre abre la puerta, no experimenta un terror muy constructivo.
Más bien este lo aplasta, lo achica, pero hay otro terror que amplía el
universo, que lo vuelve más complejo. Los chicos tienen mucha habilidad para
ese tipo de terror: el de las puertas secretas, los rincones. En la naturaleza
indefinida de las cosas – eso que a medida que uno crece va intentando fijar y
determinar, para obtener dominio -, en su ambigüedad, en esa cosa imprecisa,
hay una potencia del universo que después vamos perdiendo. Esa visión adulta
clasificatoria, esclarecedora, con que se trata de contener al niño y sacarlo
del miedo, creo que es errónea también. Deberíamos encontrar otra forma de
desarticular esos terrores, no racionalizándolos sino transformándolos en otra
cosa. A mí me gustaría escribir cuentos de terror, hacer algo sobre eso, sobre
huellas, rastros en las cosas cotidianas que confirman la presencia de lo
fantástico.