"El incendio vuelve a plantear un modo de funcionamiento de la ciudad, que no es nuevo ni invisible"
por Enrique de la Calle
APU: ¿Cuál es su
visión sobre la tragedia ocurrida en Flores?
R: Lo sucedido en el taller textil de la calle Paéz al
2796 es siniestro, no sólo por el hecho de que hayan muerto carbonizados dos
niños (Rodrigo Menchuca y Rolando Adair), ambos primos y alumnos de la escuela
“Provincia de la Pampa ”,
vecinos de la Cazona
de Flores, sino porque se trata de un accidente que todos concebimos como
posible, e incluso repetible, sin que atinemos a impedirlo.
Este nuevo incendio vuelve a plantear un modo de
funcionamiento de la ciudad, que no es nuevo ni invisible, sino muy funcional.
De ahí el dolor específico que nos atraviesa. Y la necesidad vital de
reaccionar, e incluso intentar construir iniciativas de organización popular.
Acontecimientos como estos pueden convertirse en puntos de
inflexión, que nos permitan correr el umbral de tolerancia y modificar lo que
consideramos socialmente admitible; o puede ser un golpazo más, de una realidad
que se nos impone violenta, veloz, hipermercantilizada, sin espacio ni tiempo
para la elaboración de estrategias comunitarias.
Aún sin ánimos de simplificar, no deja de ser sintomático
el pasaje radical de pantalla que vivimos, en apenas 24 horas, desde los
búnkeres festivos del PRO, ECO y el FPV, al subsuelo de una fábrica posmoderna
que pone en evidencia la falta de una nueva generación de derechos y de una
experiencia más universal de la ciudadanía.
APU: Distintas
organizaciones se expresaron sobre el tema. ¿Quiénes participaron de esa
asamblea y cuál es el planteo propuesto por las organizaciones?
R: La asamblea fue abierta y la convocatoria fue
excepcional. Asistieron muchas organizaciones de migrantes de barrios como
Villa Celina y la villa 1.11.14 de Bajo Flores, pero también compañeros que
siguen trabajando en el sector textil, otros dedicados a la organización de los
trabajadores migrantes y otros que desarrollan iniciativas culturales en esos
barrios. También vinieron organizaciones sindicales, representantes de
organizaciones independientes y algunos miembros de partidos de izquierda.
Varios medios de comunicación y TV comunitaria. Particularmente interesante fue
la presencia de vecinos del barrio. El planteo mayoritario fue la indignación y
el dolor como punto de partida, y las ganas de develar la trama de
complicidades que se tejen en la ciudad para contribuir y favorecer a que estas
cosas sucedan. Sacar del centro de la cuestión el tema de la “ilegalidad” para
construir un relato colectivo que se corra de la mediatización, que victimiza y
culpabiliza a los trabajadores a la vez que invisibiliza la trama más amplia en
la que los talleres se inscriben.
APU: El caso
recuerda a otro similar de 2006. ¿Cuál es el rol del Estado y la Justicia en el tema?
R: La complicidad de los diversos poderes del Estado,
tanto el Ejecutivo como el Judicial, es más estructural de lo que solemos imaginar.
No se trata simplemente de que haya funcionarios corruptos, o burocracias
insensibles e ineficaces, que traspapelan denuncias o hacen la vista gorda.
Todo eso existe. Pero lo complejo de entender es que estamos ante formas de
vida y modos de producción, que han logrado una expansión notable y ocupan un
lugar central en los circuitos del consumo y la valorización. Los talleres
textiles no pueden pensarse por fuera de la maquinaria feriante, de la
creciente población migrante, de sus barrios y formas de habitar la ciudad, de
la inscripción en la fuerza de trabajo social, de sus paisanos quinteros que
producen las verduras y hortalizas que consumimos en la región metropolitana,
etcétera.
Es por eso que no sirve tratar el tema, como suelen hacer
los medios, desde la lógica que divide legalidad e ilegalidad, y que conduce
inevitablemente a la criminalización y la victimización. Mafiosos que hay que
aplastar con todo el peso de la ley; y pobres extranjeros esclavizados, que
aguardan nuestra salvación. Esto es apenas lo que se ve en la superficie
escandalizada, de una realidad que involucra a cientos de miles de trabajadores
costureros, y una dinámica social que liga la migración con las más importantes
marcas, que contribuye sensiblemente en el combate a la inflación y a la
gobernabilidad de un territorio como la Ciudad de Buenos Aires.
Como hace unos días con el desalojo en La Salada , y no es casual que
la discusión haya sido en pleno proceso electoral, las perspectivas que apuntan
a combatir la ilegalidad desde un punto de vista legalista conducen a un tipo
de represión y control, que coincide con los reclamos de las cámaras
empresariales, e incluso con las protestas del gobierno de los Estados Unidos.
No se trata de justificar la intensidad de una explotación que se aprovecha de
ciertos valores comunitarios y extrae renta del manejo vil de las fronteras
legales (como en el 2008 hizo el juez Oyarbide, en un fallo que llega al colmo
del cinismo, para sobreseer a los directivos de un taller textil clandestino), sino
de admitir que la democracia no suele coincidir con la legalidad, y que la
justicia debe volverse plebeya si pretende intervenir en el complejo universo
de lo popular.
APU: En el primer comunicado que difundieron hablaron de
una situación compleja: "Este trabajo queda invisibilizado o estigmatizado
mediáticamente y por las grandes marcas. O impensado cuando sólo se lo etiqueta
como 'trabajo esclavo'. No se trata sólo
de víctimas." ¿Cómo se puede encontrar ese punto medio, que dé cuenta de
fenómenos complejos y al mismo tiempo no minimice situaciones dramáticas como
la explotación, la trata de persona y el trabajo infantil?
R: Más que un punto medio, lo que necesitamos construir es
un punto de vista que exprese al sujeto de la conflictividad en cuestión. Salir
del impulso victimizador y moralizante, que impone la figura del pastor que
vela por sus ovejitas, denuncia a los demonios y pide redención. Para que los
propios trabajadores puedan organizarse, componer sus propias fuerzas,
explicitar sus deseos y aspiraciones, y conquistar mejores condiciones. El
asunto, a fin de cuentas, es la explotación de los cuerpos. Y, específicamente,
de esos cuerpos que no están siendo reconocidos como parte de una ciudadanía
efectiva, pues están sujetos a procesos de criminalización. Por sólo mencionar
a quienes nos topamos diariamente en el propio barrio de Flores, nos referimos
a los migrantes, a las putas, a los jóvenes. Esta hiperexplotación creciente se
derrama sobre los territorios y cobra la forma de una violencia difusa. Si
pensamos, además, que el horizonte macro-político se orienta hacia una
derechización más o menos explícita, pero en cualquier caso inexorable, nos
parece que en este período se trata de recrear formas de auto-organización
complejas, orientadas a la autodefensa popular, con fuerte impronta
territorial, con el recurso permanente a las instituciones, y capaces de poner
en juego una nueva inteligencia política.