Los libros, los ríos y los muertos

Por Darío Semino

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Cartongrafías, la editorial cartonera que cuenta las historias de las víctimas de desplazamiento forzado en Colombia


Estamos encuadernando las agendas cartoneras de la editorial Cartongrafías, Ricardo ordena tapas que están desparramadas sobre la mesa, Don José las marca para poder doblarlas y me las pasa a mí. Yo las doblo y se las paso a Marcela que las encola con cuidado. En un momento Ricardo se detiene y comenta:

-Cuando el río Magdalena arrastraba los cuerpos de las masacres siempre había gente que agarraba alguno y lo enterraba como si fuera su familiar. Porque les faltaba el cuerpo verdadero por tenerlo desaparecido. Y no querían que la tumba les quedara vacía- se queda callado unos segundos y después agrega:- Una cosa que aprendí ahí es que los hombres siempre flotan boca abajo y las mujeres boca arriba… por los senos.-

Ante el último comentario Marcela exclama:

– Eso no lo sabía, me va a servir para mi trabajo de efectos especiales.

-¿Efectos especiales?- pregunta Ricardo- ¿Cómo es eso?

-Sí, ese es mi trabajo para tener dinero para vivir. Porque yo ya sabía cómo son las heridas y tiros en el cuerpo y partes arrancadas, entonces me dediqué al maquillaje y efectos para películas y series de televisión.

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Un día antes me había acercado al Centro de Memoria, Paz y Reconciliación en Bogotá con dudas sobre lo que me iba a encontrar. Sabía que iba a entrevistar a una editorial cartonera que trabajaba con víctimas del desplazamiento por el conflicto armado, pero no tenía claro qué grado de protagonismo real iban a tener esas personas en el proceso de la editorial. En todo caso no sería la primera vez que un proyecto cultural bienintencionado operaba como mediador o representante simbólico de un grupo o sector de la sociedad. Sin embargo mis dudas estaban infundadas. En Cartongrafías hay gente que circula y da una mano ocasional en el armado de los libros, como hice yo el segundo día que los fui a entrevistar. Está Daniela que trajo desde Buenos Aires la idea de la editorial cartonera. También está la paciente y desinteresada asistencia técnica de Beto, un grabador mexicano que le pone el hombro al proyecto en cada juntada. Y la tutela de Mónica, quien desde el Centro de Memoria brinda el espacio y la ayuda para conseguir materiales. Pero los verdaderos artífices, quienes escriben y hacen los dibujos, quienes arman los libros y asisten a las reuniones son las personas, mujeres y hombres, que se vieron obligados a desplazarse de sus lugares para salvar la vida.

La intención de este artículo es doble. Por un lado presentar las historias del proyecto y de algunos de sus diversos protagonistas. Por el otro intentar transmitir o al menos dejar un registro del impacto que genera el asomarse a esas historias y de la potencia que anida en ellas. A ese segundo objetivo obedece la utilización de la primera persona. Antes de empezar a escribir la serie de artículos de la que este forma parte, sobre proyectos culturales en diversos lugares de América latina, había tomado la decisión de no utilizar, o de utilizar lo menos posible, la primera persona. La idea era dejar que hablaran los protagonistas y los proyectos sin la intervención de mi voz. El contacto con Cartongrafías sin embargo me obligó a rever esa decisión. Hubiese sido poco sincero pretender que puedo transmitir objetivamente las historias que me contaron. Desde la primera persona puedo decir que me encontré con algo que me excedió y me dejó con muchas más preguntas que certezas sobre un montón de cuestiones que creía tener mínimamente claras.
……………….

Marcela habla siempre despacio, como si estuviera recitando, muchas veces da la impresión de que se está por quebrar el vidrio de sus ojos chiquitos. Junto con Henis, su pareja, fue la primera en recibirme y mostrarme el proyecto:

-La idea de la cartografía viene por los recorridos que hacía cada víctima por el país para llegar a Bogotá, viendo a esta ciudad como el municipio protector. Eso se juntó con la idea de la editorial cartonera que trajo Daniela, que estaba estudiando en Argentina. Y lo único que hicimos fue agregar una letra y ahí quedó el nombre Cartongrafía. Así empiezan a contarse todos los recorridos de las víctimas y se empieza a dar un proceso sanador, porque cada vez que tú empezabas a contar, te liberabas. Fuimos haciendo encuentros de muchas personas de muchas regiones. Y empezamos a identificar que la historia de uno era similar a la del otro. Que el dolor podía ser una forma de unirnos, porque los autores y las tácticas de terrorismo eran las mismas en los distintos lugares. Entonces ahí empezamos a perder el miedo. Y a valorar las historias. Nos dimos cuenta de que Colombia no tenía un archivo vivo, en el que se hablara sin que se ficcionara ni se fraccionara la historia, respetando la identidad de las personas y respetando los hechos, el hasta dónde puedo contar y qué quiero contar. Eso es Cartongrafías.-
                
En los libros y agendas que editaron hasta el momento cada hoja es una historia. En una de las caras hay un dibujo hecho por el autor que refleja de manera libre su recorrido, y en la otra hay un pequeño texto, a veces poético o filosófico y a veces testimonial, con el que se complementa el relato. Los procesos creativos que atraviesa cada víctima al construir su relato son muy variados. Hay quienes se concentran más en el dibujo, quienes enfatizan el recorrido a lo largo del territorio colombiano, muchos de los dibujos funcionan como una intervención sobre el mapa del país. Con Marcela revisamos varias de las agendas, la imagen del río cruzando entre las líneas de los mapas aparece una y otra vez. –Porque el río en el campo es un lugar muy importante para la vida, es un lugar de socialización, donde los niños juegan, donde se lava la ropa, donde se pasan los días libres y soleados.-

Otros se concentran en las realidades encontradas en los nuevos lugares de residencia. Personas que vivieron toda su vida entre ríos y montañas pasan a habitar las zonas marginales de la inmensa urbe que es Bogotá.  -Y es que la guerra te quita un lugar- cuenta Marcela- Porque en tu región tú tienes lugar, estás empoderado por el trabajo, porque eres el gerente de tu tierra, planificas, sabes que de una semilla vas a sacar muchas. En el campo no es primordial tener un celular. No hay una necesidad de esas cosas. Y cuando llegas a la ciudad hasta un carro te da temor. No sabes cómo pagar el arriendo, etc. La idea es ver cómo nos vamos a acoplar a una ciudad tan exigente sin dejar de perder la esencia de lo que éramos. Tratar de cambiar el trauma en tranquilidad.-

Además de las agendas con los trayectos individuales el proyecto se va ramificando en varias vertientes. Marcela escribe cuentos infantiles que recogen la historia desde la perspectiva de los niños, también hacen esculturas, imprimen pequeños relatos y grabados en piedras y tazas. Es tanto lo que hay para contar que cualquier formato puede resultar útil. Y todo el tiempo están pensando en innovar.

– Pero la idea no es solamente contar el conflicto, sino contar también qué era Colombia. Porque este es un país bellísimo, con la hermosura de las montañas, del río, de la brisa, de ese aroma de los árboles. Yo creo que esa belleza que solo sientes cuando estás allí, te queda en la mente y en el corazón. El desafío es pensar cómo transmitir esa hermosura, esa claridad del agua pura que nace en cada una de estas historias. Queríamos que cada cartongrafía no fuera una historia más, sino que fuera esa historia donde se te quedó el alma, que cuando tú la cojas y la leas se te estremezca la piel.-

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Fusilamientos, decapitaciones y juegos de pelota con las cabezas de los decapitados, violaciones y castraciones, mujeres embarazadas a las que les abrieron el vientre, fosas comunes desparramadas por toda la tierra, la tierra sembrada de minas antipersonales, guerrilleros masacrando campesinos por haber sido obligados por los paramilitares a colaborar, paramilitares capaces de descuartizar un cuerpo con una motosierra sin derramar una gota de sangre, niños usando ametralladoras que les quedan grandes, niños partidos al medio a golpes de machete. Las historias del conflicto armado colombiano sobrepasan una y otra vez los diques de lo verosímil. Al escucharlos uno siente la necesidad de volverse escéptico, de no creer, de atribuir todo a la exageración o la imaginación desbordada. Estuve solamente tres días entrevistando a los miembros de Cartongrafías y más de una vez les tuve que pedir que paren, que dejen de contar porque me estaban quemando la cabeza. Fue inútil. Las historias seguían fluyendo, con el grabador prendido o apagado, lo que no contaba uno lo contaba el otro. Finalmente terminé por aceptar todo el desborde de violencia por más inverosímil que resultara. Aceptar pero no entender.

Más allá del fluir de las historias están los datos formales, fríos, objetivos y aterradoramente coincidentes con lo que se cuenta de boca en boca. De acuerdo al informe Basta Ya[1], elaborado por el Centro Nacional de Memoria Histórica en el año 2013, el 81 por ciento de las víctimas del conflicto, que lleva más de cincuenta años fueron civiles, principalmente campesinos. Y el número de desplazados hasta ese momento era de unas 5.700.000 personas. De acuerdo a lo que cuentan los miembros de Cartongrafías ese número superaría los siete millones. O sea que es más del diez por ciento de la población del país, que tiene alrededor de cincuenta millones de habitantes.

Además de los horrores vinculados con la violencia y las amarguras propias de todo exilio forzado, el drama de los desplazados es un drama económico. En la mayor parte de los casos se trata de gente que tenía una tierra, ya sea propia o rentada, y una estructura que le permitía auto-sustentarse. Después del desplazamiento sus tierras quedaron bajo el control de la organización armada que los expulsó, o de los terratenientes y grupos económicos, legales o ilegales, vinculados a esa organización. Y a ellos no les quedó otra opción que convertirse en mano de obra barata.

El control de territorios y las disputas que dicho control genera parece ser una de las claves para entender lo que se pueda llegar a entender de un conflicto tan complejo, en el que se cruzan las guerrillas, el Estado colombiano y su ejército, los terratenientes, los ejércitos paramilitares, el narcotráfico y los intereses norteamericanos en la zona. Y a todos esos actores habría que agregar uno más: el tiempo. A lo largo de más de medio siglo de enfrentamientos, de avances y retrocesos, derrotas y victorias de todos los bandos, los distintos grupos atravesaron procesos de degradación. Las zonas más afectadas fueron aquellas en las que llegaron dos bandos distintos para disputarse el control. El asedio a la población civil más que el enfrentamiento armado directo fue la modalidad con que compitieron paramilitares y guerrilleros. Y si bien se acepta que los primeros fueron los más crueles nadie exime a los segundos de sus responsabilidades en masacres y actos de terrorismo. Parece que las balas vinieron de todos lados y los campesinos quedaron en el medio. Aunque el drama no fue, ni es, exclusivamente rural.

 Foto principal– Propios míos tengo ocho hijos, más dos ajenos que crié. Además veintidós nietos y tres bisnietos. Y de todos mis hijos los que me dieron una mano después de todo esto fueron los dos ajenos. ¿sí me entiende?-
Don José tiene cara de pícaro y habla hasta por los codos. Se queja y se ríe, pero también se planta con coraje y terquedad.

-Yo soy desplazado de aquí de Bogotá, dentro de la misma ciudad, por no querer colaborar para una limpieza social con los paramilitares, o sea para matar ladrones. Yo me opuse a eso y entonces me desplazaron. Pero es que yo sabía que hace unos siete u ocho años había llegado el mismo grupo a otra zona y los comerciantes pagaron para hacer la limpieza social. Y en un día los paramilitares mataron siete personas. Y las familias de los muertos se dieron cuenta de que los comerciantes habían pagado para la limpieza. Entonces las familias se les fueron encima. Y a esos comerciantes también les tocó desplazarse, porque se dieron cuenta que no sólo los amenazaban los paramilitares sino también las familias de los muertos. Tuvieron que irse, vender o perder lotes, casas, todo. Entonces cuando vinieron donde estábamos nosotros yo no acepté eso, a mis compañeros comerciantes del sector les dije: “no les demos plata para que maten a nadie, démosle plata para que se vayan.” Pero los paramilitares no aceptaron eso. Me pusieron la granada en mi negocio, me lo destruyeron, me boletearon la casa también. Y no me aguanté la presión, no de la granada, sino de mi esposa todos los días diciendo: “mijo qué vamos a hacer, nosotros no sabemos quién nos va a venir a matar.” Entonces me asusté, me fui para Pasto, pero no me pude establecer, me fui para Cali pero ahí tampoco me pude establecer. Y me terminé volviendo a Bogotá. Yo quería contar mi relato para que la gente del gobierno colombiano y de otros gobiernos sepan que parte de la guerrilla y los paramilitares existían acá. Existen milicias urbanas y van a existir más cuanta más hambre haya. Porque paz con hambre no va a haber nunca. Ese es mi relato para que lo escuchen en donde sea.-

Además de representar el costado más urbano de la historia Don José expresa con total claridad dos puntos clave para entender tanto la complejidad del conflicto como el desafío que implica su relato. Por un lado está el ya mencionado drama económico, el dolor por la pérdida de la buena posición construida con el trabajo de toda una vida: -Yo tenía un negocio bien plantado, era líder. Tenía mi casa, mis hijos no tenían necesidad de aportarme en nada. Yo veía por ellos, les ayudaba. Pero se destruyó toda la forma de vida que llevaba. Y de ahí para acá no me he podido establecer otra vez como antes.-

Por otro lado, en su charla incesante, Don José plantea el principal desafío que enfrenta cualquier proyecto que intente dar voz a las víctimas de la guerra. Porque él no sólo cuenta la historia de su desplazamiento sino también las idas y vueltas posteriores, los trucos sucios de la política para engañar a las víctimas y hacerlas votar por determinada ley, o las estrategias para excluirlos de los debates sobre el tema o escatimarles las compensaciones que el Estado debe afrontar. Su relato se ramifica tanto que excede lo que se puede volcar en un solo artículo. Una y otra vez me lo dice: -Al final tú no vas a contar todo, o lo vas a contar diferente. Lo que yo digo no es la vaina que tú escribes.- El reclamo es justo y da en el clavo.

Los proyectos que asumen la tarea de llevar adelante los procesos de memoria en Colombia tienen ante sí una tarea gigantesca. En primer lugar hay que tener en cuenta que cada una de estas vidas da para varios libros y películas. Y estamos hablando literalmente millones de historias desgarradas que se ramifican e interceptan entre sí. Para millones de historias tendría que haber millones de contadores, millones de formas de contar y millones de oyentes. Por otra parte, más de cinco décadas de una guerra cuya paz todavía se está negociando borronearon las distinciones entre la normalidad y la excepción. A lo largo de los años el enfrentamiento armado se fue convirtiendo en el estado habitual de las cosas y el trauma se hizo costumbre. Para contar las historias de las víctimas es necesario romper la costra de indiferencia que se formó con el tiempo en muchos sectores de la sociedad, principalmente en las ciudades. Y por último hay que tener en cuenta los dilemas que plantea el hacerse cargo del caudal de historias. Porque abrir la puerta a millones de historias es también abrir la puerta a millones de perspectivas.

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Ricardo llega por primera vez a la sala del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación y saluda de manera sumisa. Inmediatamente pregunta qué es lo que hay que hacer. Barrer, limpiar, armar libros, lo que sea. Usa un bastón que deja al costado de la silla cuando se le pide que tome asiento y cuente:

-Fui militar desde los diecinueve años, hice el servicio y después fui soldado profesional durante seis años hasta que fui herido en combate y ahí ya me molestaba mucho la columna para seguir en servicio. Y para trabajar de otra cosa también. Las fuerzas militares siempre me negaron ayuda. Me ignoraban como a un animal salvaje. Y yo creo que el Estado colombiano ha sido uno de los principales violadores de los derechos humanos. Después de eso yo vivía en Arauca. Mandaba el carro de un señor, cargaba pasajeros, a veces gente muy pobre que no tenía para pagar el pasaje y yo los llevaba igual y después la gente me regalaba el plátano, el tomatico. La gente es muy bonita en Arauca, no tengo nada malo que decir de ella. Pero me tocó desplazarme por el conflicto armado. Porque las FARC y el ELN comenzaron a pelear entre ellos mismos. Y salí de la región con miedo porque encontré una boleta debajo de la puerta donde decían que iban a acabar con mi vida. Y lo perdí todo porque se sabe que uno sale con la mera ropa puesta.-

A diferencia de lo que ocurrió en la Argentina, donde el relato de los horrores de la dictadura permitió establecer una división marcada entre víctimas y victimarios, el conflicto colombiano tiende muchas veces a diluir los límites entre unos y otros. Campesinos que sufrieron el horror de la violencia fueron reclutados a la fuerza por los grupos armados para convertirse ellos mismos en los perpetradores de más violencia. En esa complejidad es posible escuchar a ex militares que hablan peor del ejército que de la guerrilla. O a ex guerrilleros o paramilitares devastados por la culpa y que odian a sus antiguas organizaciones. De una manera muy delicada y cuidadosa en Cartongrafías se le está dando espacio a todas esas voces. No solamente participan personas con posturas y militancias de izquierda y de derecha sino que también, de a poco, ex miembros de organizaciones armadas se van acercando para contar sus historias. Ese es, sin lugar a dudas, el aspecto más potente e increíble que tiene este proyecto.

El último día que tuve contacto con Cartongrafías no fue en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación sino en la casa donde viven Marcela y Henis, en un barrio humilde de la periferia de Bogotá. La casa, además de alojarlos a ellos y a sus tres pequeños y hermosos hijos, funciona como taller y base informal de operaciones tanto para Cartongrafías como para su empresa de efectos especiales. Allí los vi trabajando, creando, criando, limpiando, cocinando, militando, atendiendo gente, reflexionando y, como siempre, contando historias, quebrándose y volviendo a contar. Hablamos mucho e intercambiamos opiniones sobre el proyecto, sobre la guerra y sobre lo que significa ser víctima. Marcela, que vio morir a muchos seres queridos en manos de la guerrilla, me contó cómo trabaja con ex guerrilleros, militares y paramilitares. “Es fácil porque todos son buenos pare seguir órdenes, ni bien llegan preguntan lo que tienen que hacer.” Y a continuación me contó que hay algo que no se cuenta en Colombia: “por todo lo que pasó la fauna está cambiando, las iguanas por ejemplo, se mueven más lento.” Henis, por su parte, siempre de buen humor, no paraba de regalarme libros y recuerdos para llevar a Buenos Aires. En un momento reflexionó: “los militares tenían el freno de las leyes, la guerrilla tenía el freno de la opinión pública y los paramilitares no tenían ningún freno… pero al final todos hicieron masacres”.  Después de eso tuvo que salir a buscar a los chicos al colegio.

Me quedé solo con Marcela. -Ven, mira- me dijo y sacó una caja con su colección de piedras. Eran de diversos tamaños, todas redondeadas y recogidas del lecho del río. El agua las había pulido hasta darles aspecto de esferas imperfectas. -Esta es mi favorita- me dijo y me mostró una de tamaño mediano. En ese momento recordé todas las veces que la había escuchado hablar del río, el río que llevaba a los muertos y el río de los días soleados de la vida en el campo.

– Tómala-me dijo- ahora es para ti, esta te la regalo.-

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[1] El Basta Ya recuerda al Nunca Más de la Argentina, aunque en los títulos de ambos informes se trasluce una diferencia clave. Mientras que el informe argentino reclama que una situación no se repita, el colombiano exige que se detenga algo que todavía está ocurriendo.

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