El peso de nuestra historia

Jean-Luc Nancy

Uno preferiría callarse. Ante el horror y la emoción. Ante los efectos de la proximidad — porque lo que pasó en París no ha dejado de pasar, desde hace tiempo, en Bombay, Beirut, Kabul, Bagdad, Nueva York, Madrid, Casablanca, Argel, Amán, Karachi, Túnez, Mosul, etc. etc. Ante la miseria de nuestras indignaciones (justificadas aunque agravadas) o nuestras protestas («deberíamos…», «no hay que…») — y el plomo de las perspectivas (control, respuesta…).

Uno también preferiría callarse a causa de la consciencia aguda que nos estrecha desde que uno se representa la inextricable complejidad de las génesis, causas, encadenamientos de procesos manifiestamente enmarañados y desarrollados en una coyuntura mundial de grandes enfrentamientos económicos y geopolíticos. En el plano del pensamiento tampoco es hora de los «no hay que… ».

Cabe sin embargo tratar de hablar, por las mismas razones. No sólo porque la emoción lo exija sino también y sobre todo porque la potencia de esta emoción se agarra de otra cosa que de la amplitud de los atentados. Esta última no es menos sobresaliente — toda esta coordinación, esta elección del tiempo y de los lugares, dicen mucho sobre el trabajo previo — pero hay más en ella: hay la amplitud de una larga secuencia empezada hace cerca de 25 años (para permanecer en los límites de la percepción inmediata) en la Argelia de los años 1990 con la fundación del G.I.A. Veinticinco años, una generación, no es sólo un cálculo simbólico. Esto significa que un proceso se despliega, que una maduración tiene lugar, que una experiencia se caracteriza. Contornos, tonalidades, disposiciones se han actualizado; nada fijo ni definitivo, por supuesto, nada sobre lo cual se cierre una cubierta de historia del género del «siglo» sino de igual modo una configuración o al menos la forma de un viraje, la energía de una inflexión, incluso de un impulso.

La fuerza de la que está cargada la tarde del 13 de noviembre de 2015 en París proviene de esta energía. También es por esto que parece comprometer inmediatamente la perspectiva ya sea de un viraje decisivo o bien del inicio de una nueva generación: 25 años ante nosotros para alcanzar otro escalón o atravesar otro umbral. Muchas de las metrallas de esa brutalidad apenas han superado los 25 años; entran muertos o heridos en esta oscuridad amenazadora.

La fuerza en cuestión es extraída, en cuanto a lo que la constituye esencialmente, de otra parte distinta a los recursos de aquello que se nombra «fundamentalismo» o «fanatismo». Ciertamente, el fundamentalismo activo, reivindicativo y agresivo —ya sea islámico (sunita o chiíta), católico, protestante, ortodoxo, judío, hinduista (incluso excepcionalmente budista)— caracteriza una parte no despreciable de los últimos 25 años. Pero ¿cómo no destacar que respondió a lo que puede designarse como el fundamentalismo económico inaugurado con el fin de la partición bipolar y la extensión de una «globalización» ya alistada y designada casi dos generaciones antes (la «aldea global» de McLuhan data de 1967)? ¿Cómo no responder también al afán de borrar las experiencias totalitarias como si la simple democracia representativa acompañada del progreso técnico y social respondiera perfectamente a las inquietudes levantadas desde hace mucho tiempo por el nihilismo moderno y al «malestar en la cultura» del que hablaba Freud en 1930?

El fundamentalismo liberal afirma el carácter fundamental de una ley supuestamente natural de producción competitiva ilimitada, de expansión técnica no menos ilimitada y sobre todo de reducción tendencialmente ilimitada de cualquier otra especie de derecho — del derecho político en primer lugar, sobre todo si este último trata de reglamentar la ley natural según las exigencias particulares de un país, de un pueblo y de una forma de existencia común. El Estado llamado «de derecho» representa de manera paradójica la forma a la vez necesaria y tendencialmente exánime de una política privada de horizonte y de consistencia. Nuestro humanismo productivista y naturalista se disuelve a sí mismo y abre la puerta a los demonios inhumanos, sobrehumanos, demasiado humanos…

El fundamentalismo religioso puede limitarse a acatar una doctrina y un rito inmutables, sin interferencias con el contexto sociopolítico. Cuando pretende ser activo en este contexto, presenta un doble postulado: por un lado se trata de encontrar la fuerza de un fundamento místico, por otro lado de permitir a esta fuerza cohabitar con los intereses técnicos y económicos a fin de entrar en sus relaciones de potencia. El síntoma más elocuente de esta empresa es la adaptación del funcionamiento bancario a la ley islámica — y viceversa. Otro síntoma es la guerra de las religiones: la revolución iraní de 1979, al mismo tiempo que marcó el despertar de un islam político, también proyectó en este terreno la mayor división interna en el islam. Como las de la antigua Europa, las guerras de religiones responden a enfrentamientos sociales y políticos. Se podría decir simplificando que los conflictos actuales en el Medio Oriente —además de aquel ligado a Israel— provienen del fracaso o del desvío de las tentativas supuestamente progresistas de revolución poscolonial (Egipo, Siria, Irak, Argelia).

A una poscolonización a veces estorbada, a veces desviada, tanto por los intereses de los excolonizadores como por las relaciones de fuerza entre excolonizados se ha agregado una situación económica trastornada por la demanda energética acrecentada y por la transformación del sistema monetario y financiero. Dicho de otro modo, desde hace dos o tres generaciones la configuración mundial ha comprometido una transformación mayor de la cual las turbaciones del espacio mediterráneo y europeo no son sino uno de sus aspectos — situándose los demás en las transformaciones de Oriente y América Latina. De igual modo el fanatismo hoy consigue reclutar fuera del mundo que se delimita demasiado simplemente como «arabo-musulmán».

En cuanto al mundo musulmán mediterráneo, y aquí también al precio de una simplificación, hay que reconocer que la oposición entre chiismo y sunismo (que recorta también la diferencia entre cultura persa y cultura árabe) se traduce por una diferencia importante en la manera de configurar el lazo entre religión y sociedad. El modelo de una impregnación religiosa integral de la existencia, de la cultura y del derecho que reivindica el fundamentalismo sunita permanece parcialmente ajeno al espíritu mesiánico del chiismo (esto sea dicho sin olvidar el comportamiento efectivo del Estado iraní). Esto no está exento de consecuencias sobre las relaciones con los países europeos y americanos.

Estas cuantas advertencias bastante esquemáticas para evocar únicamente el peso considerable de los datos que una reflexión lúcida debe considerar. Pues este peso es precisamente el que vuelve posible el detonante de fanatismos tan violentos y limitados como aquellos que vemos. Es cuando un mundo se deshace que demencias se exacerban. Es en las mutaciones que surgen posibilidades letales. La Inquisición española o los fanatismos de la época de la Reforma como tantas otros (comenzando por aquellos del o de los cristianismos primeros) están sin duda siempre correlacionados a situaciones críticas, ya sea en el plano social o en el plano existencial.

Esta pesadez y esta exasperación renovada no favorecen, ciertamente, las vías de una resolución. Al menos podemos y debemos saber que no estamos simplemente ante el desencadenamiento repentino de una barbarie caída de no se sabe qué cielo. Estamos ante un estado de la historia, de nuestra historia — la de este «Occidente» convertido en la máquina mundial alarmada de sí misma.

Sería demasiado fácil condenar esta historia, así como querer justificarla. Pero no podemos preguntarnos si es posible sacarla de su propio impasse — ya sea nihilista, capitalista, islamista o todo a la vez. Hablando de la toma de Roma por Alarico, Agustín, en Hipona donde confluían los refugiados romanos, declaraba: «de la carne oprimida debe brotar el espíritu». ¿Dónde encontrar hoy el espíritu?

Fuente y traducción: Artillería Inmanente. Traducción de «Le poids de notre histoire», publicado en L’Humanité el 20 de noviembre de 2015.