Contra la tentación política // Diego Picotto y Diego Sztulwark
“Y al deseo
por el que el hombre que vive según la guía de la razón es consciente de que
tiene que unir los demás a él por la amistad lo llamo honestidad”
Del Escolio a
la proposición 37, parte 4 de la Ética de Spinoza
“Acá no hay ideología, no hay
derechización, ni conservadurismo. Acá hay que volver a dar una disputa por
cómo queremos vivir”.
Colectivo Juguetes Perdidos
Colectivo Juguetes Perdidos
“¿Cómo
construir una fuerza que no sea organización?”
Comité Invisible, A
nuestros amigos
1. ¿Quiénes son los amigxs?
Lo esencial en este libro es la afirmación de la
amistad como efecto de una fuerza que posibilita hacer una experiencia de la
verdad. Amigos son todos aquellos que nos permiten enfrentar el poder,
aquellos con quienes nos substraemos de las agobiantes retóricas políticas,
plantándonos con mayor lucidez frente a los mecanismos que asignan éxitos y
fracasos, que distribuyen premios y castigos, que administran el juego de las
visibilidades y las sombras.
Los amigos, se apunta en sus páginas, son los “revolucionarios”;
es decir, todos aquellos que persisten
en la revolución cuando los enunciados revolucionarios se desvanecen como
pompas de jabón; cuando no se cuenta con teorías que orienten la
transformación; cuando la revolución ya no tiene espacio (nacional) ni tiempo
(progresivo) reconocible; cuando lo revolucionario ya no guarda relación alguna
con el juego político en el estado. Los amigos son los cómplices, aquellos con
quienes se asume la tarea de inventar modos de vida en común en el tiempo fuera
de tiempo de la insurrección.
Esto es, a grandes rasgos, lo que nos hace saber el
Comité Invisible.
Precisamente aquello que Spinoza, en su Ética, llamaba sinceridad: la amistad que surge como estructura subjetiva
correspondiente a la experimentación de la utilidad común. Los que conduce a otro
problema central para el Comité Invisible: el de la verdad; término que para nosotros sólo puede
querer decir una cosa: desplazamiento.
“A nuestros amigos” es, sobre todo, un texto poblado de
desplazamientos. Desplazamientos que no parten de la nada, sino que extienden desplazamientos
anteriores, que a veces se pueden rastrear. Como sucede con la genealogía de un
movimiento de pensamiento propio de Karl Marx, que luego relanzará Michel
Foucault, y que retoma ahora el CI: contra
la hegemonía de la filosofía política, cada cual a su modo revelan la
existencia de una realidad –unos poderes y unas resistencias– que desborda, o directamente
ignora, lo político convencional.[2]
Para el cattivo maestro del Comité, el filósofo
Giorgio Agamben, este desplazamiento es doble: donde la filosofía política se
preocupaba por la Ley, por la voluntad general, por la soberanía del estado (y
demás “fórmulas universales vacías”), Foucault se ocupará de dispositivos. Y
donde ella buscaba sujetos, aquel detectará subjetivaciones. Transformado en
relación, el poder circula por los dispositivos hasta volverse el dispositivo
mismo. Y en su propio corazón, las resistencias devienen creación de nuevos
modos de vida. Si el Comité Invisible continúa este desplazamiento es en la
medida en que resuelve un hiato, un espacio vacío que, según Agamben, subsiste
aún entre dispositivos y subjetivaciones. Ambas instancias son, desde ahora, un
mismo movimiento, un mismo fluir.[3]
Esta reversibilidad, esta yuxtaposición entre dispositivo
y subjetivación –base material tanto de las sociedades neoliberales como de las
resistencias y contraconductas que en ella anidan– ha transformado nuestra
percepción del mundo. Ya no nos lo representamos tanto como interacción entre Estados,
sino más bien a la luz de este “dispositivismo”; es decir, como espacio/tiempo
fluido y reticular, en permanente (re)construcción.[4] Sólo que esta
reconstitución no es lo que se nos cuenta: la multiplicidad de mundos se revierte
en cualquier punto de la red como guerra civil de formas de vida. Es
decir, cuando es la hostilidad y el extrañamiento, cuando es la distancia la
que gobierna casi todas las relaciones entre los seres, entre los cuerpos. De
allí que la vida se vuelva esencialmente estrategia de sobrevivencia, en la
guerra que se libra por constituir líneas de gobierno a fuerza de democracia,
conectividad y consumo. La disyuntiva para el CI es clara: gobierno contra
insurrección.
El gobierno de las conductas de las poblaciones no se
reduce a la clase política (elemento de orden más bien distractivo y residual,
dicen, en el actual paradigma de gobierno), así como el poder no se restringe a
sus instituciones. Gobernar es asegurar conexiones. De ahí la importancia de la
“nueva ciencia del gobierno”, la cibernética. Un paradigma que, basado en
la información y en la comunicación, ya tiene muy poco que ver con el
estado-nación y con la soberanía. Más bien agencia conexiones en y entre
dispositivos de poder.[5]
Un poder que es orden de las cosas, esencialmente
logístico. La logística es el arte y la técnica de organizar los flujos, las
conexiones. Que el poder es logístico significa que reside en las
infraestructuras, en la organización material, física, tecnológica del mundo.
En la organización neoliberal del mundo. En las subjetividades/dispositivos que
lo habitan.[6]
Se resitúa, así, el antagonismo: mientras “vida”,
“sociedad” y “población” son realidades creadas por las estrategias de
gobierno; el problema de los revolucionarios, puntualiza el Comité Invisible,
es el de los saberes, las disposiciones y los afectos que permiten crear
autonomía frente a ellos. O lo que es lo mismo, el diseño de dispositivos siempre
situados orientados al habitar común. El de los amigos. Y ahí ya estamos
en el terreno de los “revolucionarios”: hacer la revolución es resistirse a la
captura de la vitalidad, dicen, es crear vida “intensa”, es operar a
nivel dispositivo-subjetividad.
Es aquí que la insurrección cuenta, tal y como el
Comité la relata. El conjunto de las insurrecciones –de Buenos Aires a El
Cairo, de Santiago de Chile a Madrid, de Oaxaca a Atenas, de San Pablo a Wall
Street– actúa como una toma de distancia de los dispositivos neoliberales –que
funcionan sobre todo en el nivel de la creación de infraestructura– y de su
retórica política, que una y otra vez usufructúa la dialéctica
crisis/gubernamentalidad. Pero tomar distancia, crear autonomía, supone enlazar
la fuerza de la insurrección con la invención de dispositivos de diferente
naturaleza. ¿Qué criterios son los que ponemos en danza cuando experimentamos
en la creación de modos comunes de hacer?
La respuesta del Comité Invisible abre al juego
spinoziano de la ética. O sea: la búsqueda de la felicidad en base a la
utilidad común y al incremento de la potencia a partir del encuentro elaborado
entre singularidades –en contraposición a la convencional apelación a la
democracia como pueblo eternamente ausente. La democracia no se opone a la
dictadura, dicen, sino a la verdad. El paradigma de gobierno, del parlamento a
la empresa, hace de la democracia un nombre esquivo para cohesionar todo
aquello que funciona promoviendo el orden neoliberal. Verdad y
ética son, en cambios, categorías de la potencia. Y por eso son patrimonio (sutil)
de los revolucionarios. Empuñadas como armas nos proveen de un instrumental
cartográfico propio, a la vez que comunican –en inmanencia– distintas
situaciones concretas, construyendo contrapoder efectivo –no declamativo– en la
guerra global y permanente en curso.
2. De la imagen de la potencia a la potencia sin imagen
Luego de repasar al detalle la “ola de levantamientos”
que desde 2008 rompe en distintos puntos del globo, el Comité admite que el
movimiento de las insurrecciones está estancado. En un impasse. No logra
superar el motín y convertir la insurrección en revolución. ¿No es patético,
sino, que los fracasos se repitan, que sean unos iguales a los otros y que se
persista en ellos sin pensar con madurez los puntos ciegos y errores? Confían,
no obstante, en el eterno retorno de la forma comuna; los muchos que agencian
modo de vida autónomo. Entendida como “un pacto de confrontar juntos el mundo”,
la comuna no es para ellos aislamiento (comunidad), ni vida política
convencional (democracia), sino ética de la situación en los lindes de la
insurrección.[7]
De la insurrección al impasse, entonces, se traza el
arco común con nuestra trayectoria argentina o sudamericana. Es importante
reconstruir esa trama de modo cuidadoso, desde debajo, atentos a los matices y
a las ambigüedades; no solo para
comprender el pasaje de la insurrección a la reconstitución de lo político
convencional –bajo la dinámica de lo que la resucitada filosofía política llama
“hegemonía”–, sino sobre todo para reconocer el terreno de despliegue de nuevas
investigaciones militantes.
¿Qué ocurre con la imaginación subversiva entre la
insurrección y el impasse? ¿En qué puntos se bloquea la imaginación, el deseo,
el devenir? Pero, ¿todo se detiene? Puede que sea así suceda con los
“revolucionarios”, pero no con las energías colectivas que reinventan otras
imaginaciones, otros flujos de vitalidad que atraviesan la trama social. No es
posible desconocer al respecto esa zona gris creciente en la que los otrora
“excluidos” reinventan una compleja y pujante pragmática[8]
(que algunos llaman “economía popular”) en la que la frontera entre cálculo
vital y verdad ética carece de
fijeza, sino que exhibe, mas allá de toda ideología izquierdista, la
circularidad indecisa entre dispositivo (¿parte baja del llamado neodesarrollismo?) y subjetivación
(invención de un vitalismo plebeyo). En efecto, en la fase actual que algunos llaman “postneoliberal” –mix
neoliberalismo/estado– se despliega ante nosotros el doble proceso de un
vitalismo popular y de su interiorización en las categorías de la economía
capitalista y de la comunicación. La vida se desdobla en un vitalismo smart –como
lo llama CI– y un mortalismo poblado de vidas sumergidas, sometidas a un
régimen de crueldad (espejo en el cual nuestro presente no tolera mirarse),
velando el paisaje dominante de los modos de vida urbanos: capital cultural de
clases medias + desposesión de los “pobres”.
Esta división regula el estado de cosas
y desanima la producción de alianzas insólitas. Se trata de neutralizar el tipo
de vitalidad que interesaba a Foucault: “vitalismo sobre fondo de
mortalismo”. Es decir: la extracción de vitalidad, o la invención de modo
de vida, sobre la base tangible del régimen de la crueldad. Es el tipo de
vitalismo que dramatizaron las figuras más potentes de la
insurrección de 2001. Sin ese vitalismo es inútil delinear la comuna de las que
habla el CI, especialmente cuando pensamos que ésta asume “sus propias fuerzas
como fuente de su propia libertad”. Un modo de entender los vínculos y de estar
en el mundo; una trinchera (paradojalmente siempre abierta) movilizada por la
exigencia de desafiar la realidad.[9]
Y sus contracaras, bien lo sabemos: cuando la comuna
no tiene exigencia vital propia reproduce el mismo sopor de lo
social-neoliberal. Esa exigencia da nacimiento a lo real de las situaciones, lo
que el CI llama “universal concreto”, por oposición al “universal abstracto” de
la globalización. Es decir, no surge como mero efecto del enfrentamiento con el
enemigo, sino de la afirmación de un modo común de vida, otro. Pero esa
liberación de tiempo, esa disposición a levantar las barreras de la ciudad neoliberal
deviene pura estupidez si no es capaz de extraer una vitalidad que
sólo otorga la problematización seria: esa alegría que ya no debe nada a la
ideología de la fiesta ni de la familia ampliada. Es
esta articulación entre fondo de muerte y extracción de vida la que queda
bloqueada en un régimen de lo sensible caracterizado por la
acumulación veloz, por la violencia difusa y por la centralidad del consumo en
términos puramente cuantitativistas.
Todas estas discusiones, que hemos conocido
bien a partir de la coyuntura insurreccional de 2001, han quedado
bajo sordina en la coyuntura política local actual, secuestrada por fuerzas
adversas, esas que algunos llaman las “mafias” y nosotros llamamos, con menor
énfasis en el plano legal y más atención a su funcionalidad a los procesos de
acumulación, “régimen de la crueldad”.[10]
El aturdimiento de la polémica entre (autodenominados)
liberales y populistas vino a desplazar la experimentación desplegada a nivel
de los dispositivos. O se la condena por pertenecer al oscuro mundo del
neoliberalismo popular, o bien se la confina a la tutela del estado –lo que no
deja de plantear desafíos en el nivel de las líneas de experimentación. Uno de
ellos puede ser planteado del siguiente modo: ¿cómo se relacionan las resistencias,
las luchas y las insurrecciones con las situaciones políticas que surgen bajo sus
efectos? ¿Es tan seguro que la noción de Poder Constituyente es
externa –como sugiere de modo confuso el Comité– a las relaciones que
se instauran una y otra vez entre creación de modos de vida y tácticas de un contrapoder?
¿No remite este concepto, en cambio, a la necesidad de actuar desde los
contrapoderes, dentro y contra los dispositivos mismos de gobierno, sin ilusión
alguna de creer en ellos? ¿No es de este modo que necesitamos leer A nuestros amigos?
Esa potencia spinoziana en busca de su incremento de
la que nos habla el Comité Invisible vive desdoblándose entre una imagen
que la captura al hacer de ella un modelo de productividad, un ideal
de felicidad y consumo, y una proliferación “sin imagen”, puro afecto
de incremento. Esta distinción nos parece fundamental: mientras que la
imagen-de-la-potencia produce modelos controlados, su falso opuesto es una
imagen de derrota e im-potencia que se adjunta de modo generalizado a todo
aquel que no participa activamente del optimismo ambiente.
Esta
distribución estereotipada de lo que es potente y lo que no actúa –nos parece–
en la rápida referencia del Comité Invisible a las políticas sociales en
Sudamérica: al denunciar los planes en sobrevuelo como política
anti-insurrección captan una parte de la verdad (parte que toman de los
trabajos de Raúl Zibechi) aunque, a nuestro entender, pierden la otra: el rasgo
que les pasa desapercibido de la insurrección del 2001. Nos referimos a la
capacidad de los movimientos piqueteros –muchos de ellos autónomos- de
apropiarse de la distribución de los planes. El problema no son –nunca fueron–
los planes en sí, sino, para decirlo con CI, el hecho de que se los inscriba o
no en una relación de gobierno y cómo. Luego del 2001, el discurso sobre los
piqueteros y los planes sociales tiende a confundir los términos. Para el Estado,
se ha tratado de trabajadores incluidos en la promesa de una vida feliz. Para
los liberales y no pocos izquierdistas radicales, se trata de formas de
clientelismo y manipulación, de financiamiento de una vida improductiva, sino
delincuencial, al servicio del gobierno de turno. Ninguna de estas posturas
dominantes logra captar la relación interna entre planes sociales y rechazo al
trabajo procedente de la insurrección, ni desea reaccionar contra esta imagen
generalizada que condena a extensos contingentes barriales a una supuesta pasividad.
De este modo todos los discursos de la futura igualdad –nacional populares,
izquierdistas o liberales– no hacen sino prolongar las relaciones jerárquicas
(clasistas y racistas) que agrietan la ciudad. Aunque aún escasas, es
preferible señalar las tentativas de contra-efectuar –potencia “sin imagen”,
justamente– un vitalismo que enfrenta –y no se apoya en– la dinámica neoliberal
y la lógica de la crueldad que organiza los poderes de hecho en los barrios, en
las prisiones y en el amplio arco del trabajo sumergido.
La potencia “sin imagen” se presenta como experiencia ética
de resistencia a la disposición misma del régimen de lo sensible, que es al
mismo tiempo resistencia a la estructura material que lo sustenta y organiza. La
insurrección no se apaga sola. Entre potencia e imagen-modelo, entre crisis y
gubernamentalidad, en favor de nuevas experimentaciones en el
campo de la verdad y de las formas de vida, ni en América Latina ni en Europa
hemos logrado elucidar ni de cerca –es evidente– cómo desarmar las
articulaciones estratégicas del capital.
3. La risa del rebelde
“Entre la
irrisión y la risa reconozco una gran diferencia” –dice Spinoza en su Ética. “La risa, como también la broma, es pura alegría”. La irrisión, en
cambio, es una “alegría nacida de que imaginamos que hay algo despreciable en
la cosa que odiamos”.
Ciertamente es la risa la que nos embarga cada vez que
el Comité Invisible escribe “nosotros, los revolucionarios”. Puesto que, como
decía el Che Guevara, el deber de un revolucionario es “hacer la revolución”. Y
puesto que no sabemos exactamente cómo hacerla, no podemos tampoco prescindir
de la risa ante este tipo de
autoafirmación. Esa risa es “alegría”, creemos, cuando se admite que no se sabe
y aún así se prosigue. Sin humor, sin una risa política y hasta
filosófica, es imposible tratar cuestiones centrales en la ética y la verdad de
este proseguir.
Y para proseguir es imprescindible detectar claves que
nos permitan superar obstáculos. Uno de ellos, pensamos, lo ofrece el CI cuando
afirma que es necesario aprender el cuidado de los devenires. El
“revolucionario”, dicen, es aquel que trata bien los devenires. Un enunciado
micropolítico fundamental, pero que entraña al mismo tiempo todos los problemas
que la “revolución” debe sortear: puesto que para empatizar con los devenires
revolucionarios de las personas seguramente hay que estar también tomado por
ellos. No hay “pastor” de los devenires. Hay encuentro entre transiciones
de incremento de la potencia que deben, como primera medida, abandonar el falso
humor del desdén y la soberbia que sólo sabe denigrar a los otros
y acaba por impedir la preciosa tarea del cuidado inmanente de los
procesos de resistencia creativa.
El segundo de ellos tiene que ver con la asamblea y
con ciertos rasgos caricaturales de los grandes movimientos. El Comité no se
conforma con la asamblea y ataca su fetiche. Tampoco son nostálgicos del
movimiento alter-globalización de la década pasada, al que burlan
considerándolo el primer intento de asalto pequeño burgués al poder
burgués. Ni adhieren a las bondades de Internet y las redes sociales
(“democracia conectada, participativa, transparente”), sino que más bien hostigan
a quienes proponen rediseñar los sistemas de toma de decisiones con asistencia
de las nuevas tecnologías, reforzando la penosa tendencia a hacer de la
democracias un sistema de sondeos permanentes. Las malas respuestas no anulan
la pertinencia y hasta la urgencia de las preguntas que les dieron origen. A lo
sumo, muestran que estas preguntas no fueron bien planteadas, porque es en ella
–más que en las respuestas– donde mayor relevancia cobra la radicalidad.
Y, en efecto, también nosotros hemos vivido el sopor
de la asamblea y la banalización irritante que se hace de los lenguajes de los
movimientos de lucha. Nunca más necesario, por tanto, atender a la sintaxis del
contrapoder: no como categoría interna a lo que el neoliberalismo llama
democracia, sino como dinámica de un poder constituyente –cosa que el
Comité rechaza, a partir de sus polémicas con el énfasis institucionalista de
los “negristas de Madrid”. Sólo volviendo a la radicalidad del planteamiento parece
posible aprehender los problemas en serio: la capacidad de las luchas por crear
elementos de una vida común diferente y de situar esa diferencia en la densa
conflictividad del presente (y no tomarla como una moral separada y abstracta).
Es decir, la necesidad de crear articulaciones entre quienes rechazamos el modo
en que se gobierna el antagonismo en nuestras ciudades.
En tercer lugar necesitamos discutir a fondo lo que entendemos
por neoliberalismo. El Comité muestra bien hasta qué punto el neoliberalismo es
un modo de coordinar dispositivos en función de la acumulación y cómo en la
época de la subsunción real de la vida en el capital ya no hay siquiera una
teoría política autónoma a esta dinámica de desposesión. Como sabemos, en
el centro de esta comprensión crítica de lo neoliberal se encuentra cierto
período del pensamiento de Foucault. En efecto: ¿cómo desplegar resistencias
activas y constituyentes, dentro y contra el neoliberalismo, que no
sean mera nostalgia de los socialismos reales o, peor aún, de las
“burguesías nacionales” con las que sueñan los llamados populistas de Sudamérica?
[11]
La importancia de la teorización del neoliberalismo
como paradigma de gobierno afecta, como hemos dicho, la teoría del estado
y fuerza a los movimientos de resistencia a producir autonomía a
partir de un pragmatismo radical, que no excluye altas dosis de maquiavelismo
en el nivel de las instituciones.[12] Pero
todo este campo de experimentación queda obstaculizado cuando se
malversa la problemática en cuestión y se nos conduce a leer la “última
lección” de Foucault en términos alucinados: Foucault tomaría de los
neoliberales los valores de “multiplicidad”, “libertad” y “pluralidad” que una
refundación de la “izquierda” necesitaría, en contra de los totalitarismos
inherentes por igual a toda idea de unidad, sea estatal, social o comunitaria.[13]
En efecto, cuando se actúa como si el neoliberalismo
fuese fuente de crítica contra lo Uno se olvida que el Uno de la dominación
actual es Uno-múltiple del propio. Al oponer Mercado –plural– a Estado
–unificado– no se nos deja ver que la gubernamentalidad neoliberal afecta la
naturaleza misma del estado y que el neoliberalismo, más que oponerse, da lugar
a un tipo de estado propiamente neoliberal. Es lo que nos enseña Maurizio Lazzarato
cuando afirma que el liberalismo nunca fue, sino, una variante del capitalismo
de estado.[14] Al aceptar las
nociones de “libertad”, “pluralidad” y “multiplicidad” del universo de los
mercados (como si al aceptarlas se aceptaran meros conceptos y no modos de
subjetividad), se nos priva de pensar la diferencia en sí, la diferencia
diferenciante, que es el único modelo vivo con que la potencia cuenta para
enfrentar el reinado de la libre servidumbre neoliberal.
Enredados como estamos en el tejido de las máquinas
neoliberales –de crédito, de consumo, de interconectividad, de productividad y
de seguridad– necesitamos con urgencia reorganizar la problemática que impone
la cuestión del neoliberalismo (o del llamado “postneoliberalismo” sudamericano),
a riesgo de suprimir definitivamente el problema de cómo verdaderamente se crean (“en el
fondo de cada situación y en fondo de cada uno”) posibles modos de
vida. Pero ¿cómo alcanzar esta
percepción común sobre la que organizarse y fortalecer las luchas? Incluso:
¿cómo construir una fuerza que no sea organización separada –porque no buscamos
organizaciones trascendentes–,[15]
pero capaz de contrapesar el poder subjetivamente de la máquina, del
dispositivo?
Enfáticamente,
entonces, recomendamos a nuestros amigos aceptar el convite y disponer el
tiempo para la lectura de esta obra clave, iluminadora de las luchas en el
siglo XXI, de las recientes, de las presentes, de las por venir. El Comité Invisible
ha recorrido todas las insurrecciones de la última década y media; ha
sistematizado a partir de allí toda una serie de operaciones y distinciones
útiles para todxs nosotrxs y ha armado un plan: cuando la opacidad es
estratégica, cuando nada de lo que sucede ante nuestros ojos es lo que parece, necesitamos
casi con desesperación elementos cartográficos como los que brinda A nuestros Amigos.[16]
Su lucidez es enteramente resistente, enteramente creadora de existencia,
enteramente firme. Aceptemos la invitación y llevémosla más allá, más allá de nosotros mismos. Allí donde no somos cada
uno. Allí donde la política convencional (si quiera de “izquierda”) no alcanza.
Todo el resto es idealismo.
[1] Editado por Heckt, 2016, y desde esta semana en librerías (https://www.facebook.com/rana.hekht
[2] Los desplazamientos en A nuestros Amigos son muchos, tantos que
algunos –fundamentales— quedaron afuera de este modesto preludio. Ante esta
inevitable incompletud, sugerimos la
lectura de los textos de Amador Fernández- Savater, quien viene reseñando de
modo muy implicado los textos de Tiqqun y el Comité Invisible. Presenta de este
modo, por ejemplo, el libro aquí comentado: “A nuestros amigos es un pequeño
acontecimiento en el mundo editorial, no en el sentido de que sea un éxito de
ventas o de marketing, sino una anomalía en las maneras de escribir y publicar.
No es un libro de autor, otra marca personal en la red de los nombres, sino que
viene firmado por la denominación ficticia de una constelación de colectivos y
personas que sostienen que “la verdad no tiene propietario”. No es un libro que
surja simplemente de la lectura de muchos otros libros, sino también de un
conjunto de experiencias, de prácticas y de luchas que consideran importante
pensarse y contarse a sí mismas. No es un libro que pretenda alimentar un ruido
de temporada ni convencer a nadie de nada, y por eso se dirige “a los amigos”,
a los que de alguna manera ya caminan juntos aún sin conocerse, proponiendo una
serie de señales, como esas muescas que dejan los senderistas para otros
amantes de las caminatas, con la diferencia de que este camino no existe con
anterioridad, sino que se hace (colectivamente) al andar”. Véase: “Reabrir la
cuestión revolucionaria (lectura del Comité Invisible)”; “La pesadilla de un
mundo en red” (sobre La hipótesis
cibernética); “La revolución como problema técnico”: de Curzio Malaparte al
Comité Invisible”.
[3] Este desplazamiento radicaliza y difumina las
dos líneas estratégicas del pensamiento
foucaultiano, especifica Agamben, aquella que sustituye la historia de
la dominación por el análisis de los procedimientos y técnicas de la
gubernamentalidad (dispositivos); aquella que sustituye la teoría del sujeto y
la historia de la subjetividad por el análisis histórico de los procesos de
subjetivación y de las prácticas de sí (subjetivaciones).
[4] Si todo es dispositivo es
porque –en definitiva- nada es de modo puro naturaleza humana. Dada la
prematuración del retoño humano, los modos de ser son enteramente construidos
en la experiencia. A falta de instinto, todo es artificio en el humano. Todo es
dispositivo quiere decir: lo político deviene esencialmente micropolítico. Y la
disputa por los artificios lo es también por la idea misma de humanidad a
crear.
[5] También
aquí se hace claro el diálogo con Foucault (aunque por momentos da la impresión
que detrás de Foucault se trata de Heidegger), para quien el Estado no es una
alternativa a la moderna gubernamentalidad, sino que esta última es la
condición efectiva para la eficacia tanto del mercado como del propio
Estado.
[6] Quienes deseen ampliar esta
fundamental tesis (el poder es logístico y reside en las infraestructuras) son
muy recomendables los artículo de Amador Fernández Savater al respecto: “La
revolución como problema técnico”: de Curzio Malaparte al Comité Invisible” y
el punto 4, El poder es logístico, de “Reabrir la cuestión revolucionaria
(lectura del Comité Invisible)”. Entre otras cosas, se podrá encontrar allí
expuesta la discusión al respecto, en los preludios de la Revolución Rusa,
entre Lenin y Trotsky: “Para Lenin, se trataba de suscitar y organizar un
levantamiento general de las masas proletarias que desembocase en el asalto al
Palacio de Invierno. Para Trotsky, por el contrario, la revolución no pasaba
por combatir a pecho descubierto al gobierno y a sus ametralladoras, ni por
tomar palacios o ministerios, sino por adueñarse de la organización técnica de
la sociedad: centrales eléctricas, ferrocarriles, teléfonos, telégrafos,
puertos, gasómetros, acueductos, etc. Para ello, no se necesitaban masas
proletarias algunas, sino una tropa de asalto de “mil técnicos”: obreros
especializados, mecánicos, electricistas, telegrafistas, radiotelegrafistas,
etc. A las órdenes de un ingeniero-jefe de la revolución: el mismo Trotsky”.
[7] Partiendo de las experiencias de luchas
comunitarias de Bolivia y México, Raquel Gutiérrez Aguilar y Huáscar Salazar
Lohman avanzan hipótesis de lo más interesantes sobre la capacidad comunal de
reapropiarse de las condiciones de su reproducción y de disputar a la lógica
del capital su capacidad de identificar trabajo social con trabajo abstracto.
Ver su artículo "Reproducción comunitaria de la vida. Pensando la
transformación social en el presente”, en Revista de estudios comunitarios
"El Aplante”, n1, Octubre 2015.
[8] Ver Verónica Gago, La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular,
Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2014.
[9] Atacar la realidad, verdad como
desplazamiento, política existencial como desafío son todas imágenes que
proceden de la obra de Santiago López Petit, una auténtica travesía del
nihilismo. Ver en particular: Breve
tratado para atacar la realidad (Tinta Limón Ediciones, 2009) e Hijos de la noche (Tinta Limón
Ediciones, 2015).
[10] Se trata de una expresión que tomamos a
partir de la “pedagogía de la crueldad” tal y como la piensa la antropóloga
Rita Segato para la situación latinoamericana. El “régimen de la crueldad”
intenta comprender modos informales de gobierno que conectan las figuras del
trabajo sumergido con la renta global. Puede verse “La pedagogía de la crueldad”.
Entrevista a Rita Segato, Página/12 – Las/12, 29 de mayo de 2015: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-9737-2015-05-29.html.
[11] Cuanto más entra en crisis la idea de
progreso, tanto más se desmerece a priori como “nostálgico” toda reflexión
crítica que se aparte del sistema renovado de las promesas que una y otra vez
se nos formulan: sea la confianza en la renovación continua de las tecnologías,
en las posibilidades de nuevos consumos o en el futuro político. La resistencia
al futurismo propio del “dispositivismo” no es nuevo. Como lo muestra Christian
Ferrer en “Los destructores de máquinas y otros ensayos sobre la técnica y la
nación” (Ed. Biblioteca Nacional, Bs-As, 2015), de los ludditas en adelante,
siempre ha habido movimientos que intentaron hacer la guerra contra la
instauración de formas de progreso dañinas para la vida común.
[12] Sobre todo en los contextos en que las
instituciones actúan como dispositivos, y sólo en la medida en que esos
dispositivos sean lo suficientemente porosos.
[13] Geofroy de la Lagasnerie, La última lección de Michel Foucault, sobre
el neoliberalismo, la teoría y la política, Fondo de Cultura, Bs-As, 2015.
[14] “El neoliberalismo representa una nueva etapa
en la integración del capital y el Estado, la soberanía y el mercado, de la que
la gestión de la crisis actual puede considerarse una consumación” (pág. 95).
Mauricio Lazzarato, Gobernar a través de
la deuda, tecnologías de poder del capitalismo neoliberal, Amorrortu,
Bs-As, 2015.
[15] Esta organización no separada, esta
efectividad de la fuerza, ha sido pensado bajo la forma de la comunidad, es
decir, reproducción de la vida colectiva más autogobierno. De Oaxaca a
Achacachi, los comunalismos actualizan una subjetivación diferente y por momentos
antagonista a los dispositivos neoliberales (de mercado y de estado). Lo común no preexiste, sino que es
producción. Es decir, luchas concretas. Y es seguramente desde estas producciones que
adquiere todo su sentido el rechazo al paradigma del gobierno y a su filosofía
política.
[16] Tomemos
sólo dos ejemplos próximos para nosotros, lectores argentinos o sudamericanos:
hemos visto cómo los caceroleros de la derecha se apropiaron del ropaje de la
insurrección, en Bs-As tanto como en San Pablo. Sea a partir de la vitalidad
que por un tiempo mostraron los gobiernos llamados “progresistas” de la región,
sea por la incapacidad propia para contrarrestar con la fuerza de la
insurrección a las redes mediáticas y biopolíticas que no saben de sino de
polarizaciones sordas entre estatistas y pro-mercado, una y otra vez la
insurrección -lo más real- se trastoca en lo delirado, en el delirio mismo.