La cuestión de las banderas // Sebastián Stavisky


El 21 de mayo de 1905, se realizó una manifestación anarquista en plaza Lavalle en contra del Estado de sitio declarado en Buenos Aires por el presidente Manuel Quintana luego del levantamiento yrigoyenista del mes de febrero. Aunque se permitió la realización del acto, el gobierno prohibió a los oradores protestar con incitaciones a la violencia, así como el uso de banderas rojas y otras que no remitan a la insignia nacional. Sin embargo, al llegar los manifestantes al lugar, una mano rebelde agitó un pañuelo rojo, motivo más que suficiente para que la policía, viendo transgredida la orden gubernamental, abriera fuego contra los manifestantes provocando la muerte de tres hombres y decenas de heridos. Al día siguiente, gran cantidad de personas salieron a la calle vistiendo corbatas rojas en señal de protesta por la represión, algunos comenzaron a imaginar un atentado vindicatorio contra el presidente de la República (cometido de manera fallida tres meses más tarde por Salvador Planas) y otros se pusieron a debatir en torno al significado de la bandera roja. El diputado por el Partido Socialista, Alfredo Palacios, interpeló en el Congreso al ministro del Interior Rafael Castillo, quien respondió que el accionar de la policía había sido correcto, y argumentó que la prohibición de la bandera roja era legítima por la inexistencia de una garantía constitucional que permitiera su uso, que si la Cámara no tomaba las medidas conducentes a tal fin entonces debía ser el Poder Ejecutivo el que lo haga, y que la única bandera que se debía reconocer era la de la patria. Los redactores del periódico anarquista La Protesta, por su parte, hicieron en primera instancia una defensa de la bandera como pregón de vida y símbolo de la sangre del pueblo derramada. Sin embargo, poco más tarde publicaron una segunda nota en que su posición era un tanto distinta. De manera irónica, los redactores confesaban acordar con el gobierno acerca de que la bandera roja no debía encabezar las manifestaciones. Los argumentos, claro está, eran por completo divergentes a los que pudieran esgrimir el presidente Quintana o el ministro Castillo. Se fundamentaban no en una suerte de antagonismo entre símbolos patrios y libertarios, tampoco en la preferencia por un símbolo u otro, sino en una actitud racionalista que confiaba en el intelecto como única fuerza movilizadora y rechazaba cualquier tipo de remisión a factores de orden simbólico y emotivo: “No es de ahora. Hace tiempo, años, que los anarquistas nos emancipamos del último prejuicio: del de la bandera. En nuestra crítica constante de todas las preocupaciones sociales, la bandera patriótica fue tildada de trapo y su valor simbólico destinado a la guardarropia teatral. No hubiéramos sido lógicos si después de haber hecho girones las banderas patrióticas, hubiéramos creado la bandera libertaria, el nuevo símbolo de la abstracta Idea. La bandera es un pedazo de tela, no puede representar nada; un ídolo sin fuerza; un objeto que nada nos da, ni nos quita. Una manifestación de protesta, una huelga, un mitin, una revolución, cualquier acto en fin realizado por nosotros, es tan acto y tiene tanta virtualidad con bandera como sin ella. Y aun tiene más sin bandera, porque indica una mayor liberación del intelecto colectivo. […] Véase pues por dónde y sin que haya premeditación por ninguna de las dos partes, estamos de acuerdo el gobierno y nosotros en que la bandera roja no debe encabezar manifestaciones, ni movimientos obreros de ningún género. Es puerilidad grande esta de las banderas, insignias y colorines, que justo es desaparezca, pero que entendemos debe desaparecer por convencimiento, por convicción y no por imposiciones que siempre son extemporáneas y odiosas. No prestigiaremos el uso de banderas rojas, ni negras, porque ante todo está la integridad de nuestros ideales, pero ante la imposición del gobierno y en tanto ella dure, el uso del color rojo, será para nosotros agradable por cuanto él representará una protesta contra la tiranía quintanista que no porque se disfrace con el frac deja de ser tan ruin como la del cacique de la pampa más brutal e ignorante.”