Últimos ritos, de Aram Saroyan // Pablo E. Chacón
Entre los libros que
parecen haber pasado más o menos desapercibidos publicados el año pasado,
figura este notable relato sobre la relación de un hijo y un padre al borde de
la muerte, Últimos ritos: se trata de
William Saroyan y de su primogénito, Aram, ambos escritores.
El volumen, publicado
por el sello blatt&ríos en su colección La Nariz, arranca cuando Lucy,
hermana de Aram, lo entera a éste que el padre tiene cáncer (y un mal
pronóstico). Aram empieza una suerte de diario al día siguiente de recibir la
noticia.
William Saroyan fue un
escritor a medias armenio y a medias estadounidense, muy popular en su momento -antes
de la segunda guerra mundial-, muy prolífico también, y al parecer mujeriego y
arbitrario en el trato con los demás, sin excluir a su familia.
Entre otras cosas, se dio
el lujo de rechazar un Premio Pulitzer.
Aram recibe el llamado
de su hermana en abril de 1981, y durante ese largo, interminable año, William
morirá. Pero desde hace mucho tiempo que ni los hermanos ni su ex esposa tienen
trato con él. El libro, además, narra el lento acercamiento de un hijo hacia un
padre que a medida que empeora, empieza a ceder en su obstinación.
“Conozco muy bien los
venenos negros del alma de mi padre que hoy envolvieron a mi hermana. Hace
mucho tiempo que los conozco, desde el principio mismo de mi vida, qué bien que
los entiendo, incluso, y así y todo qué difícil que es para mí perdonarlo”,
escribe en uno de los primeros apuntes que esboza sobre su padre.
Pero a medida que pasan
los meses y las consultas médicas se hacen cada vez más innecesarias, Aram también
percibe un vago deseo de intentar un reencuentro con ese viejo cascarrabias que
pocas veces ha creído en sus hijos y en su mujer, que muchos años antes lo ha
abandonado.
“Quería que yo me
muriera, que fuera una desgracia, un fracaso, que fuera una mancha en su buen
nombre -el hijo bobo y bueno para nada de un gran hombre. Alguien que mata a
gente inocente que maneja por el lado equivocado de la autopista. Alguien que
se pica heroína y muere de sobredosis porque no puede mirar el mundo de frente”.
“Alguien que se
desbarranca en el auto y se mata como Chesley, el hijo de su tío Aram, el
hermano de su madre, que se mató porque no llegó a ser escritor. Quería que yo
fuera un fracaso como Chesley, para tener la posibilidad de pararse ahí en mi
funeral, el gran, maravilloso, decepcionado padre”, escribe Aram, Saroyan
junior.
Pero Aram no se lo
permite, no cede al pacto cobarde y hace lo que puede hacer un hijo en esas
circunstancias: irse, alejarse, tomar distancia, armar una vida, una familia,
una carrera, escritor, y unos hijos, que serán finalmente los que empujados por
ese extraño (y familiar) abuelo, provocan el acercamiento de Aram al viejo
moribundo.
Es tan cauteloso y
sutil el hijo de William Saroyan para recrear ese encuentro de hospital, que
este libro queda lejos, al menos para este lector, de otros textos que tratan
esa cuestión, como Tiempo de vida, de
Marcos Giralt Torrent o Patrimonio,
de Philip Roth. Ni hablar de la carta al padre de Franz Kafka, que va por otros
rieles.
La traducción de Tomás
Fadel y Aldo Giacometti suena precisa, ajustada, lejos de alardes
internacionalistas, mantiene la tensión adecuada para una historia atravesada por
el resentimiento, la desdicha, la pérdida y el amor, sin poner el énfasis en
esos rasgos, imposibles de dejar de lado en esta pieza intrincada, acaso, como
un documento freudiano. -