El estado de decepción // Sebastián Scolnik
Foto: Martín Acosta |
El ajuste se convirtió
en la nueva retórica gubernamental, pero contra los pronósticos que
diagnosticaban irreversibilidad y valor, entre los trabajadores estatales
resistir se hizo cuesta arriba. El miedo, el cálculo y la anuencia sindical se
instalaron como forma de digerir el cambio de pantalla. Motivos y razones de lo
vivido, para comenzar desandar el oscuro laberinto en que nos metimos.
La impresionante velocidad con que han sido
desmontadas ciertas zonas emblemáticas del complejo institucional, estatal y
jurídico de la década anterior es uno de los logros más nítidos del nuevo
gobierno. El desmantelamiento del AFSCA y la Ley de Medios de Comunicación
Audiovisual fue quizá, por la contundencia de su ejecución, la más dramática de
un conjunto de medidas que incluye el cierre de programas, el vaciamiento de
instituciones y despidos masivos, que a mediados de mayo totalizaban once mil
en el estado nacional (según el Instituto de Pensamiento y Políticas Sociales,
cuyas cifras coinciden con las proporcionadas por el Ministerio de
Modernización), a los que habría que añadir los estados provinciales y
municipales, llegando en conjunto a los setenta mil cesanteados.
Tal reordenamiento del entramado institucional
precedente, sin embargo, ha suscitado débiles resistencias. Se dirá, con razón,
que la complicidad del andamiaje político, judicial y sindical fue decisiva.
Pero esto no alcanza para comprender el telón de fondo social que permite que
una parte de las dirigencias que acompañaron la hegemonía anterior ahora avalen
la dirección inversa. Más allá de los oportunismos a la carta, conocemos
sobradamente la insuficiencia de la categoría de “traición” para explicar este
tipo de contorsiones masivas.
El desafío es penetrar la argamasa de afectos que
concurren e inyectan legitimidad al nuevo llamado de orden. La negativa a
preguntarse de frente cómo se gestaron estas subjetividades mayoritarias que
decidieron un cambio de época, es la principal causa de la pobreza
argumentativa del anti-macrismo. Aún si esos argumentos fueran justos y
verdaderos, la crítica no puede renunciar a la eficacia. Y no hay impugnación
efectiva al actual oficialismo si al mismo tiempo no se critica el tipo de
modelo político del kirchnerismo, que ha resuelto en el plano de lo imaginario
y enunciativo dilemas que se definen en el terreno más íntimo de los sujetos
destinatarios de la producción de nuevos derechos.
volvieron, pero no tanto
Es necesario pensar en qué puntos el kirchnerismo y
el macrismo, con sus evidentes diferencias a cuestas, se inscriben en una línea
de continuidad que permite llevar a cabo el ajuste en el estado ante la
pasividad o la impotencia de sus trabajadores, y en alguna medida con su
acuerdo.
Cuando Néstor Kirchner arribó al gobierno propuso
un enunciado que parecía perimido: la “vuelta del estado”. De repente, el
mismo estado que se había comportado como una máquina excluyente y represiva,
adquiría una nueva orientación y asumía funciones, otorgaba financiamientos y
cedía espacios a sujetos que hasta entonces habían permanecido en sus márgenes.
Una camada de militantes, referentes sociales y culturales, se transformaron en
nuevos funcionarios y en sujetos “beneficiarios” del reconocimiento
gubernamental. El estado dejó de ser, para buena parte del imaginario
progresista, un ente oscuro al servicio de los poderes económicos y se
transformó en un dispositivo dador de prestigio. Esta exitosa reconstrucción de
la legitimidad de instituciones que habían caído al abismo del “que se vayan
todos”, sólo fue posible porque estuvo acompañada por una enorme distribución
de dinero bajo la forma de nuevos derechos, por parte de un gobierno capaz de
recombinar la economía dura de la soja por un lado, con los pañuelos blancos
por el otro.
Lo que nunca se dijo es cómo volvió
ese estado que retornó. Porque en lo sustancial la maquinaria no cambió, y por
eso soporta distintos contenidos ideológicos, económicos, o
científico-técnicos. Esa superficie en la que se alojan políticas y técnicas
gubernamentales que se presentan como opuestas, para unos será el otorgador de
nuevos derechos sociales gracias al decisionismo del grupo en el poder, para
otros una usina de servicios eficientes manejado con criterios empresariales. Y
es esta impermeabilidad del aparato del estado, susceptible de ser capturado
por una u otra fuerza, la que permite el desmembramiento con tanta
desenvoltura, bajo el peso de la última derrota electoral, de las edificaciones
institucionales que el kirchnerismo proyectó en él.
La economía del estado argentino, su ejecución
presupuestaria, el software que regula el gasto, el sistema de compras y
licitaciones y buena parte del personal clave de sus líneas intermedias es el
mismo que diseñó Cavallo, artífice de las reformas estatales importantes del
neoliberalismo. Así funciona desde hace varias décadas lo que podríamos llamar
el disco duro de la administración pública. En lugar de desentrañar esta madeja
para adecuar la forma estatal a las nuevas necesidades sociales y políticas, se
impusieron dos estilos de gestión para lidiar con los problemas que surgen
contidianamente en las instituciones: el cinismo, que toma nota de la distancia
existente entre regla y experiencia, y acude a los procedimientos mercantiles
para resolver las dificultades (en el área de cultura la figura del “productor”
es emblemática, la tendencia a tercerizar, la precarización, las
triangulaciones financieras con universidades); y el voluntarismo militante,
que supone la autoexplotación de conocimientos, saberes, recursos y energías
adquiridas por fuera de la práctica estatal, para sobreponerse a la dureza de
un estado que no se deja conmover por la vocación transformadora. Ambas
tonalidades, cinismo y voluntarismo, mantuvieron inalterado el núcleo duro del
proceder estatal, habilitando todo el tiempo una dinámica de excepciones para
sortear reglas que, se asumía con naturalidad, no iban a ser modificadas. En
este sentido, la dimensión simbólica y discursiva del kirchnerismo fue tan
efectiva para movilizar los afectos colectivos y dar grandes batallas
políticas, como impotente para perforar la materialidad de los procesos reales
de la gestión.
lo mismo y lo otro
Llegamos entonces al problema que necesitamos
comprender: ¿por qué los trabajadores del estado, incluso aquellos que han
protagonizado los programas más innovadores y sugerentes de este último tiempo
padecen el miedo como una sensación dominante, sienten indignación como una
experiencia íntima pero no politizable y conviven con la rabia como un malestar
contenido? Se tiene miedo a perder el modo de vida que nos unió más allá de las
diferencias: el de sujetos consumidores y pasivos. Esta forma del consumo es
tan expansiva como bifronte, pues ofrece una cara democratizadora de los
recursos existentes mientras la otra nos subordina en el encadenamiento general
de la opinión y la mercancía. Al fin de cuentas, la sujeción a los dispositivos
técnicos y financieros no reconoce diferencia entre sector público y privado,
asalariados y cuentapropistas, o militantes y consumidores. En cierto modo el macrismo,
con su apego a las jerarquías y su promesa de una vida tranquila, acentúa la
dimensión más conservadora del consumo. Y lo hace sabiendo que estamos
dispuestos a ceder parte del dinero conquistado a cambio de una estabilidad
relativa en el reino de la normalidad.
La estrategia del gobierno consiste en lanzar la
noticia del despido, dejando en suspenso la posibilidad de la recontratación.
Se instala así una disciplina interna que les permite ganar un tiempo valioso
para asentarse. Mientras tanto, las reincorporaciones conseguidas no son
presentadas como noticia. Más aún, se prohíbe hablar de “eso”. El macrismo
huele el miedo y lo utiliza como mecanismo de domesticación. En este proceso,
la avanzada gubernamental se vale de los sindicatos, especialistas en olfatear
derrotas y cambios en la correlación de fuerzas. Los gremios funcionan como una
pieza fundamental del disciplinamiento, porque lo que hay que apaciguar es un
elemento preciso: el rasgo democratizador que se desplegó por debajo y entre las
narrativas estatales.
En esas redes de experimentación que ensayaron una
flexibilidad más allá de las fronteras y rigideces
institucionales, y de los automatismos de los movimientos sociales, estuvo el
plus creativo de la etapa anterior. Me refiero a los proyectos culturales tan
críticos como populares, a la siempre problemática coronación de los
derechos humanos, a las campañas contra la violencia institucional en cárceles
y barrios, a los programas sociales, de cooperativas y de trabajo en los
territorios urbanos y rurales, a las dinámicas de formación docente, a las
líneas de investigación históricas y económicas en los cénaculos del capital
financiero, a la construcción de espacios de visibilidad para distintas
producciones intelectuales y políticas, entre otros.
El kirchnerismo no tuvo otro modo de leer ese
desborde que poniéndose él mismo como causa, para encuadrar sus efectos. Pero
estos ensayos, más que una amenaza a la conducción centralizada, insinuaban una
potencialidad democrática e interpelaban a las subjetividades que anticiparon
la derrota, intentando confrontar con los límites que imponía el
neodesarrollismo. Que el macrismo orientó su política de ajuste a atacar esos
segmentos se demuestra en el hecho de que no hubo un ahorro económico ni una
lógica tan clara en la selección de los despedidos. Mas bien se puso en marcha
un rediseño en el perfil del estado. Hubo recorte de empleados y subsidios,
finalización de programas y proyectos, pero también se crearon cuatro
ministerios, quince secretarías, tres decenas de subsecretarías y se
multiplicaron las direcciones. Actualmente está implementándose un proceso de
reescalafonamiento que eleva el rango de los cargos políticos, con un generoso
aumento salarial para estas capas dirigenciales, con el objetivo de crear una
nueva élite en la gestión conforme a la idea de un estado
técnico-administrativo.
La política hacia dentro de los organismos
estatales hoy combina la dureza disciplinaria (control del movimiento de los
cuerpos y manipulación de una obediencia consentida), el vaciamiento de
sectores (dejando inactivos a sus trabajadores, o relocalizándolos en otras
áreas), la paralelización de funciones (colocando funcionarios por arriba de
las estructuras existentes) y, al mismo tiempo, la captura de segmentos dinámicos
que no han estado en la primera línea de visibilidad durante la década pasada.
Estos últimos poseen saberes específicos que corren el riesgo de ser
instrumentalizados, por parte de un liberalismo que o bien “deja hacer” con la
intención de servirse de esa productividad, o bien busca engullirse y
despolitizar la experiencia colectiva en las instituciones recortándola del
fondo político en el que emergieron.
Lejos ya de aquella tensa pero productiva relación
entre la experimentación micropolítica en instituciones y una macropolítica
gubernamental que supo alojarla aunque no siempre comprenderla, las
resistencias contemporáneas tienen que asumir la complejidad de ese tiempo
anterior, sus dilemas irresueltos y sus paradojas, porque en estos caminos
truncos y nunca pensados a fondo hay sedimentos de los dispositivos de gobierno
que se proyectan sobre el presente.
Fuente: Revista Crisis: http://www.revistacrisis.com.ar/