Entrevista a Hugo Savino: “El lenguaje sirve para vivir, no para comunicar”
por Augusto Munaro
La
novela La mañana sol de limón (Editores Argentinos), constituye una
muestra de la literatura basada en la experiencia. Una que evita por todos los
medios hacer narración; caer en la trama de la anécdota. Hugo Savino, su autor,
es un osado de la literatura del reviente, o la destrucción de los géneros. Esa
aventura que facilita el rebalse de la sintaxis, la perversión del lenguaje: la
escritura como renovación constante.
Como
Macedonio Fernández y Ricardo Zelarayán, Savino, además de ser poeta y
traductor, supo con este libro propiciar el valor singular de la ironía.
Aleatoria, compuesta con la complicidad del lector, desbordante de alusiones y
transcripciones sensoriales, exprime la palabra hasta extraerle contenidos
impensados. El autor da así una múltiple y vívida visión de una Buenos Aires no
del todo registrada hasta hoy.
-Decía Leónidas Lamborghini, un monstruo de
nuestros pagos, que en la poesía, el argumento suele ser el lenguaje… y que en
narrativa, la anécdota. Al leer tu novela, es evidente que no se puede “contar
por teléfono”, como afirmaría Néstor Sánchez. ¿Qué te interesó indagar al escribirla?
-Eso
es lo primero, que no se pueda contar. Si se puede contar, no me interesa. La mañana sol de limón no es una indagación. Es lo que se
escribe. Y lo que se lee ahí. Sin explicaciones. La cosa misma. El lenguaje
sirve para vivir, no para comunicar. Si planeás una trama, no te dejás
desbordar, te vas al tema, a la anécdota. No estoy en esa vereda del lenguaje.
No necesito ninguna anécdota. Tampoco un tema. O algo que se parezca a tema. O
que sea testimonio de o sobre.
Todo eso es el camino trillado. No tiene que dejarse explicar. Todas las
explicaciones que se le den, tienen que deshacerse en otra lectura. Hacerse y
deshacerse. El sentido que se le quiere dar se hace y se deshace cada vez, en
cada lectura.
-En la historia hay una circunstancia muy
clara, un desalojo hacia 1950, en la zona sur de Buenos Aires. También hay
ciertos personajes: Anibal, Rafael… la enigmática Lola. Pero no hay demasiado
relieve en todo ello. Es una historia que parece construir sus núcleos
narrativos sin afianzarse en la estructura argumental. Es decir, no caés en el
psicologismo, ni en el naturalismo, ni, felizmente, en ningún “ismo”. ¿Te
imaginás una novela sin personajes, sin trama?; ¿por qué?
-Es
una circunstancia, sí. Ahí está. No es un argumento. Y mucho menos un
testimonio de algo. No tiene ninguna estructura argumental, no tiene orden. Es
una improvisación, y en esa misma improvisación se abren vías, caminos, citas,
lecturas. En desorden. Ninguna representación. Todos los que están ahí, no
pueden no estar. Los necesito a todos. Pero no puedo explicar nada. Si la
explico, no la escribo. Si la explico, entro a glosarme, el ridículo completo.
No escribo sobre Lola, escribo lola,
no escribo sobre Elia, escribo elia.
No me gusta el escribir sobre.
Es una arrogancia. No me imagino una novela así, sin personajes. Pero tampoco
me imaginé ésta. La escritura es un lugar en el que te permitís muchas cosas.
Yo no me ato a las coordenadas del sacrosanto esquema narrativo, el respeto a
las leyes de la narración es muy escolar, así que tomo lo que viene. No sé cómo
lo voy a escribir, se arma mientras lo hago.
-Decís en un pasaje de la narración:
“escribo en argentino porteño de barracas con incrustaciones avellaneda”. ¿Cómo
fue el camino experimental hasta llegar a esa afirmación?
-Experimental,
me gusta. Es leer, nunca soltar la lectura. Para mí escribir va unido a leer.
Inventarte tus lecturas. Decís camino: y sí, tenés que atravesar la enorme
burocracia critica que con sus modelos de lectura te empuja al centro, a lo
contemporáneo, te dice que es más importante leer al filosofastro de turno que
a Osip Mandelstam. O a Arturo Cerretani. Te orienta y re-orienta, y te reprende
y te manda a taller literario o a la escuela. Es la censura que nos toca. Hay
que aguantar ahí, con los libros con los que te cruzás, los que elegís, y
radicalizar tus lecturas. Tu historicidad es lo único que tenés. No podés
regalársela a esa censura, a tipos que escriben sujeto verbo predicado y te
quieren decir cómo leer y escribir. No les gusta la literatura como decía Leónidas
Lamborghini, les gusta otra cosa. El camino es aprender infinitamente a no
saber, a no saber incluso quién es Lola, quién es Elia. No lo podés explicar
pero no podés olvidar que lo hiciste.
-Para vos Hugo, ¿cuál sería la función del lenguaje en un
libro como La mañana sol de limón?
-Es,
como dice Benveniste, aceptar que te reinventás todos los días cuando decís
buenos días. Inventás en tu lengua todos los días. Y tratás de no dejarse
atrapar por los reflejos esencialistas, entran por la ventana, son cómodos,
llorones, son la bestia sentimental. Esos reflejos te mandan a género novela, y
si ya arrancás con ese límite, no podés subjetivar tu experiencia, te ponés a
escribir con los cánones narrativos que se enseñan, te hacés de un estilo. Es
la chapa que te promete la autoridad, el estilo, si obedecés. El lenguaje es la
posibilidad de hacer lo que no está hecho. De no dejarte domesticar. No dejarte
educar. De responder el Museo de la
novela la Eterna con
tu libro. ¿Tomás el camino de pensar que Lata peinada o El Amhor los
orsinis y la muerte son
una patología del lenguaje o te ponés a escuchar? Ahí se juega tu posición en
el lenguaje.
- Como decís en el capítulo 7, preferís el
presente y la primera persona para narrar. ¿Por qué pensás que la mayoría opta
por escribir en pasado y en tercera persona?
-No
sé muy bien por qué elijo la primera persona. No puedo no hacerlo. Y el
presente, se dio así y se da así. Leo mucho a Balzac. De hecho es uno de mis
escritores preferidos. Un día leí en una entrevista a un escritor que muy
suelto de cuerpo, la fama, ciertas reputaciones, hechas de cosas falsas muchas
veces, te permite decir cosas muy pomposas y tajantes, el escritor decía que
hay que escribir en tercera persona y en pasado. Y leí otra entrevista, a uno muy
provocador, muy, pero de esos provocadores oficiales, que decía que tenía el
libro en la cabeza. ¡Qué suerte tienen eso dos! Fama y certezas. Yo no tengo
nada cuando arranco. Frases o palabras. La tercera persona, la trama ya
pensada, todo esa retórica es la regresión, que encima se enseña. Y te la
quieren hacer pasar como novedad invocando a Duchamp. Viejo, re-viejo. Decir
cómo hay que escribir, poner pautas. Ponerle tus palabras a otro que empieza a
escribir. Más esclavitud que esa, imposible. Te enseñan a perder la voz. Te
roban la voz propia. Y también, si se lo mira bien, para volver a la tercera
persona y a la anécdota o tema, te enseñan esos yeites porque es uno de los
requisitos para ingresar al mercado común de la literatura. Y contra eso no
tengo nada. Cada uno pierde la voz como quiere. O la gana. Pero no puede ser un
dictado, una ley, escribir en tercera persona. Es una estupidez total.
-Hacés mención, a través de los capítulos,
a una cantidad de escritores importantes. Mastronardi suele repetirse con mayor
frecuencia. ¿Qué te interesa de su propuesta en particular?
-Los
escritores aparecen porque lo que escribo lo escribo con ellos. Ese pasado melo hago presente mientras lo hago.
Carlos Mastronardi está siempre ahí, desdeViento del noroeste. Primero, por la
luz, la escribió como nadie. Inventó la luz. Después porque sabía que el Tiempo
es un demonio. Y que el lenguaje es histórico. Y que el poema tiene una
“entraña móvil”. Que el poema “se improvisa y reconstruye de modo constante”.
Su ensayo: La denuncia de irrealidad es la demolición en regla del
realismo, la demolición más fuerte que se hizo en Argentina a mi modo de ver.
No importa que nadie lo lea, está ahí. Me gusta esa expresión que inventó: “el
realismo obstinado.” Siempre desconfió de esa “fe biológica” en el lenguaje que
tiene el realismo. Y, además, nunca eludió la guerra del poema.
-Uno de los aspectos más interesantes en
relación a la exploración de la angustia que hacés, es el modo en que la voz
narradora intenta rellenar el vacío del tiempo. Quien relata, habla en “el
presente del pasado”, y lo hace sin caer en la nostalgia ramplona. ¿Cómo
llegaste a dar con ese tono que, si bien refleja un inconformismo lacerante,
nunca cae en la caricatura hiperbólica de un desesperado?
-Empiezo
con muy poco. Una palabra o alguna frase. Solo tenés el vacío del tiempo.
Tratás de ponerle algo y hace agua por todos lados. Pensás que tenés algo y te
ponés a improvisar, y, por supuesto, ahí, aparecen imprevistos que modifican
todo, todo el tiempo. Lo que hacés te va enseñando a escribir cada libro. Lo
que escribiste antes no te sirve de nada. Y lo que escribís te enseña a perder
lo que buscás. Te vas al pasado para escribir ese pasado, y no, es una ilusión,
es realismo, que como buena tentación es “obstinado”. Ese pasado tuyo no es un
decorado o una nostalgia. Ese pasado se te instala en el presente. Y hay que
inventarlo. Te liberás de las leyes de la novela. Y ahí, tal vez, aparece el
tono, una teatralidad.
-“Ensoñación”, creo que es una palabra
clave en este texto. ¿Qué te trae a la memoria ese vocablo?
-Me
trae visiones, pero visiones imaginarias, ensoñadas, no representadas,
caminatas y sobremesas familiares y cafés con los amigos. Y la posibilidad de
escapar a los garfios de la sociedad. Eso es lo más difícil y lo más duro. Te
ven en una esquina tomando un café y leyendo, o conversando, y te llaman
servir, a colaborar en el mantenimiento del orden. Expresión que le saco a
Henri Meschonnic, él sabía algo de eso. Así que ensoñación es un salto a tu propia voz. A tu
paisaje. Huir. Y sentarte en un café a conversar con los amigos que elegís. De
bueyes perdidos. Uno cuenta qué quiere decir largar entretenido en el turf.
Otro evoca su historia familiar. Así, a veces, hasta llegar a las confesiones. Lo intimísimo, que no
saldrá de esa mesa. Eso es la ensoñación, entre muchas otras cosas. Incluye al
otro. Básicamente, una clandestinidad. Hacerte tu tiempo. Para fabricar tus
visiones. Los libros van y vienen en esa mesa.
-¿Te imaginás un diálogo posible entre la
crítica y tus libros?, ¿pensás que este sería un “libro no permitido”?, ¿por qué?
-No,
no me la imagino. No creo en un diálogo así. Con un lector, sí. El crítico de
profesión no es un lector. Lee con lo que sabe. Con eso que se llama la
crítica, no hay diálogo. Parten de un criterio de autoridad: uno escribe,
ellos, saben. Muy Adorno. Que era un sordo mayor para la literatura. Es el
santo patrono de esta gente. No sé si La mañana sol
de limón será un
libro no permitido. Mientras lo escribí leía siempre libros no permitidos: Contra toda esperanza, de Nadezhda
Mandelstam, es el que más leí. Los tres tomos. Ida y vuelta. Que no es un
apéndice de Osip Mandelstam. Es una escritora grandiosa. Su “visión injusta”,
como diría Lorenzo García Vega, es sublime. Lo tuve a mano, por si me tentaba y
empezaba a “dialogar” imaginariamente con la crítica, a buscar un lugarcito
entre los gestores del mercado común de la literatura. Lector es mejor que
crítico.
-Si bien esta podría ser, ¿por qué no?, una
pregunta ociosa o para formular a algún crítico; ¿por qué pensás que se lee más a Osvaldo
Soriano que a Arturo Cerretani? Triste y solitario final, antes que El deschave… ¿Por el pathos?, ¿por la operación que
cada autor hace en torno al lenguaje?; me gustaría conocer tu opinión.
-Me
la reformulo: ¿por qué no se lee Arturo Cerretani? Habría que tirar de ese
hilo. Porque no es Cerretani contra tal o cual. Lo que decís de las operaciones
en torno al lenguaje tiene mucho que ver. Una de las puntas está ahí. Cerretani
no entra en el modelo nouveau roman o “muerte del autor”, algunos de los
tópicos del mercado común de la literatura de la época, que siguen vigentes con
pocas modificaciones, como dice el escritor francés Stéphane Zékian: “¡Viva el
Mercado común de la literatura!”. Él hace un análisis genial sobre lo que llama
la sordera francesa de los sesenta-setenta. La década del ochenta y del
noventa, de la mano de esa sordera, fue un barrido de todo lo que no entraba en
ese mercado. Y encima lo hacían con la impostura de crítica al mercado. Y esa
sordera francesa conquistó a nuestra crítica. Es verdad que dejaron entrar a
Macedonio Fernández, y a Girondo, por ejemplo. Para aplastarlos. La sordera
francesa tenía a Mallarmé, la argentina necesitaba algún ejemplo autóctono y
algo patológico para hacer crítica aplicada. Ahora hay que leer contra esa
sordera. Leer a Macedonio Fernández contra esa sordera. Arturo Cerretani no
entra en la grilla de los medios de la crítica profesional. No es de
vanguardia, y tiene muchas impurezas. Es verdad que un día aparece un lector
como Alan Boase o Stéphane Zékian y patea el tablero. Hay que seguir leyendo
libros no permitidos. Y de una manera no permitida.
-Al leer la siguiente oración: “entre
gallinero y puerta cancel se hizo todo este toco de pasado”, sentí que esa
conjunción de palabras era superior a las obras completas de varios poetas “consagrados”…
No lo digo esto como halago, sino para subrayar el particular modo que tenés de
trabajar, sílaba por sílaba, sin dar un paso en falso hacia las tierras del
facilismo.
-Es
difícil decir algo de lo que uno escribe, como te dije. No se puede
explicar por qué lo escribís así. Y no podés no hacerlo, escribirlo como lo
escribís. Es una cuestión de sistema nervioso. Sabés eso. Eso es lo único que
tenés claro. No podés hacerlo de otra manera. O, también, querés escuchar algo
que no sabés bien qué es. Vas a tientas. Ponés frases y seguís. Tenés la palabra,
pero no la frase. O una fantasmagoría de imagen que se te aparece, fugaz, y la
querés escribir. O alguien te regala una frase y la acomodás en el conjunto.
Porque te gusta la frase, la voz del que te la regaló. Hay onda de frecuencia.
Están del mismo lado del lenguaje. Todo eso. Las palabras abundan. Se trata de
buscar la frase. Hacerla. Que te resuene. Si no te resuena a vos, no sirve.
Nadie te puede ayudar. Solito tu alma. No hay arreglo posible. Nadie pone la
palabra por vos, o arma la frase por vos. Incluso esa que robás o te regalan,
vos la componés. Muchas de las novelas que se escriben están orientadas. Por
eso parecen todas iguales. Tenés el gallinero y la cancel, eso lo tenés
adentro. Es tu voz. Tu oralidad. Tenés otras cosas, cómicas y patéticas. Con
eso arrancás, y vas tanteando. Cuidando en no hacer estilo. Es una noción
detestable la de estilo. Estilo Luis XV, por ejemplo. Como dice Willem De
Kooning, es mucha angustia buscar un estilo. Si querés eso, andá a que te lo
enseñen. Estilo se enseña. Yo escribo para mí. Después, si puedo, lo publico.
Si aparece un lector, mejor, porque el lector le da otro toque. Escucha el
libro de otra manera. Esa conjunción, cuando se da, está muy bien. Incluso si
lo destruye.
-Sin caer en lo obvio, ¿cómo pensás que tu
experiencia como traductor haya influido en tu sensibilidad narrativa?, ¿de qué modo?
-Parafraseo
a Henri Meschonnic: porque cuando empecé a traducirlo me di cuenta de que mi
manera de escribir toca mis traducciones. Es una manera de escribir y una
manera de leer. Van juntas. Por algo te encontrás con Meschonnic. Y seguís
traduciéndolo. Influencia no, impregnación. Un reconocerse en lo que él
escribió. Algunas traducciones te transforman. Te desplazan, pegan en lo que
escribís, te sacan del cuadro que te fijaste. Por eso hay que radicalizar la
singularidad. Para mí es la mejor posibilidad de una pluralidad jugada, en
serio, no declamada.
-El título de tu novela trae ciertas
reminiscencias proustianas. Hablo, particularmente del modo sinestésico de
entremezclar varias sensaciones para producir una impresión precisa en el
imaginario del lector. Sin caer en las clasificaciones sumarias, ¿estamos ante
un libro de sesgo impresionista?
-Sí,
claro. Impresión y detalle. Más improvisación. Me gustó siempre la palabra
mañana, así que de ahí salió esta novela. De la impresión que me produce la
palabra mañana. Hay varios pintores en La mañana sol
de limón. La mañana en todos sus matices y estaciones.
-De lo que se ha escrito y publicado en
Argentina en los últimos 20 años, ¿algún libro que te haya entusiasmado?
-Sí,
muchos libros. Hace dos meses publiqué un libro, Furgón de cola, y ahí puse notas, reseñas de los
libros que me gustaron en los últimos años. Muchos son contemporáneos. La lucha
es con los contemporáneos como dice Norberto Gómez. Y sigo escribiendo con
otros libros que encuentro. La guerra del poema no es con el Dante, es con los
que te tocan de contemporáneos. Y los leo. Y en lo que escribo aparecen también
mis rechazos. Sin rechazos bien situados no vas ni a la esquina. Sos un
cortesano en el territorio de la aprobación. Me dan risa las subjetividades
absolutas, esos que fingen estar por arriba de la literatura de su tiempo. O
que la “estudian”, saben si es floja, buena o mala. O los que polemizan. Otro yeite: la polémica. Rascás un poco y
son subjetividades absolutas, viven esclavizados al mirador del facebook. O se
enojan porque no salen en los suplementos. Bueno, pueden seguir mirando por
ahí. Es más cómodo que leer. Carlo Emilio Gadda no va a perder el sueño.
-Sé que te gusta el jazz. ¿Particularmente
a qué artistas disfrutás escuchar?
-Albert
Ayler. Él, siempre. Escucharlo en permanencia es uno de los impulsos de lo que
hago. En los últimos años escucho mucho a Sunny Muray y trato de leer todo lo
que se relaciona con él. Sunny Murray es radicalización de sonido que nunca
pierde el sentido de la melodía. Toca lo que quiere. No hace cosas para
conformar a la familia, para que le digan que es un buen hijo de la familia del
jazz. O un tipo con swing. O que toca con estilo. Sunny Murray te ayuda a
defenderte de esa vulgaridad llamada estilo. Sunny Murray toca, y se sabe
escuchar y lo asume. Es como Nadezhda Mandelstam. Los tengo siempre al alcance
de la mano. Peter Bröztmann, es otro genio absoluto, una música de una gran
violencia, a veces contenida, extrema siempre, y de repente te mete en un
lirismo alucinado. Toca incrustaciones de lirismo. Eso me fascina. Y en los
últimos tiempos escucho mucho a Ken Vandermak. Un músico que tira del pasado,
nada de “falsa tabla rasa” como dice, que hace música con el toco del pasado,
con toda la historia del jazz, y se inventa a partir de eso. Abrevio mucho,
pero no importa. También uso todo ese jazz.
-¿Qué opinión guardás de la novela en
cuanto a formato de ficción?, ¿tiene futuro?
-Sí,
tiene futuro. Lleva muchos años. No la liquidaron. Pero me gusta más poner todo
en la noción de poema, que no es la poesía. Y tampoco la filosofía. Y seguirán
apareciendo escritores como Ricardo Zelarayán, o Néstor Sánchez, o Arno
Schmidt, y la pondrán patas para arriba. O algún traductor retraducirá a Mark
Twain o a Jack Kerouac o a Alfred Jarry, y esas traducciones pegarán en algún
tipo que desobedecerá, y escribirá algo nuevo. Los teóricos de la extinción de
todas las cosas, los apocalípticos, con sus vanguardias esclerosadas, que solo
le hablan a seguidores con “los labios-militarmente-domesticados” (Jarry),
seguirán, mancos de la escritura, angustiados, con sus monsergas de congresos.
Irán de un lugar común a otro lugar común. Pero Alfred Jarry y Macedonio
Fernández seguirán infinitamente allí.
[fuente: http://www.indiehoy.com/]