Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores // K. Marx
Fundada el 28 de septiembre de 1864, en una Asamblea Pública
celebrada en Saint Martin's Hall de Long Acre, Londres [1]
celebrada en Saint Martin's Hall de Long Acre, Londres [1]
Escrito: por C. Marx entre el 21 y el 27 de octubre
de 1864.
Primera edición: Publicado en inglés en el folleto Addres and ProvisionalRules of the Working Men's International Association, Established September 28, 1864, at a Public Meeting held at St. Martin's Hall, Long Acre, London, editado en Londres en noviembre de 1864. Al mismo tiempo se publicó la traducción al alemán, hecha por el autor, en el periódico Social-Demokrat, núm. 2 y en el apéndice al núm. 3, del 21 y 30 de diciembre de 1864.
Digitalización y Edición electrónica: Marxists Internet Archive, 2001.
Primera edición: Publicado en inglés en el folleto Addres and ProvisionalRules of the Working Men's International Association, Established September 28, 1864, at a Public Meeting held at St. Martin's Hall, Long Acre, London, editado en Londres en noviembre de 1864. Al mismo tiempo se publicó la traducción al alemán, hecha por el autor, en el periódico Social-Demokrat, núm. 2 y en el apéndice al núm. 3, del 21 y 30 de diciembre de 1864.
Digitalización y Edición electrónica: Marxists Internet Archive, 2001.
Trabajadores:
Es un hecho notabilísimo el que la miseria de las
masas trabajadoras no haya disminuido desde 1848 hasta 1864, y, sin embargo,
este período ofrece un desarrollo incomparable de la industria y el comercio.
En 1850, un órgano moderado de la burguesía británica, bastante bien informado,
pronosticaba que si la exportación y la importación de Inglaterra ascendían a
un 50 por 100, el pauperismo descendería a cero. Pero, ¡ay! el 7 de abril de
1864, el canciller del Tesoro [*] cautivaba
a su auditorio parlamentario, anunciándole que el comercio de importación y
exportación había ascendido en el año de 1863 «a 443.955.000 libras esterlinas,
cantidad sorprendente, casi tres veces mayor que el comercio de la época,
relativamente reciente, de 1843». Al mismo tiempo, hablaba elocuentemente de la
«miseria». «Pensad —exclamaba— en los que viven al borde de la miseria», en los
«salarios... que no han aumentado», en la «vida humana... que de diez casos, en
nueve no es otra cosa que una lucha por la existencia». No dijo nada del pueblo
irlandés, qu en el Norte de su país es remplazado gradualmente por las
máquinas, y en el Sur, por los pastizales para ovejas. Y aunque las mismas
ovejas disminuyen en este desgraciado país, lo hacen con menos rapidez que los
hombres. Tampoco repitió lo que acababan de descubrir en un acceso súbito de
terror los más altos representantes de los «diez mil de arriba». Cuando el
pánico producido por los «estranguladores» [2] adquirió
grandes proporciones, la Cámara de los Lores ordenó que se hiciera una
investigación y se publicara un informe sobre los penales y lugares de
deportación. La verdad salió a relucir en el voluminoso Libro Azul de 1863 [3],
demostrándose con hechos y guarismos oficiales que los peores criminales
condenados, los presidiarios de Inglaterra y Escocia, trabajaban muchos menos y
estaban mejor alimentados que los trabajadores agrícolas de esos mismos países.
Pero no es eso todo. Cuando a consecuencia de la guerra civil de Norteamérica [4],
quedaron en la calle los obreros de los condados de Lancaster y de Chester, la
misma Cámara de los Lores envió un médico a los distritos industriales,
encargándole que averiguase la cantidad mínima de carbono y de nitrógeno,
administrable bajo la forma más corriente y menos cara, que pudiese bastar por
término medio «para prevenir las enfermedades ocasionadas por el hambre». El
Dr. Smith, médico delegado, averiguó que 28.000 gramos de carbono y 1.330
gramos de nitrógeno semanales eran necesarios, por término medio, para conservar
la vida de una persona adulta... en el nivel mínimo, bajo el cual comienzan las
enfermedades provocadas por el hambre. Y descubrió también que esta cantidad no
distaba mucho del escaso alimento a que la extremada miseria acababa de reducir
a los trabajadores de las fábricas de tejidos de algodón [**]. Pero
escuchad aún: Algo después, el docto médico en cuestión fue comisionado
nuevamente por el Consejero Médico del Consejo Privado, para hacer un informe
sobre la alimentación de las clases trabajadoras más pobres. El "Sexto
Informe sobre la Sanidad Pública", dado a la luz en este mismo año por
orden del parlamento, contiene el resultado de sus investigaciones. ¿Qué ha
descubierto el doctor? Que los tejedores en seda, las costureras, los
guanteros, los tejedores de medias, etc., no recibían, por lo general, ni la
miserable comida de los trabajadores en paro forzoso de la fábrica de tejidos
de algodón, ni siquiera la cantidad de carbono y nitrógeno «suficientes para
prevenir las enfermedades ocasionadas por el hambre».
«Además» —citamos textualmente el informe— «el
examen del estado de las familias agrícolas ha demostrado que más de la quinta
parte de ellas se hallan reducidas a una cantidad de alimentos carbonados
inferior a la considerada suficiente, y más de la tercera parte a una cantidad
menos que suficiente de alimentos nitrogenados; y que en tres condados (Berks,
Oxford y Somerset), el régimen alimenticio se caracteriza, en general, por su
insuficiente contenido en alimentos nitrogenados». «No debe olvidarse» —añade
el dictamen oficial— «que la privación de alimento no se soporta sino de muy
mala gana, y que, por regla general, la falta de alimento suficiente no llega
jamás sino después de muchas otras privaciones... La limpieza misma es
considerada como una cosa cara y difícil, y cuando el sentimiento de la propia
dignidad impone esfuerzos por mantenerla, cada esfuerzo de esta especie tiene
que pagarse necesariamente con un aumento de las torturas del hambre». «Estas
reflexiones son tanto más dolorosas, cuanto que no se trata aquí de la miseria
merecida por la pereza, sino en todos los casos de la miseria de una población
trabajadora. En realidad, el trabajo por el que se obtiene tan escaso alimento
es, en la mayoría de los casos, un trabajo excesivamente prolongado».
El dictamen descubre el siguiente hecho extraño,
y hasta inesperado: «De todas las regiones del Reino Unido», es decir,
Inglaterra, el País de Gales, Escocia e Irlanda, «la población agrícola de
Inglaterra», precisamente la de la parte más opulenta, «es evidentemente la
peor alimentada»; pero hasta los labradores de los condados de Berks, Oxford y
Somerset están mejor alimentados que la mayor parte de los obreros calificados
que trabajan a domicilio en el Este de Londres.
Tales son los datos oficiales publicados por
orden del parlamento en 1864, en el siglo de oro del librecambio, en el momento
mismo en que el canciller del Tesoro decía a la Cámara de los Comunes que
«la condición de los obreros ingleses ha
mejorado, por término medio, de una manera tan extraordinaria, que no conocemos
ejemplo semejante en la historia de ningún país ni de ninguna edad».
Estas exaltaciones oficiales contrastan con la
fría observación del dictamen oficial de la Sanidad Pública:
«La salud pública de un país significa la salud
de sus masas, y es casi imposible que las masas estén sanas si no disfrutan,
hasta lo más bajo de la escala social, por lo menos de un bienestar mínimo».
Deslumbrado por los guarismos de las
estadísticas, que bailan ante sus ojos demostrando el «progreso de la nación»,
el canciller del Tesoro exclama con acento de verdadero éxtasis:
«Desde 1842 hasta 1852, la renta imponible del
país aumentó en un 6%; en ocho años, de 1853 a 1861, aumentó ¡en un veinte por
ciento! Este es un hecho tan sorprendente, que casi es increíble... Tan
embriagador aumento de riqueza y de poder» —añade Mr. Gladstone— «se halla
restringido exclusivamente a las clases poseedoras».
Si queréis saber en qué condiciones de salud
perdida, de moral vilipendiada y de ruina intelectual ha sido producido y se
está produciendo por las clases laboriosas ese «embriagador aumento de riqueza
y de poder, restringido exclusivamente a las clases poseedoras», examinad la
descripción que se hace en el último «Informe sobre la Sanidad Pública»
referente a los talleres de sastres, impresores y modistas. Comparad el
«Informe de la Comisión para examinar el trabajo de los niños», publicado en
1863 y donde se prueba, entre otras cosas, que
«los alfareros, hombres y mujeres, constituyen un
grupo de la población muy degenerado, tanto desde el punto de vista físico como
desde el punto de vista intelectual»; que «los niños enfermos llegan a ser, a
su vez, padres enfermos»; que «la degeneración progresiva de la raza es
inevitable» y que «la degeneración de la población del condado de Stafford
habría sido mucho mayor si no fuera por la continua inmigración procedente de
las regiones vecinas y por los matrimonios mixtos con capas de la población más
robustas».
¡Echad una ojeada en el Libro Azul al informe del
señor Tremenheere, sobre las «Quejas de los oficiales panaderos»! Y quién no se
ha estremecido al leer la paradójica declaración de los inspectores de fábrica,
ilustrada por los datos demográficos oficiales, según la cual la salud pública
de los obreros de Lancaster ha mejorado considerablemente, a pesar de hallarse
reducidos a la ración de hambre, porque la falta de algodón los ha echado
temporalmente de las fábricas; y que la mortalidad de los niños ha disminuido,
porque al fin pueden las madres darles el pecho en vez del cordial de Godfrey.
Pero volvamos una vez más la medalla. Por el
informe sobre el impuesto de las Rentas y Propiedades presentado a la Cámara de
los Comunes el 20 de julio de 1864, vemos que del 5 de abril de 1862 al 5 de
abril de 1863, 13 personas han engrosado las filas de aquellos cuyas rentas
anuales están evaluadas por el cobrador de las contribuciones en 50.000 libras
esterlinas y más, pues su número subió en ese año de 67 a 80. El mismo informe
descubre el hecho curioso de que unas 3.000 personas se reparten entre sí una
renta anual de 25.000.000 de libras esterlinas, es decir, más de la suma total
de ingresos distribuida anualmente entre toda la población agrícola de
Inglaterra y del País de Gales. Abrid el registro del censo de 1861 y hallaréis
que el número de los propietarios territoriales de sexo masculino en Inglaterra
y en el País de Gales se ha reducido de 16.934 en 1851, a 15.066 en 1861, es decir,
la concentración de la propiedad territorial ha crecido en diez años en un 11%
Si en Inglaterra la concentración de la propiedad territorial sigue progresando
al mismo ritmo, la cuestión territorial se habrá simplificado notablemente,
como lo estaba en el Imperio Romano, cuando Nerón se sonrió al saber que la
mitad de la provincia de Africa pertenecía a seis personas.
Hemos insistido tanto en estos «hechos, tan
sorprendentes, que son casi increíbles», porque Inglaterra está a la cabeza de
la Europa comercial e industrial. Acordaos de que hace pocos meses uno de los
hijos refugiados de Luis Felipe felicitaba públicamente al trabajador agrícola
inglés por la superioridad de su suerte sobre la menos próspera de sus
camaradas de allende el Estrecho. Y en verdad, si tenemos en cuenta la
diferencia de las circunstancias locales, vemos los hechos ingleses
reproducirse, en escala algo menor, en todos los países industriales y
progresivos del continente. Desde 1848 ha tenido lugar en estos países un
desarrollo inaudito de la industria y una expansión ni siquiera soñada de las
exportaciones y de las importaciones. En todos ellos «el aumento de la riqueza
y el poder, restringido exclusivamente a las clases poseedoras» ha sido en
realidad «embriagador». En todos ellos, lo mismo que en Inglaterra, una pequeña
minoría de la clase trabajadora ha obtenido cierto aumento de su salario real;
pero para la mayoría de los trabajadores, el aumento nominal de los salarios no
representa un aumento real del bienestar, ni más ni menos que el aumento del
coste del mantenimiento de los internados en el asilo para pobres o en el
orfelinato de Londres, desde 7 libras, 7 chelines y 4 peniques que costaba en
1852, a 9 libras, 15 chelines y 8 peniques en 1861, no les beneficia en nada a
esos internados. Por todas partes, la gran masa de las clases laboriosas
descendía cada vez más bajo, en la misma proporción, por lo menos, en que los
que están por encima de ella subían más alto en la escala social. En todos los
países de Europa -y esto ha llegado a ser actualmente una verdad incontestable
para todo entendimiento no enturbiado por los prejuicios y negada tan sólo por
aquellos cuyo interés consiste en adormecer a los demás con falsas esperanzas-,
ni el perfeccionamiento de las máquinas, ni la aplicación de la ciencia a la
producción, ni el mejoramiento de los medios de comunicación, ni las nuevas
colonias, ni la emigración, ni la creación de nuevos mercados, ni el libre
cambio, ni todas estas cosas juntas están en condiciones de suprimir la miseria
de las clases laboriosas; al contrario, mientras exista la base falsa de hoy,
cada nuevo desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo ahondará
necesariamente los contrastes sociales y agudizará más cada día los
antagonismos sociales. Durante esta embriagadora época de progreso económico,
la muerte por inanición se ha elevado a la categoría de una institución en la
capital del Imperio británico. Esta época está marcada en los anales del mundo
por la repetición cada vez más frecuente, por la extensión cada vez mayor y por
los efectos cada vez más mortíferos de esa plaga de la sociedad que se llama
crisis comercial e industrial.
Después del fracaso de las revoluciones de 1848,
todas las organizaciones del partido y todos los periódicos de partido de las
clases trabajadoras fueron destruidos en el continente por la fuerza bruta. Los
más avanzados de entre los hijos del trabajo huyeron desesperados a la
república de allende el océano, y los sueños efímeros de emancipación se
desvanecieron ante una época de fiebre industrial, de marasmo moral y de
reacción política. Debido en parte a la diplomacia del Gobierno inglés, que
obraba con el gabinete de San Petersburgo, la derrota de la clase obrera
continental esparció bien pronto sus contagiosos efectos a este lado del
Estrecho. Mientras la derrota de sus hermanos del continente llevó el
abatimiento a las filas de la clase obrera inglesa y quebrantó su fe en la
propia causa, devolvió al señor de la tierra y al señor del dinero la confianza
un tanto quebrantada. Estos retiraron insolentemente las concesiones que habían
anunciado con tanto alarde. El descubrimiento de nuevos terrenos auríferos
produjo una inmensa emigración y un vacío irreparable en las filas del
proletariado de la Gran Bretaña. Otros, los más activos hasta entonces, fueron
seducidos por el halago temporal de un trabajo más abundante y de salarios más
elevados, y se convirtieron así en «esquiroles políticos». Todos los intentos
de mantener o reorganizar el movimiento cartista [5] fracasaron
completamente. Los órganos de prensa de la clase obrera fueron muriendo uno
tras otro por la apatía de las masas, y, de hecho, jamás el obrero inglés había
parecido aceptar tan enteramente un estado de nulidad política. Así pues, si no
había habido solidaridad de acción entre la clase obrera de la Gran Bretaña y
la del continente, había en todo caso solidaridad de derrota.
Sin embargo, este período transcurrido desde las
revoluciones de 1848 ha tenido también sus compensaciones. No indicaremos aquí
más que dos hechos importantes.
Después de una lucha de treinta años, sostenida
con una tenacidad admirable, la clase obrera inglesa, aprovechándose de una
disidencia momentánea entre los señores de la tierra y los señores del dinero,
consiguió arrancar la ley de la jornada de diez horas [6]. Las
inmensas ventajas físicas, morales e intelectuales que esta ley proporcionó a
los obreros fabriles, señaladas en las memorias semestrales de los inspectores
del trabajo, son ahora reconocidas en todas partes. La mayoría de los gobiernos
continentales tuvo que aceptar la ley inglesa del trabajo bajo una forma más o
menos modificada; y el mismo parlamento inglés se ve obligado cada año a
ampliar la esfera de acción de esta ley. Pero al lado de su significación
práctica, había otros aspectos que realzaban el maravilloso triunfo de esta
medida para los obreros. Por medio de sus sabios más conocidos, tales como el
doctor Ure, profesor Senior y otros filósofos de esta calaña, la burguesía
había predicho, y demostrado hasta la saciedad, que toda limitación legal de la
jornada de trabajo sería doblar a muerto por la industria inglesa, que,
semejante al vampiro, no podía vivir más que chupando sangre, y, además, sangre
de niños. En tiempos antiguos, el asesinato de un niño era un rito misterioso
de la religión de Moloc, pero se practicaba sólo en ocasiones solemnísimas, una
vez al año quizá, y, por otra parte, Moloc no tenía inclinación exclusiva por
los hijos de los pobres. Esta lucha por la limitación legal de la jornada de
trabajo se hizo aún más furiosa, porque —dejando a un lado la avaricia
alarmada— de lo que se trataba era de decidir la gran disputa entre la
dominación ciega ejercida por las leyes de la oferta y la demanda, contenido de
la Economía política burguesa, y la producción social controlada por la
previsión social, contenido de la Economía política de la clase obrera. Por
eso, la ley de la jornada de diez horas no fue tan sólo un gran triunfo
práctico, fue también el triunfo de un principio; por primera vez la Economía
política de la burguesía había sido derrotada en pleno día por la Economía
política de la clase obrera.
Pero estaba reservado a la Economía política del
trabajo el alcanzar un triunfo más completo todavía sobre la Economía política
de la propiedad. Nos referimos al movimiento cooperativo, y, sobre todo, a las
fábricas cooperativas creadas, sin apoyo alguno, por la iniciativa de algunas
«manos» («hands») [***] audaces.
Es imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos sociales que
han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la producción en gran
escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna, puede prescindir de
la clase de los patronos, que utiliza el trabajo de la clase de las «manos»;
han mostrado también que no es necesario a la producción que los instrumentos
de trabajo estén monopolizados como instrumentos de dominación y de explotación
contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el
trabajo esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es sino
una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo
asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría. Roberto Owen fue
quien sembró en Inglaterra las semillas del sistema cooperativo; los
experimentos realizados por los obreros en el continente no fueron de hecho más
que las consecuencias prácticas de las teorías, no descubiertas, sino
proclamadas en voz alta en 1848.
Al mismo tiempo, la experiencia del período
comprendido entre 1848 y 1864 ha probado hasta la evidencia que, por excelente
que sea en principio, por útil que se muestre en la práctica, el trabajo
cooperativo, limitado estrechamente a los esfuerzos accidentales y particulares
de los obreros, no podrá detener jamás el crecimiento en progresión geométrica
del monopolio, ni emancipar a las masas, ni aliviar siquiera un poco la carga
de sus miserias. Este es, quizá, el verdadero motivo que ha decidido a algunos
aristócratas bien intencionados, a filantrópicos charlatanes burgueses y hasta
a economistas agudos, a colmar de repente de elogios nauseabundos al sistema
cooperativo, que en vano habían tratado de sofocar en germen, ridiculizándolo
como una utopía de soñadores o estigmatizándolo como un sacrilegio socialista.
Para emancipar a las masas trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un
desarrollo nacional y, por consecuencia, ser fomentada por medios nacionales.
Pero los señores de la tierra y los señores del capital se valdrán siempre de
sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos.
Muy lejos de contribuir a la emancipación del trabajo, continuarán oponiéndole
todos los obstáculos posibles. Recuérdense las burlas con que lord Palmerston
trató de silenciar en la última sesión del parlamento a los defensores del
proyecto de ley sobre los derechos de los colonos irlandeses. «¡La Cámara de
los Comunes —exclamó— es una Cámara de propietarios territoriales!».
La conquista del poder político ha venido a ser,
por lo tanto, el gran deber de la clase obrera. Así parece haberlo comprendido
ésta, pues en Inglaterra, en Alemania, en Italia y en Francia, se han visto
renacer simultáneamente estas aspiraciones y se han hecho esfuerzos simultáneos
para reorganizar políticamente el partido de los obreros.
La clase obrera posee ya un elemento de triunfo:
el número. Pero el número no pesa en la balanza si no está unido por la
asociación y guiado por el saber. La experiencia del pasado nos enseña cómo el
olvido de los lazos fraternales que deben existir entre los trabajadores de los
diferentes países y que deben incitarles a sostenerse unos a otros en todas sus
luchas por la emancipación, es castigado con la derrota común de sus esfuerzos
aislados. Guiados por este pensamiento, los trabajadores de los diferentes
países, que se reunieron en un mitin público en Saint Martin's Hall el 28 de
septiembre de 1864, han resuelto fundar la Asociación Internacional.
Otra convicción ha inspirado también este mitin.
Si la emancipación de la clase obrera exige su
fraternal unión y colaboración, ¿cómo van a poder cumplir esta gran misión con
una política exterior que persigue designios criminales, que pone en juego
prejuicios nacionales y dilapida en guerras de piratería la sangre y las
riquezas del pueblo? No ha sido la prudencia de las clases dominantes, sino la
heroica resistencia de la clase obrera de Inglaterra a la criminal locura de
aquéllas, la que ha evitado a la Europa Occidental el verse precipitada a una
infame cruzada para perpetuar y propagar la esclavitud allende el océano
Atlántico. La aprobación impúdica, la falsa simpatía o la indiferencia idiota
con que las clases superiores de Europa han visto a Rusia apoderarse del
baluarte montañoso del Cáucaso y asesinar a la heroica Polonia; las inmensas
usurpaciones realizadas sin obstáculo por esa potencia bárbara, cuya cabeza
está en San Petersburgo y cuya mano se encuentra en todos los gabinetes de
Europa, han enseñado a los trabajadores el deber de iniciarse en los misterios
de la política internacional, de vigilar la actividad diplomática de sus
gobiernos respectivos, de combatirla, en caso necesario, por todos los medios
de que dispongan; y cuando no se pueda impedir, unirse para lanzar una protesta
común y reivindicar que las sencillas leyes de la moral y de la justicia, que
deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas de
las relaciones entre las naciones.
La lucha por una política exterior de este género
forma parte de la lucha general por la emancipación de la clase obrera.
¡Proletarios de todos los países, uníos!.
NOTAS
[**] Dudo de que haya necesidad de recordar al lector
que el carbono y el nitrógeno constituyen, con el agua y otras substancias
inorgánicas, las materias primas de los alimentos del hombre. Sin embargo, para
la nutrición del organismo humano, estos elementos químicos simples deben ser
suministrados en forma de substancias vegetales o animales. Las patatas, por
ejemplo, contienen sobre todo carbono, mientras que el pan de trigo contiene
substancias carbonadas y nitrogenadas en la debida proporción.
[1] El 28 de setiembre de 1864 se celebró en
St. Martin's Hall de Londres una gran asamblea internacional de obreros, en la
que se fundó la Asociación Internacional de los Trabajadores (conocida
posteriormente como la I Internacional) y se eligió el Comité provisional. C.
Marx entró a formar parte del mismo y, luego, de la comisión nombrada en la
primera reunión del Comité celebrada el 5 de octubre para redactar los
documentos programáticos de la Asociación. El 20 de octubre, la comisión
encargó a Marx la redacción de un documento preparado durante su enfermedad y
escrito en el espíritu de las ideas de Mazzini y de Owen. En lugar de dicho
documento, Marx escribió, en realidad, dos textos completamente nuevos —el "Manifiesto
Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores" y los
"Estatutos provisionales de la Asociación"— que fueron aprobados el
27 de octubre en la reunión de la comisión. El 1º de noviembre de 1864, el
"Manifiesto" y los "Estatutos" fueron aprobados por
unanimidad en el Comité provisional, constituido en órgano dirigente de la
Asociación. Conocido en la historia como Consejo General de la Internacional,
este órgano se llamaba hasta fines de 1866, con mayor frecuencia, Consejo
Central. Carlos Marx fue, de hecho, su dirigente, organizador y jefe, así como
autor de numerosos llamamientos, declaraciones, resoluciones y otros
documentos.
En el "Manifiesto Inaugural", primer
documento programático, Marx lleva a las masas obreras a la idea de la necesidad
de conquistar el poder político y de crear un partido proletario propio, así
como de asegurar la unión fraternal de los obreros de los distintos países.
Publicado por vez primera en 1864, el
"Manifiesto Inaugural" fue reeditado reiteradas veces a lo largo de
toda la historia de la Internacional, que dejó de existir en 1876.
[2] Estranguladores (garroters),
ladrones de los años 60 del siglo XIX, que agarraban a sus víctimas por el
cuello.
[3] Libros Azules (Blue
Books), denominación general de las publicaciones de documentos del
parlamento inglés y de los documentos diplomáticos del Ministerio del Exterior,
debida al color azul de la cubierta. Se editan en Inglaterra a partir del siglo
XVII y son la fuente oficial fundamental de datos sobre la historia económica y
diplomática del país.
En la pág. 6 trátase del "Informe de la
comisión para investigar la acción de las leyes referentes al destierro y a los
trabajos forzados", t. I, Londres, 1863; en la pág. 90, de la
"Correspondencia con las misiones extranjeras de Su Majestad sobre
problemas de la industria y las tradeuniones", Londres, 1867.
[4] La guerra civil de Norteamérica (1861-1865)
se libró entre los Estados industriales del Norte y los sublevados Estados
esclavistas del Sur. La clase obrera se Inglaterra se opuso a la política de la
burguesía nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su
acción la intervención de Inglaterra en esa contienda.
[5] El cartismo era un
movimiento revolucionario de masas de los obreros ingleses en los años 30-40
del siglo XIX. Los cartistas redactaron en 1838 una petición (Carta del
pueblo) al parlamento, en la que se reivindicaba el sufragio universal para
los hombres mayores de 21 años, voto secreto, abolición del censo patrimonial
para los candidatos a diputado al parlamento, etc. El movimiento comenzó con
grandiosos mítines y manifestaciones y transcurrió bajo la consigna de la lucha
por el cumplimiento de la Carta del pueblo. El 2 de mayo de 1842 se
llevó al parlamento la segunda petición de los cartistas, que incluía ya varias
reivindicaciones de carácter social (reducción de la jornada laboral, elevación
de los salarios, etc.). Lo mismo que la primera, esta petición fue rechazada
por el parlamento. Como respuesta, los cartistas organizaron una huelga
general. En 1848, los cartistas proyectaban una manifestación ante el
parlamento a fin de presentar una tercera petición, pero el Gobierno se valió
de unidades militares para impedir la manifestación. La petición fue rechazada.
Después de 1848, el movimiento cartista decayó.
[6] La clase obrera de Inglaterra sostuvo la
lucha por la reducción legislativa de la jornada laboral a 10 horas desde fines
del siglo XVIII. Desde comienzos de los años 30 del siglo XIX, esta lucha se
extendió a las grandes masas del proletariado.
La ley de la jornada laboral de 10 horas,
extensiva nada más que a las mujeres y los adolescentes, fue adoptada por el
parlamento el 8 de junio de 1847. Sin embargo, en la práctica, muchos
fabricantes hacían caso omiso de ella.